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jueves, noviembre 22, 2018

Elogio del valemadrismo


Hasta hace relativamente poco tiempo, siempre había considerado "importantes" a las personas demasiado ocupadas. Aquellas que se tardan mucho tiempo en responder un mensaje (y te contestan disculpándose de haber estado tan ocupados), que siempre tienen prisa (y casi siempre llegan tarde) y tienen que revisar su agenda para confirmar si pueden tomar café alguna tarde. En nuestros tiempos, no tener tiempo libre o tenerlo poco, parece un símbolo de estatus: "Si está tan ocupado seguro es porque le va bien, porque es exitoso, y (obviamente) gana mucho dinero".

No sé cómo sea en otros ámbitos, pero al menos en los que me muevo, lo "ideal" (ojo con las comillas) parece ser tener agenda llena, y no terminar algo cuando ya tienes en tu lista de pendientes otra pila de tareas que urgen. Sólo este año tres compañeros de trabajo han sido diagnosticados con problemas de salud por estrés laboral y al menos dos más (incluido yo) dejaron sus puestos directivos agobiados por una carga de trabajo que hace tiempo dejó de ser exigente y se convirtió en absurda (la evaluación de mi desempeño en el actual ciclo escolar se hará sobre la base de, al menos, 27 rubros). Byung-Chul Han ha escrito bastante al respecto (sobre todo en La sociedad del cansancio, 2010) donde establece: "Lo que enferma no es el exceso de responsabilidad e iniciativa, sino el rendimiento como nuevo mandato de la sociedad de trabajo".

Sin tanta densidad filosófica presenta Mark Manson su primer libro, El sutil arte de que te importe un carajo (HarperCollins, 2017), en el que reflexiona sobre la importancia de reducir, no aumentar, la cantidad de cosas que importan. "El problema de la gente que anda por la vida dándole importancia a todo y a todos es que llega un punto en que se comieron toda la bolsa de palomitas y no les queda nada realmente valioso a qué darle importancia". Aderezado con algunas anécdotas personales y algo de budismo elemental, Manson logra dar en el clavo de la reflexiones necesarias pero tan frecuentemente evadidas en nuestros tiempos: ¿Por qué hacemos lo que hacemos? ¿Para agradar a quién? ¿De quién fue la idea original de estudiar esto o trabajar en aquello? ¿A quién conviene que tengamos tanto miedo de equivocarnos, y que prefiramos "malo conocido que bueno por conocer"? ¿Por qué nos da tanto miedo decir "no" a algún trabajo, proyecto o persona? 

La conclusión de Manson es también obvia, pero no sencilla. En realidad no invita a que todo nos importe un carajo, sino a redefinir los valores de nuestra vida, que seamos nosotros los que elijamos qué problemas enfrentar, y mientras menos mejor. Asignarse problemas verdaderamente importantes (desde nuestro punto de vista) y que lo demás valga --como dice mi abuela-- una pura y dos con sal (o sea, nada). Desde esta perspectiva lo aberrante no es tener "demasiado tiempo libre" sino una agenda tan saturada que no se cuente con tiempo para hacer lo que realmente nos satisface. Y asumir (sin culpa) que muchas veces eso es profundamente "improductivo" y prácticamente imposible de medir cuantitativamente: salir con los amigos, correr un maratón, armar un rompecabezas, volver a escribir en su blog... Lo que ustedes decidan. 
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El sutil arte de que te importe un carajo, de Mark Manson, está editado por HarperCollins México. La edición impresa cuesta $234 (en Gandhi), la digital (en Kindle), $89. 

lunes, mayo 14, 2018

Tres libros para enseñar mejor


Aprovecho la llegada del Día del Maestro para recomendarles tres lecturas que han marcado una diferencia notable en mi forma de asumir la actividad a la que desde hace once años dedico mi vida: la educación. Si son padres y/o profesores les aseguro que estas obras les abrirán caminos a destinos desconocidos, pero que necesitan conocer.  
Lecciones de los maestros, de George Steiner (2004)
George Steiner (París, 1929), legendario profesor de literatura comparada y uno de los intelectuales más importantes del último medio siglo hace un recorrido de lo que significa ser maestro desde Sócrates hasta nuestros días, pasando por Jesús, Dante, Nietzsche y la tradición confucianista. ¿Por qué un profesor decide serlo? Y, como alumno, ¿qué sentido tiene asistir a clases en la era Google y Wikipedia? Responde el profesor Steiner: “Ningún medio mecánico, por expedito que sea; ningún materialismo, por triunfante que sea, pueden erradicar el amanecer que experimentamos cuando hemos comprendido a un Maestro. Esta alegría no logra en modo alguno aliviar la muerte. Pero nos hace enfurecernos por el desperdicio que supone porque llega un momento, siempre inevitable, en el que ya no hay tiempo para otra clase”.
Este libro me fue recomendado por Eduardo Díaz, alumno de la primera generación a la que di clases. Desde entonces he leído mucho sobre pedagogía, pero nada con la densidad filosófica desde la que Steiner aborda el tema.
Crear o morir, de Andrés Oppenheimer (2014)
No es precisamente un libro sobre educación, sino sobre innovación. Fue el primero que me puso clara la triste y enfadosa realidad de que en nuestro sistema educativo aniquilamos el sentido de riesgo que implica aprender en serio. Con este libro me di cuenta de lo acostrumbrados que estamos a “formar alumnos” para pasar pruebas que muy poco tienen qué ver con la vida real y cómo los condenamos a la mediocridad al convertirlos en timoratos que buscan certeza y estabilidad prácticamente sin haber vivido. Nos llenamos la boca cacareando las personalidades de Jobs, Gates, Zuckerberg y Branson… pero a la hora buena los formamos con el molde del Godín bien remunerado.
Este libro me lo recomendó también un exalumno, Diego Lara, una tarde que acudió a mi oficina para relatarme una crisis vocacional que atravesaba entonces. “Siento que no estoy aprendiendo nada en la universidad, que estoy perdiendo el tiempo”, me dijo. Leí el libro y lo entendí perfectamente.
Los bárbaros, de Alessandro Baricco (2009)
Este libro llegó a mis manos gracias a mi colega Claudia Magos. En él, Baricco analiza con muy altos vuelos literarios la brecha abierta entre jóvenes y adultos. Habla de la facilidad con la que los segundos calificamos a los primeros despectivamente (de “bárbaros”, en su acepción de "incivilizados", poco menos que salvajes). Pero sobre todo habla de lo mucho que perdemos cuando nos conformamos con esas etiquetas fáciles. Cuando escribió el libro, Baricco rebasaba ya la cincuentena, pero no se conformó con el cliché fácil de cargar contra la generación de Snapchat e Instagram. En vez de eso, intentó algo más digno de un profesor y padre inteligente (y bastante más difícil): comprenderlos. Su texto no concluye con la certeza falsa de "entender a los jóvenes", sino con la valiosa invitación a intentar hacerlo. Es un ensayo brillante y, desde mi perspectiva, nitroglicerina pura para muchas ideas dañinas pero muy cómodas que siguen vivitas y coleando entre profesores y padres de familia.  

viernes, agosto 25, 2017

Queridos jóvenes: es mejor no leer

Alessandro Baricco
No tengo ninguna duda de que el placer de leer, así como la cultura del libro, están fuertemente relacionados a una derrota. A una herida y a una derrota. Sobre los libros no tengo dudas. Sobre la música, teatro, cine, puede ser más problemático.
Leer es siempre la revancha de alguien que en la vida fue ofendido, herido. Me parece que leer libros es una manera inteligentísima de perder. Relacionado a una especie de renuncia a combatir sobre el campo. No sé si esto tiene alguna relación con la “humanidad ofendida”, de la cual escribía Adorno. Sé que la gente de libros es, por lo general, gente que sufre.
Existe una tendencia a ser sumergido por esta sensación de desequilibrio. Y es verdaderamente peligrosa.
Lo que pensaban de la novela en el siglo XIX las personas de buen sentido, es decir, que era peligrosa, es verdad; y está bien que en el origen de la novela así haya sido percibido. Lo entendieron rápidamente los médicos que prohibían a sus esposas la lectura de novelas, en la pureza áurea de aquel objeto —la novela— entendían una cosa que a nosotros actualmente nos parece ridícula. Pero era verdadera en aquel entonces y permanece como algo que tiene que ver también hoy con la experiencia de leer.
Para ser prácticos, veo a estos muchachos de 16 años que pasean, y que han leído todos mis libros, o bien demasiado Kafka o demasiado Dostoievsky. Los veo. Y cuando me preguntan qué deben hacer, sólo una cosa me llega a la cabeza: “Váyanse a jugar con el balón, tiren los libros, paseen. Córtense los cabellos, píntenselos de verde. Hagan algo. Busquen estar en el adentro. No afuera. Después de ello, regresen a los libros, por caridad, pero no se dejen imbuir”.
Si pienso en los jóvenes de hoy, en lo que leen y lo que no leen, y si desde nuestra experiencia de Tótem puede surgir alguna luz sobre esto, me vienen a la cabeza algunas cosas.
Antes que nada, se necesita una gran disposición de nuestra parte para entender que la geografía del sentido de estos jóvenes es objetivamente distinta de la nuestra. Y no por un proceso de “vulgarización” o “denigración” de aquello que es noble. En lo absoluto. Será noble como la nuestra, pero será distinta.
No se puede pretender que los Quartetti de Beethoven cubran, en la geografía de la inteligencia de estos jóvenes, la misma parte que han cubierto en la geografía de nuestra inteligencia. Y no precisamente por un proceso de degradación. No, simplemente porque la geografía cambia.
Si nosotros, cada vez que se pierde un pedazo de la geografía que nos ha generado, nos ponemos a pensar que ésta es una pérdida estéril del mundo, y si nosotros debiéramos ser así de idiotas para pensar esto en un modo apriorístico y dogmático, no se abrirá jamás un diálogo con estos jóvenes.
Debemos entender que su geografía será igual de noble que la nuestra, y además podría ser más noble, si no existiera ningún vestigio de la nuestra.
Allá donde en nosotros existía un puerto, en ellos no existe nada. Han dejado todo al nivel del suelo para dar vida a un gran estacionamiento. Y nosotros debemos tener una gran e inmensa inteligencia para no despreciarnos por el hecho de que hay un estacionamiento donde había un río, sino entender, antes que nada, toda la geografía. Y pensar —casi como un acto de fe— que nuestra geografía será igual de noble que la de ellos. Porque de hecho es así. Porque a final de cuentas, en los últimos Quartetti, ¿qué criticaba Beethoven? Era el mundo en movimiento. Después, la forma en la cual se puso en movimiento, porque nunca estuvo en nuestras manos elegir dicha forma.
La única cosa que debemos odiar es la inmovilidad. Porque es la muerte, es la dictadura, es el mundo en pausa.
Pero si el mundo comienza a vibrar, necesitamos después, de vez en vez, entender la forma de esta vibración, que no podrá ser siempre la misma.
El problema de la lectura, a final de cuentas, es esto. Si partimos del supuesto de que cada joven que no lee es una pérdida para la civilización, partimos de un supuesto erróneo. Estúpido. No es del todo cierto que, dentro de 150 años, la lectura será el modo, la forma más apta para la creación de sentido, para aprehender la vitalidad de lo real. Sin embargo, ¿esto quiere decir que no se puede hacer nada, que no podemos hacer nada, para transmitir a un joven el sentido de aquello que para nosotros es noble? Nada en absoluto. Nada es grandioso si uno no es capaz de explicar el porqué lo es.
Si los Quartetti de Beethoven son grandiosos sólo porque son los Quartetti de Beethoven, y uno no parte de cero, y no sabe explicar el porqué, aquella grandeza está acabada. Deviene en una imposición, justo a lo que un joven siempre se rebela.
Cuando los jóvenes se rebelan a la lectura únicamente porque les viene dada como un valor inexplicable, porque es mejor que jugar Playstation, es necesario preguntarnos si alguno les ha explicado de manera convincente por qué es mejor. Aparte de que se trata, evidentemente, de una cuestión abierta —no sabemos todavía bien qué cosa sucede en aquel nuevo mundo de mensajes visivos, sensibilidad, velocidades distintas a la nuestra—, es por eso que los jóvenes viven la lectura como una agresión a sus valores.
El libro y el videojuego desde el inicio resultaron contrapuestos. Entonces, o estamos en condiciones de explicárselos, o bien estamos haciendo algo que los alejará más.
En cambio, el desafío es que a alguien que juega con el Playstation le cuentes el Cyrano, y que, de pronto, te escuche. Pero no le puedes decir: "¡Ve al teatro! A ver un Cyrano de Bergerac doctísimo y aburridísimo". Así, nos la jugamos todos, ¡uno después del otro!
Esto nos ayudará también a entender qué cosa está todavía viva y qué cosa está muerta. Cuando, en resumidas cuentas, no puedo explicar a los jóvenes en la escuela Holden, por qué creo que El hombre sin atributos de Musil es un libro para leer, cuando advierto que me canso cada vez más, que cada vez tengo menos credibilidad, y que no logro convencerlos, no sólo quiere decir que no soy lo suficientemente bueno. Sugiere también que quizás, en la nueva geografía que está naciendo, El hombre sin atributos no es un libro importante. Esto es algo muy probable, de lo cual no debemos espantarnos. No lo digo para provocar. Los músicos que Rossini admiraba en su oficio se llamaban Mozart, Haydn, pero otros tenían nombres que hemos olvidado por completo.
Las geografías cambian. Quizá El hombre sin atributos no es importante por siempre. Lo ha sido para mí, para mi generación, pero cuando se comienza a no saber explicarlo, cuando percibes que no te creen, es mejor buscar entender qué cosa está pasando, cuál es la nueva geografía que está naciendo.
Y prepararse para tomarla.
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Extracto del texto leído por el autor el pasado 15 de mayo en la Feria del Libro de Turín, en un panel dedicado al tema de la lectura y recientemente publicado en el libro Totem. L'ultima tournée (Einaudi, 2003).
Traducción de Israel Covarrubias

domingo, noviembre 20, 2016

#EnMangasDeCamisa 15

En esta ocasión les recomiendo Snowden, la nueva película de Oliver Stone, recién estrenada en México. Mucho qué comentar: en muy pocas palabras creo que Snowden es --básicamente-- un héroe de nuestros tiempos. Vale la pena conocer su historia, y asumir las reflexiones que plantea.  

Acompañan el comentario ideas musicales de Peter Gabriel y María Victoria. :-)

Aquí la conferencia de Glenn Greenwald a la que aludo en el podcast (imperdible para entender cabalmente las razones de Snowden). 

Escucha"En Mangas De Camisa 15" en Spreaker.


lunes, julio 18, 2016

#EnMangasDeCamisa 09

Esta semana, aplicamos un bálsamo poético a los muy desafortunados acontecimientos recientes (Bangladesh, Bagdad, Estambul, Dallas, Niza, de nuevo Estambul, Luisiana...)

También invito a hacer de la desconexión digital un acto no exclusivo de las vacaciones, sino un hábito de vida en aras de nuestra salud mental y emocional (ojo al ejemplo de Francia).  

Las ideas musicales son de Michael Jackson (a propósito de una lista de los 20 discos más vendidos recientemente redefinida por El País), Damon Albarn (que le canta a un elefantito) y el gran George Harrison. 

Como siempre, bienvenidos sus comentarios y sugerencias... y muchas gracias por compartir. ¡Disfruten mucho... y siempre en mangas de camisa! :-D

domingo, julio 03, 2016

#EnMangasDeCamisa 08

Esta semana recomendación gastronómica en mangas de camisa: visité el restaurante Órale Arepa; les cuento qué me pareció.

También una reflexión sobre el éxito y el fracaso a propósito del retiro de Lionel Messi de la albiceleste y la carta que una profesora le escribió pidiéndole reconsiderar su decisión. También a propósito de ello hago mención de una entrevista que Borja Hermoso le hizo recientemente al gran  George Steiner

Las ideas musicales son de Los amigos invisibles ("Dun Dun"), Pearl Jam ("Whishlist") y Sigur Rós ("Hoppípolla"). 

Como siempre, bienvenidos sus comentarios y sugerencias... y muchas gracias por compartir. ¡Disfruten mucho... y siempre en mangas de camisa! :-D

lunes, mayo 23, 2016

En Mangas de Camisa 03

Este episodio de En mangas de camisa huele a verano. :-) 

Incluye resultados de una encuesta sobre el uso del tiempo y algunos datos que muestran que el multitasking no existe. Todo aderezado con exquisita música de Jorge Drexler, Imagine Dragons y The Mowgli's. :-D

¡Muchas gracias por escuchar y compartir!


lunes, julio 13, 2015

De la absurda "Guerra contra las drogas"

Hace unos meses tuve la oportunidad de ver en Puebla esta conferencia de Ethan Nadelmann, fundador y director de la Drug Policy Alliance, dedicada a poner fin a la "Guerra contra las drogas". Sus palabras me parecieron reveladoras en el sentido de que es un estadounidense hablando contra la guerra que se libra en México (presumiblemente debido a la presión del gobierno estadounidense). 

Es un discurso honesto que refuta puntualmente cada uno de los argumentos a favor de una guerra que cada vez se muestra más absurda y, por la misma razón, perversa. Ahora, con la segunda fuga de El Chapo entre los asuntos públicos, pienso que vale la pena poner el verdadero debate sobre la mesa. 

lunes, abril 13, 2015

Contra la tarea

El siguiente texto fue escrito por Alfonso González Balanza, profesor español de Secundaria. Se refiere, básicamente, a la educación Primaria, pero considero que sus ideas son valiosas también para el Bachillerato. Aquí está la fuente donde encontré el texto.
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La inmensa mayoría de los maestros (mis compañeros de profesión) considera que los deberes son absolutamente necesarios. Muchos estarían dispuestos a discutir sobre la cantidad adecuada, pero que hay que mandar deberes no se lo cuestionan; es algo tan evidente como que  en invierno hace frío y que en verano hace calor. Digamos que es el orden natural de las cosas. Los maestros deben mandar deberes y los niños deben hacen deberes por la misma razón que la Tierra da vueltas alrededor del Sol y las plantas florecen en primavera: porque así ha sido siempre y porque así debe ser. La maldición bíblica “ganarás el pan con el sudor de tu frente” está tan arraigada en nuestra cultura que la hacemos extensible a los niños. La vida es dura; en este valle de lágrimas no estamos para disfrutar, sino para sufrir.
A casi cualquier maestro que le preguntes por la conveniencia de mandar deberes a los niños te contestará, igual que se recita un mantra, que los deberes cumplen tres funciones: refuerzan lo aprendido, enseñan responsabilidad y crean un hábito de trabajo. Y de ahí no los vas a sacar. Eso es lo que hicieron con ellos sus maestros, eso es lo que les han enseñado en la escuela de magisterio y eso es lo que harán hasta que se jubilen. No importa que nuestro país, año tras año, esté a la cola de los países avanzados, en cuanto al rendimiento escolar se refiere, a pesar de que nuestros alumnos sean los que más días de clase tiene al año y más horas dedican a los deberes en casa. Da igual que todos los estudios internacionales demuestren que los países en los que menos deberes se mandan (o en los que directamente están prohibidos por ley) sean los que mejores resultados obtienen; da igual que todas las investigaciones serias hayan demostrado que los deberes no sólo no sirven para nada, sino que pueden ser perjudiciales. Para muchos de mis compañeros de profesión tales estudios son una patraña de pedagogos progres que no quieren que a los niños se les transmita  la cultura del esfuerzo.
Frente a esos argumentos repetidos por tantos profesores, mi experiencia me dice que los deberes son inútiles, antipedagógicos, profundamente injustos y, lo que es peor, impiden a los niños realizar otras actividades mucho más importantes. Pero en primer lugar voy a explicar por qué, a mi juicio, tales argumentos son una falacia y un sofisma.
¿Hábito de trabajo? Si dedicar 9 meses al año, 5 días a la semana y 5 horas diarias a la realización de tareas escolares, para un niño de entre 6 y 11 años, no es suficiente para lograr un hábito de trabajo, que alguien me explique qué se necesita para lograr ese hábito. Niños en edad de correr y jugar, están sentados en una silla de madera 5 horas diarias realizando tareas aburridas y repetitivas, mientras exigimos que estén en silencio y concentrados. Cuando los profesores asistimos durante nuestra jornada laboral a una charla de más de una hora, nos retorcemos en nuestros asientos y miramos el reloj con desesperación, a pesar de que somos adultos y se nos supone una mayor capacidad de autocontrol y sacrificio, ¡por no mencionar que nos pagan por ello! Mi hija de 8 años, por ejemplo, dedica al trabajo muchas más horas que yo y que absolutamente todos los profesores que conozco (y conozco muchos).
¿Responsabilidad? Existen muchas formas de enseñar responsabilidad, y no sólo la de cumplir con la obligación de hacer deberes; sin olvidar que no podemos exigir responsabilidad a quien por su edad no es responsable de su tiempo ni de sus circunstancias. La responsabilidad se adquiere progresivamente, y me parece normal empezar a exigirla en la ESO, pero no en Primaria: el tiempo del que disponen los niños por la tarde o los fines de semana no depende de ellos, sino de sus padres.
¿Refuerzan lo aprendido? Un niño de 11 años sólo necesita saber sumar, restar, multiplicar, dividir, escribir (correctamente) y leer (con fluidez), para afrontar con éxito la Secundaria. ¿Eso no se puede aprender en 6 años de trabajo diario en clase? Los niños no refuerzan lo aprendido en clase por la tarde: lo aborrecen. Hasta que no tuve hijos, y estos empezaron a estudiar en Primaria, no me di cuenta de la suerte que tuve de ir a un colegio en el que no se mandaban deberes hasta la 2ª etapa de E.G.B. (de 6º en adelante) y, la verdad, no me ha ido nada mal en mis estudios posteriores.
Y ahora voy a explicar por qué sostengo que son injustos e inútiles: para empezar, los deberes que se mandan son los mismos para todos los niños, independientemente de su capacidad y circunstancias personales. Esto es, por definición, absurdo e injusto: si mi hija, que está en 1º de ESO, no hubiera tenido unos padres profesores (y por lo tanto con estudios y MUCHO tiempo para dedicarle) no habría obtenido los resultados tan buenos que obtuvo en Primaria. Pero a pesar de toda la ayuda que le hemos dado, mi hija ha dedicado cientos de horas a realizar tareas escolares absurdas y repetitivas. Porque la mayoría de las actividades incluidas en los libros de texto se basan en la repetición, en el aprendizaje memorístico al pie de la letra, en copiar mecánicamente y en seguir unas pautas de realización muy concretas, que no dejan margen ninguno a la creatividad, y que logran destruir la curiosidad de los niños. Además, las tareas que mandamos, en muchos casos, no siguen criterio pedagógico alguno: he podido comprobar cómo el número de ejercicios o de trabajos que tenía que hacer mi hija en una asignatura, aun teniendo al mismo profesor, variaba enormemente de un año para otro por el mero hecho de que, al cambiar de editorial, el nuevo libro tenía muchos más o muchos menos ejercicios que el del año anterior. Es decir, que los profesores mandamos todos los ejercicios que vienen en el libro, sin plantearnos cuántos o cuáles son los necesarios: si son diez, diez, y si son veinte, veinte (y, por supuesto, HAY que hacer todos los ejercicios y dar todos los temas del libro). Y este no es un problema del colegio de mis hijos (de cuyos profesores, excelentes profesionales, no tengo, por otra parte, ninguna otra queja), sino que es un problema generalizado de nuestra profesión.
Pues bien, yo confieso que he hecho docenas de ejercicios de Matemáticas a mi hija (si, por ejemplo, le mandaban cinco divisiones, ella hacía una y yo cuatro) le he dictado montones de ejercicios de “Cono”, le he traducido incontables páginas escritas en Inglés, le he ayudado con decenas de ejercicios de Lengua y le he hecho muchos trabajos de diferentes asignaturas (mi mujer, además, le ha ayudado a terminar incontables láminas de dibujo y trabajos manuales). ¡Y no me arrepiento! Lo he hecho para que mi hija tuviera una infancia feliz y durmiera todos los días 10 horas. Gracias a eso, mi hija es una niña sana, además de una gran deportista, le encanta leer y escribir por puro placer, juega  al ajedrez, toca la guitarra y es una niña abierta y sociable que ha jugado cientos de horas en la calle. Y si ahora que está en la ESO puedo asegurar que no le ayudo nada en absoluto y sigue sacando muy buenas notas, ¿eran necesarios todos esos deberes que le mandaron y no hizo? ¿Qué pasa con todos los niños cuyos padres trabajan mañana y tarde y, además, no tiene estudios para poder ayudar a sus hijos? Pues simplemente que este sistema educativo injusto, que coarta la libertad y la creatividad de los niños, los margina irremediablemente y los señala como niños irresponsables y fracasados, a la vez que los hunde con negativos, ceros y castigos, y les mina la autoestima, haciéndoles creer que no sirven para estudiar. Si las circunstancias familiares de cada niño son distintas, todo lo que se mande para casa es, por definición, injusto, y condena al fracaso a miles de niños cuyos padres no tienen tiempo, ni capacidad, para ayudar a sus hijos con los deberes escolares.
Pero además, los deberes son antipedagógicos porque hacen que los niños odien estudiar y aprender. A la mayoría de los niños les encanta ir al colegio, pero no soportan hacer deberes; para los niños estudiar y aprender es un castigo (mis hijos no pueden entender que yo siga estudiando por placer). Eso es lo que hemos conseguido mandando deberes hasta lograr el hastío de los niños.
Y lo peor de todo: los deberes ocupan tanto tiempo que los niños no pueden realizar otras actividades mucho más importantes para su desarrollo físico y psíquico; los profesores hemos logrado que los niños lleven una vida igual de sedentaria que los adultos, con el consiguiente problema, convertido ya en epidemia, de obesidad infantil generalizada.
Y es que los maestros no mandamos una actividad en concreto, un día en concreto, tras una meditada reflexión, por considerarla necesaria para conseguir un determinado objetivo que es imposible lograr con el trabajo de clase, tras plantearnos los pros y los contras y pensar de qué modo podemos lograr que nuestros alumnos se motiven con dicha actividad (en vez de considerarla un castigo), sino que lo hacemos de manera automática; porque sí, porque es lo que se supone que hacen los maestros.
Yo propongo que, siguiendo la lógica de mis compañeros maestros, los equipos directivos de los centros nos manden trabajo durante las vacaciones, para que no perdamos el hábito de trabajo adquirido durante el curso. Y que cuando asistamos a un curso de formación, nos manden deberes para el día siguiente con el fin de afianzar los contenidos del curso.
Muchos compañeros me comentan que son los padres los que exigen que se manden deberes a los niños. ¡Pues claro! Para muchos padres los deberes son la forma de que sus hijos estén ocupados y no les molesten pidiéndoles ir a la plaza a jugar. Muchos padres querrían que los niños estuvieran en el colegio hasta las 8 de la tarde, y, por supuesto que hubiera clase los sábados y que los niños siguieran yendo en julio al colegio. ¿Por qué no les hacemos caso en eso también?
¿Y qué deberían hacer, a mi juicio, los niños después de la jornada escolar? Pues según todos los estudios científicos y pedagógicos, está absolutamente demostrado que los mayores beneficios para el desarrollo neurológico y cognitivo de los niños se obtienen con las siguientes actividades: Deporte, Arte (Música, Dibujo…), Juego (imprescindible para la socialización de los niños y para desarrollar la creatividad), Idiomas y Lectura. El arte, la filosofía, la ciencia, la literatura, la música y todas las actividades más elevadas realizadas por el ser humano, son consecuencia directa del mayor logro conseguido por la humanidad: el tiempo de ocio.
Por lo tanto, los niños deberían pasar más tiempo con sus familias, jugar con otros niños (a ser posible en la calle) y practicar deporte, todos los días; aprender a tocar un instrumento musical, practicar una lengua extranjera y jugar al ajedrez, varios días a la semana. Y, sobre todo: leer, leer, leer, leer, leer… Sólo se debería mandar de deberes, en Primaria, leer todos los días el libro que ellos elijan. Y al día siguiente, en el colegio, hacer una redacción contando lo que han leído. Nada más; el resto de actividades se deberían hacer todas en clase. Si intentamos reducir el número de deberes no cambiaremos nada: todos los maestros están convencidos de que ellos mandan muy pocos deberes; sólo eliminándolos por completo lograremos acabar con esta sin razón.  

domingo, julio 21, 2013

Tolle, lege

(Agradezco a Claudia Huerta la recomendación del video que ilustra esta entrada)
Hace algunos días concluí la lectura de La buena y la mala educación. Ejemplos internacionales, de la profesora sueca Inger Enkvist. Hay mucho qué comentar al respecto, pero me gustaría dedicar esta entrada del blog a la columna vertebral del libro: la importancia del dominio de la lengua materna que ha propiciarse durante la educación escolarizada.
Vale la pena recordar el dato de que México es el último lugar en la prueba PISA que aplica la OCDE cada tres años. En 2009, cuando el examen se concentró en comprensión lectora, los resultados fueron alarmantes: 40.1% de los adolescentes que presentaron la prueba se ubicaron en un nivel de comprensión insuficiente para acceder a estudios superiores y desarrollar las actividades que exige la vida en sociedad. 
Es muy triste leer ese dato, “darle el golpe”, pero es peor lo que viene después: la reflexión en torno a ese fracaso. Porque es muy fácil llenarse la boca culpando al sindicato, a los maestros, al gobierno, a los videojuegos, a las nuevas tecnologías y a un montón de chivos expiatorios más. Lo difícil es aceptar el otro dato: que en México leemos 2.9 libros al año. El plural (leemos) nos incluye a los adultos que educamos a los adolescentes que cada tres años presentan la prueba PISA. ¿Cómo les reclamamos a los jóvenes cuando en muchos casos nosotros mismos no hemos desarrollado el hábito de la lectura? Y es que en casa los padres tampoco leen: en el 55% de los hogares mexicanos hay menos de 10 libros no escolares; sólo el 2% tiene más de 100 libros en casa. Pero, ¡tranquilos!, por fortuna tenemos a los profesores, faros de luz que leen mucho y recomiendan estupendas lecturas a sus alumnos… ¿O no? Pues no. Entre adultos los profesores leen menos que el promedio nacional, es decir, 2.6 libros al año. Y si los profesores no leemos, ¿con qué cara entramos a un salón para invitar a nuestros alumnos a leer (en caso, claro, de que los invitemos y no los forcemos a hacerlo)?
Lo interesante es que, como dice Enkvist en su libro: "Sólo una pequeña parte del aprendizaje de la lengua se hace en las clases de lengua y literatura. La parte más importante del desarrollo del lenguaje tiene lugar durante el estudio y el uso del lenguaje en otras materias, mientras se lucha con las tareas escolares en casa y durante la lectura que realizan los alumnos durante su tiempo de ocio". (Enkvist, 178-179)
En otras palabras: el desarrollo de habilidades de comprensión de lectura no es facultad exclusiva de los profesores de Español. Sin importar la materia que impartan, todos los profesores son corresponsables en esta tarea. Es una pena, en este contexto, que la mayoría de los profesores lean tan poco. Y que de hecho esgriman la excusa de siempre para explicar esa deficiencia: "No tengo tiempo". En el ámbito académico, más que en cualquier otro, la lectura es un deber, no un lujo; una responsabilidad, no un hobby; una pasión, no un entretenimiento. 
Hace unos días Samuel Gitler, matemático miembro de El Colegio Nacional y de la Academia Mexicana de las Ciencias, declaró la necesidad de concentrar la atención en el desarrollo del hábito de lectura: "Basta que la gente aprenda a leer en español; ello será ganancia. Las matemáticas deben venir después". Gitler se refiere a la dificultad que observa en sus alumnos al momento de enfrentarse a problemas mal redactados incluso por especialistas. Y es que es tan obvio que a veces lo olvidamos: todas las materias deberían impartirse en una lengua que el estudiante, presumiblemente, debe dominar: su lengua materna. Si no la domina, tendrá problemas para comprender no sólo los versos de Neruda, sino también las lecciones de Historia y los problemas de matemáticas (que requieren de la lengua para ser expresadas). 
Creemos que dominamos la lengua española porque llevamos hablándola toda nuestra vida, pero el dominio no se limita al uso instrumental para efectos de comunicación. "Recibir una lengua en herencia es algo enorme, porque nos permite situarnos metafóricamente a hombros de nuestros antepasados (...) La lengua es un instrumento para entender el mundo y para expresarse, pero no es un saber natural en el ser humano; es un producto cultural y sólo llega a ser nuestro si aceptamos el trabajo de aprender a conocerla". (Enkvist 218-219).
No, la tragedia no está en los adolescentes que presentan la prueba PISA cada tres años; está en los adultos que no han asumido la responsabilidad de transmitir correctamente el legado de la lengua española a esos jóvenes. Basta revisar los mensajes que recibimos todos los días (vía mail, Twitter, Facebook...) para darnos cuenta de que el dominio es ilusorio: profesionistas que no acentúan mayúsculas (¡o no acentúan!), líderes incapaces de redactar o leer con corrección una cuartilla completa y adultos que responden sin rubor "Ninguno" cuando se les pregunta qué libro están leyendo... Tal es el verdadero problema. Lo demás es consecuencia de éste.  
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Enkvist, I. (2011). La buena y la mala educación. Ejemplos internacionales. Madrid: Encuentro. 

domingo, febrero 24, 2013

Alegato contra el "todoesposiblismo"


Inicio este post con una cita de la Conferencia sobre Ética que Ludwig Wittgenstein dictó en Cambridge hacia 1929. Hablando de la ética, el filósofo alemán decía que ésta es “un testimonio de una tendencia del espíritu humano que yo personalmente no puedo sino respetar profundamente y por nada del mundo ridiculizaría”. En la misma línea querría que se leyeran las siguientes palabras respecto a lo que pienso del coaching y la autoayuda.

(Ejemplo de título todoesposiblista)

Hace algunos meses la empresa en la que trabajo contrató los servicios de otra, esta última proveedora de cursos para desarrollar el capital humano. En el esquema en que los estamos tomando, estos cursos son obligatorios, de tal suerte que ningún directivo del campus está libre de ellos. Hasta el momento mi impresión de ellos es positiva, pero no por las razones adecuadas: me agrada la posibilidad de conversar con gente con la que usualmente no tengo contacto, pero esto ocurre en los recesos. De los cursos he sacado muy poco en claro. De hecho hay un par de ideas fundamentales sobre las que no estoy de acuerdo. Por ejemplo: una de las premisas básicas de estos cursos es que todo lo que ocurre a tu alrededor es propiciado por ti. “De ti –y de ninguna otra persona o circunstancia– depende que te vaya bien o mal. Que logres tus metas o no. Que te sientas pleno o frustrado. Tú decides”. Entramos a discusiones bizantinas cuando preguntamos si una persona pobre decide ser pobre. La respuesta de los facilitadores es, más o menos: “No decide nacer pobre, pero sí decide qué hacer para salir de la pobreza”. En el fondo de esta manera de ver las cosas subyace la meritocracia, tan recurrente en la sociedad contemporánea: tienes lo que mereces. Y si no tienes lo que quieres es porque no te has esforzado lo suficiente (y por lo tanto, claro, no lo mereces).

En la conferencia que presento al final de este texto, Alain de Botton aborda el problema diferenciando entre un desafortunado y un perdedor. Explica que en la Inglaterra de la Edad Media cuando conocías a una persona pobre decías que era desafortunada, literalmente alguien que no había sido bendecido por la fortuna. En nuestros tiempos no tenemos empacho al decir que un pobre es también y sobre todo un perdedor. Por supuesto que existe una diferencia notable entre alguien no bendecido por la fortuna (que nace en una chabola, padece una enfermedad grave o se enfrenta a disfunciones familiares patológicas, por ejemplo) y un auténtico perdedor. Lo peor son las implicaciones que tiene no darse cuenta de esta diferencia: si en verdad pienso que los que no son ganadores no lo son porque no se esfuerzan lo suficiente, entonces puedo afirmar que las desgracias que padezcan se las merecen. Y entonces, como dice De Botton, el fracaso se vuelve mucho más aplastante. Porque si depende de mí que me vaya bien o mal (sin importar las circunstancias específicas que han determinado y determinan mis decisiones) y no logro salir adelante, es mi culpa no ser exitoso, no ser un ganador.  

Este argumento suele ser refutado citando ejemplos de personas que superaron adversidades mayúsculas y se convirtieron en gente de éxito. En el colmo de lo absurdo se llega a decir cosas como: “Beethoven fue sordo y compuso la Novena” o “Pistorius no tiene piernas y corrió en los Juegos Olímpicos”. Además, siempre hay alguien que conoce a otro que sufrió mucho y salió adelante: el argumento se vuelve ad hominem y es imposible refutarlo: “Mi abuelo nació pobre y murió millonario”… Pero siempre se trata de ejemplos extraordinarios, es decir, de gente que es todo menos “normal”. Y casi nunca son ejemplos precisos. Beethoven no compuso la Novena porque fue sordo (su genio lo construyó desde niño, cuando su oído era “normal”) y Pistorius tuvo la fortuna de nacer en una familia de clase media alta que le permitió desde recién nacido acceso a buenos médicos y más adelante a entrenadores de alto rendimiento.  Llegados a este punto los coaches de capital humano hablan de Programación Neurolingüística (PNL) y afirman (a veces con insultante condescendencia) que uno se bloquea o se libera dependiendo del discurso que decida programar en su cabeza. “Tú decides si puedes o no; depende de ti”. Y entramos al todoesposiblismo: “Todo es posible si quieres. Deséalo y ocurrirá. Decídelo y sucederá. No te permitas atarte a tus circunstancias y date cuenta de que ser ganador está a un paso de ti: decídete a dar ese paso”. Etcétera. En la superficie el discurso suena alentador, bienintencionado y, aunque no muy lógico, deseable. Pero en el fondo es engañoso. La inmensa mayoría de nosotros no compondrá una Novena por mucho que lo desee (ni por mucho que lo intente). Y eso no tiene nada de malo. Si empiezo mañana a jugar fútbol (por mucho que me dedique a ello) jamás seré Messi ni Maradona. Y eso no me hace un perdedor.

Es perverso decir que todo es posible. Y muy peligroso creerlo. Por una sencilla razón: no es cierto. Nadie nunca es bueno en todo. Y es lo más normal del mundo (y lo más sano) que así sea. Ni siquiera a nuestros ídolos les pedimos tanto. Otro ejemplo deportivo: Álex Rodríguez, el jugador mejor pagado del béisbol profesional (cobra casi 30 millones de dólares por temporada) tiene un porcentaje de bateo de .301. Eso quiere decir que en promedio pega de hit tres de cada diez veces que tiene oportunidad de batear. ¡Tres de cada diez veces! Y es considerado uno de los mejores bateadores de la historia. Otra leyenda de ese deporte, Babe Ruth, bateó para .342… Y estamos hablando de jugadores superlativos, con lugar de honor en el Salón de la Fama, personas a quienes los niños imitan durante sus entrenamientos, no de atletas “normales” cuyo único mérito ha sido lograr practicar su deporte favorito en la liga más competitiva del mundo. Pero, en fin, si ni siquiera a esos seres casi sobrehumanos les pedimos que sean buenos todo el tiempo ¿por qué a nosotros sí nos exigimos eso?

En su conferencia Alain De Botton concluye invitando a reflexionar en torno a lo que consideramos éxito y fracaso. Haciendo un repaso rápido (pero honesto) podemos concluir que esos estándares no son nuestros. Provienen de nuestros padres, parejas, amigos, jefes, compañeros de trabajo… La mayor parte del tiempo nos desvivimos para que ellos no piensen (ni siquiera sospechen) que hemos fracasado y más bien se convenzan de que somos exitosos. Vale. Pero, ¿fracasar o tener éxito según quién? Muy pocas veces nos detenemos a reflexionar si lo que hacemos por ellos lo haríamos independientemente de si ellos estuvieran o no ahí. Y eso es relevante porque, al final, es lo único que importa. Es más sano, creo, asumir que no lo puedo todo. Y que, de hecho, no me interesa poderlo todo. ¿Qué me interesa entonces? Llegar a ser el que quiero ser. No se me ocurre mejor definición de éxito que ésa.