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domingo, abril 26, 2020

No me mires (o, bueno, sí)



Imaginen una mascota electrónica que consiste en un muñeco de peluche con rueditas y una cámara integrada. Su nombre comercial es kentuki. Tienes dos opciones para jugar con él: la primera es como "amo": lo compras (279 USD) y, en cuanto lo conectas al WiFi, permites que alguien (el que eligió la otra opción, y a quien tú no conoces) pueda ver todo lo que haces mientras el juguete esté encendido (y  no eres tú el que tiene esa alternativa). La otra opción para jugar es "ser" el juguete, es decir, la persona que --a través de una tableta o computadora-- controle al kentuki, encendiéndolo y apagándolo a voluntad y aprovechando el limitado movimiento que ofrecen sus rueditas.

Las reglas del juego son que, al menos de inicio, no se puede hacer contacto directo entre el "amo" y el "ser" (uno puede estar en Hong Kong, por ejemplo, y el otro en Oaxaca) y tampoco puedes elegir a quién ver o quién te vea. Estas restricciones, desde luego, pronto empezarán a ser violentadas. Esa es parte importante de la trama de esta novela. 

¿Quién pagaría para que lo vieran? ¿Y quién pagaría para ver? ¿Y qué pasaría si, ya entrado en el juego, me empeño en hacer contacto con la persona a la que veo (o que me está viendo)? Estas son las premisas que detonan Kentukis, la más reciente novela de Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978).

Muy al principio, cualquier persona más o menos "normal" (ojo con las comillas) se negaría en redondo a pagar por observar a alguien, o por ser observado. Pero no hace falta rascar demasiado en lo que ya ocurre con nuestros smartphones para darnos cuenta de que la premisa de Schweblin no es profética, sino costumbrista. Lo que plantea la autora no es que pueda ocurrir, es que ya ocurre: observar y ser observados es la razón de ser de las redes sociales a las que, según estudios, dedicamos más de dos horas al día.

La novela es polifónica: a lo largo de ella, conocemos distintas versiones de "amos" y "seres", algunas más desarrolladas que otras, pero todas con una perspectiva valiosa de esta tentación tecno-voyerista. Otro acierto es que la autora evita el final moralino y facilón de condenar la tecnología o nuestra relación con ella. Permite al lector sacar sus propias conclusiones y reflexionar en torno a lo que haremos cuando tengamos ese artefacto en casa... si no es que lo tenemos ya, conectado a su cargador y con su cámara encendida.
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Kentukis, de Samanta Schweblin, está editada por Random House (2018). La edición digital cuesta $119; la impresa, $285.4.

lunes, septiembre 24, 2018

De cómo un robot puede ser tu próximo compañero de trabajo


Hace algunos años un exalumno me recomendó Crear o morir, de Andrés Oppenheimer. No puedo decir que el autor o el tema (la innovación empresarial o tecnológica) me interesaran especialmente en aquel entonces, pero sus comentarios del libro fueron tan entusiastas que decidí leerlo. El resultado fue muy enriquecedor pues, aparte de enterarme de algunos de los adelantos tecnológicos más importantes de entonces (impresoras 3D, drones), le puso nombre y apellido al miedo atávico que tenemos al fracaso en América Latina (y que compartimos con varias culturas asiáticas). Escribí sobre eso en una entrada anterior de este blog

El nuevo libro de Oppenheimer, parte de un estudio de la Universidad de Oxford que afirmaba en 2013 que el 47% de los trabajos existentes en ese momento estarían en peligro o de plano desaparecidos hacia el 2025. Esto debido al acelerado proceso de automatización de muchos empleos. El autor señala que no se trata de la robotización que desde hace varias décadas se vive en las fábricas (y que continuará en los años por venir), y que afectaba a empleos casi 100% mecánicos. Los empleos de los que hablan los investigadores de Oxford pasan por los periodistas, los asesores financieros, los abogados, los médicos e incluso, sí señor, los profesores. 

La conclusión (previsible sólo hasta cierto punto) es que probablemente no haya razones para pensar tan a pies juntillas que la mitad del mundo estará desempleado en diez años, pero (y esto es lo más importante) definitivamente muchos de esos empleos que hoy consideramos estables y más o menos seguros exigirán de nosotros una transformación que pocos profesionales se están tomando en serio. Sobre todo en América Latina, dice Oppenheimer, seguimos confiados en que el "toque humano" nunca pasará de moda sin darnos cuenta de que en el día a día incluso esos "humanistas" prefieren usar máquinas o apps que de hecho ya retiraron a una o varias personas del mercado laboral (v.g. las máquinas que cobran el estacionamiento o las apps que nos evitan hacer fila en el banco).

Aunque por momentos la prosa de Oppenheimer es reiterativa, esta lectura vale la pena para asomarse a un mundo probable y desconcertante en el que será muy complicado encontrar empleo. La competencia ya no serán nuestros compañeros humanos, sino los robots y computadoras que hasta hace poco eran simples herramientas. La evidencia nos muestra que muy pronto harán casi todo. Y lo harán bien.    
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¡Sálvese quien pueda!, de Andrés Oppenheimer, está editado por Debate. La versión impresa cuesta $349, la digital $169. 

viernes, agosto 25, 2017

Queridos jóvenes: es mejor no leer

Alessandro Baricco
No tengo ninguna duda de que el placer de leer, así como la cultura del libro, están fuertemente relacionados a una derrota. A una herida y a una derrota. Sobre los libros no tengo dudas. Sobre la música, teatro, cine, puede ser más problemático.
Leer es siempre la revancha de alguien que en la vida fue ofendido, herido. Me parece que leer libros es una manera inteligentísima de perder. Relacionado a una especie de renuncia a combatir sobre el campo. No sé si esto tiene alguna relación con la “humanidad ofendida”, de la cual escribía Adorno. Sé que la gente de libros es, por lo general, gente que sufre.
Existe una tendencia a ser sumergido por esta sensación de desequilibrio. Y es verdaderamente peligrosa.
Lo que pensaban de la novela en el siglo XIX las personas de buen sentido, es decir, que era peligrosa, es verdad; y está bien que en el origen de la novela así haya sido percibido. Lo entendieron rápidamente los médicos que prohibían a sus esposas la lectura de novelas, en la pureza áurea de aquel objeto —la novela— entendían una cosa que a nosotros actualmente nos parece ridícula. Pero era verdadera en aquel entonces y permanece como algo que tiene que ver también hoy con la experiencia de leer.
Para ser prácticos, veo a estos muchachos de 16 años que pasean, y que han leído todos mis libros, o bien demasiado Kafka o demasiado Dostoievsky. Los veo. Y cuando me preguntan qué deben hacer, sólo una cosa me llega a la cabeza: “Váyanse a jugar con el balón, tiren los libros, paseen. Córtense los cabellos, píntenselos de verde. Hagan algo. Busquen estar en el adentro. No afuera. Después de ello, regresen a los libros, por caridad, pero no se dejen imbuir”.
Si pienso en los jóvenes de hoy, en lo que leen y lo que no leen, y si desde nuestra experiencia de Tótem puede surgir alguna luz sobre esto, me vienen a la cabeza algunas cosas.
Antes que nada, se necesita una gran disposición de nuestra parte para entender que la geografía del sentido de estos jóvenes es objetivamente distinta de la nuestra. Y no por un proceso de “vulgarización” o “denigración” de aquello que es noble. En lo absoluto. Será noble como la nuestra, pero será distinta.
No se puede pretender que los Quartetti de Beethoven cubran, en la geografía de la inteligencia de estos jóvenes, la misma parte que han cubierto en la geografía de nuestra inteligencia. Y no precisamente por un proceso de degradación. No, simplemente porque la geografía cambia.
Si nosotros, cada vez que se pierde un pedazo de la geografía que nos ha generado, nos ponemos a pensar que ésta es una pérdida estéril del mundo, y si nosotros debiéramos ser así de idiotas para pensar esto en un modo apriorístico y dogmático, no se abrirá jamás un diálogo con estos jóvenes.
Debemos entender que su geografía será igual de noble que la nuestra, y además podría ser más noble, si no existiera ningún vestigio de la nuestra.
Allá donde en nosotros existía un puerto, en ellos no existe nada. Han dejado todo al nivel del suelo para dar vida a un gran estacionamiento. Y nosotros debemos tener una gran e inmensa inteligencia para no despreciarnos por el hecho de que hay un estacionamiento donde había un río, sino entender, antes que nada, toda la geografía. Y pensar —casi como un acto de fe— que nuestra geografía será igual de noble que la de ellos. Porque de hecho es así. Porque a final de cuentas, en los últimos Quartetti, ¿qué criticaba Beethoven? Era el mundo en movimiento. Después, la forma en la cual se puso en movimiento, porque nunca estuvo en nuestras manos elegir dicha forma.
La única cosa que debemos odiar es la inmovilidad. Porque es la muerte, es la dictadura, es el mundo en pausa.
Pero si el mundo comienza a vibrar, necesitamos después, de vez en vez, entender la forma de esta vibración, que no podrá ser siempre la misma.
El problema de la lectura, a final de cuentas, es esto. Si partimos del supuesto de que cada joven que no lee es una pérdida para la civilización, partimos de un supuesto erróneo. Estúpido. No es del todo cierto que, dentro de 150 años, la lectura será el modo, la forma más apta para la creación de sentido, para aprehender la vitalidad de lo real. Sin embargo, ¿esto quiere decir que no se puede hacer nada, que no podemos hacer nada, para transmitir a un joven el sentido de aquello que para nosotros es noble? Nada en absoluto. Nada es grandioso si uno no es capaz de explicar el porqué lo es.
Si los Quartetti de Beethoven son grandiosos sólo porque son los Quartetti de Beethoven, y uno no parte de cero, y no sabe explicar el porqué, aquella grandeza está acabada. Deviene en una imposición, justo a lo que un joven siempre se rebela.
Cuando los jóvenes se rebelan a la lectura únicamente porque les viene dada como un valor inexplicable, porque es mejor que jugar Playstation, es necesario preguntarnos si alguno les ha explicado de manera convincente por qué es mejor. Aparte de que se trata, evidentemente, de una cuestión abierta —no sabemos todavía bien qué cosa sucede en aquel nuevo mundo de mensajes visivos, sensibilidad, velocidades distintas a la nuestra—, es por eso que los jóvenes viven la lectura como una agresión a sus valores.
El libro y el videojuego desde el inicio resultaron contrapuestos. Entonces, o estamos en condiciones de explicárselos, o bien estamos haciendo algo que los alejará más.
En cambio, el desafío es que a alguien que juega con el Playstation le cuentes el Cyrano, y que, de pronto, te escuche. Pero no le puedes decir: "¡Ve al teatro! A ver un Cyrano de Bergerac doctísimo y aburridísimo". Así, nos la jugamos todos, ¡uno después del otro!
Esto nos ayudará también a entender qué cosa está todavía viva y qué cosa está muerta. Cuando, en resumidas cuentas, no puedo explicar a los jóvenes en la escuela Holden, por qué creo que El hombre sin atributos de Musil es un libro para leer, cuando advierto que me canso cada vez más, que cada vez tengo menos credibilidad, y que no logro convencerlos, no sólo quiere decir que no soy lo suficientemente bueno. Sugiere también que quizás, en la nueva geografía que está naciendo, El hombre sin atributos no es un libro importante. Esto es algo muy probable, de lo cual no debemos espantarnos. No lo digo para provocar. Los músicos que Rossini admiraba en su oficio se llamaban Mozart, Haydn, pero otros tenían nombres que hemos olvidado por completo.
Las geografías cambian. Quizá El hombre sin atributos no es importante por siempre. Lo ha sido para mí, para mi generación, pero cuando se comienza a no saber explicarlo, cuando percibes que no te creen, es mejor buscar entender qué cosa está pasando, cuál es la nueva geografía que está naciendo.
Y prepararse para tomarla.
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Extracto del texto leído por el autor el pasado 15 de mayo en la Feria del Libro de Turín, en un panel dedicado al tema de la lectura y recientemente publicado en el libro Totem. L'ultima tournée (Einaudi, 2003).
Traducción de Israel Covarrubias

lunes, marzo 17, 2014

Leer. Despertar.

Hace un rato encontré en Spotify el soundtrack de The Power of One (Avildsen, 1992). Tenía años de no escucharlo. Ésa es una película que me cambió la vida. Ignoro si es buena o mala, sé que su impacto fue devastador en mi existencia preadolescente.


La vi con mi padre en un cine que ya no existe (el Agustín Lara, donde ahora hay un Office Depot) y tengo el recuerdo de haber llorado al terminar de verla. No la he vuelto a ver desde entonces. 
Más allá de la anécdota personal, y del debate acerca de si la película es buena o no, me gustaría compartir con ustedes por qué fue importante para mí: me abrió los ojos a la crueldad y el dolor humano. La trama gira en torno a la vida de un niño blanco que crece en la Sudáfrica del apartheid años antes de la II Guerra Mundial. Ahí toma como maestro de boxeo (y, hasta cierto punto, de vida) a un hombre negro. Pueden imaginar algunos de los giros dramáticos que depara esa pareja de protagonistas. Creo que nunca había sido consciente de una verdad que no me ha abandonado desde entonces: el Mal (así, con mayúscula) es el común denominador de las acciones humanas. Retomo una recientísima lectura que acabo de terminar: el libro Lecturas sobre la lectura, de Alberto Manguel (2011):
Como nos enseña nuestra lectura, la historia es el relato de una larga noche de injusticia: la Alemania de Hitler, la Rusia de Stalin, la Sudáfrica del apartheid, la Rumania de Ceausescu, la China de la Plaza Tiananmen, los Estados Unidos del senador McCarthy, la Cuba de Castro, el Chile de Pinochet, el Paraguay de Stroessner, y una lista interminable de otros más que conforman el mapa de nuestro tiempo. Parece como que vivimos en sociedades déspotas o justo al margen. Nunca estamos a salvo, ni siquiera en nuestras pequeñas democracias. Al pensar en lo poco que tomó para que ciudadanos franceses de bien abuchearan los convoyes de niños judíos metidos como ganado en camiones, o para que canadienses educados apedrearan a mujeres y ancianos en la reservación de Oka cuando los indígenas protestaron por la construcción de un campo de golf, no tenemos derecho a sentirnos a salvo. (Manguel, 379)
Manguel vuelve sobre la misma idea un poco más adelante en ese volumen de ensayos que, huelga decir, les recomiendo ampliamente:
Sólo nosotros vivimos conscientes de que vivimos y, por medio de un código de palabras medio compartido, somos capaces de reflexionar sobre nuestras acciones, sean éstas contradictorias o inexplicables. Sanamos y ayudamos, nos sacrificamos y expresamos preocupación y compasión, creamos artificios maravillosos y artefactos milagrosos para entender mejor el mundo y a nosotros mismos. Y al mismo tiempo, construimos nuestras vidas sobre supersticiones, acumulamos sin otro propósito que la avaricia, causamos dolor deliberado a otras criaturas, envenenamos el agua y el aire que necesitamos para vivir, y finalmente llevamos nuestro planeta al borde de la destrucción. Todo esto lo hacemos con plena consciencia de nuestras acciones, como si estuviéramos sumergidos en un sueño en el que hacemos lo que sabemos que no debíamos y nos abstenemos de hacer lo que deberíamos. (Manguel, 405-406)  
No soy tan ingenuo como para asumir que conozco el momento o los motivos que determinan si estamos de un lado o del otro, si somos buenos o malos. Constantemente cruzamos esa frontera sin un patrón establecido. Todos somos capaces de la abyección más perversa y de la más sublime bondad. Y por ello, porque cruzamos alegre y pesarosamente a la vez esa línea esgrimiendo nuestro libre albedrío como suficiente razón para ello, pienso que Manguel tiene razón: no tenemos derecho a sentirnos a salvo. Así las cosas, lo menos que podemos hacer es mantenernos atentos, conscientes. Despiertos.  

sábado, diciembre 28, 2013

La verdad de "La verdad sobre el caso Harry Quebert"

Hoy terminé de leer La verdad sobre el caso Harry Quebert, primera novela publicada de Joël Dicker. El verano pasado me enteré de que fue el libro de moda en Europa, favorito de los editores en la Feria de Frankfurt en 2012 y tal. Su extensión (¡663 páginas!) me hizo desistir de comprarlo al principio pero hace unos días leí esta entrevista que le hizo Jesús Ruiz al autor y decidí que la novela se convertiría en una de mis lecturas de vacaciones. 
No me arrepiento. Se trata de una novela muy bien escrita y que, como promete su campaña de mercadotecnia, engancha desde el principio. No es un libro de lectura exigente, pero integra los elementos literarios necesarios para sentir que no estás leyendo algo de Dan Brown o Katzenbach. La estructura es relativamente compleja (muy bien llevada) y abona con eficacia a la construcción del suspenso que se mantiene hasta las últimas páginas.
La recomiendo si: quieres leer una novela policiaca sumamente entretenida, bien escrita y cumplidora con los estándares del género.
No la recomiendo si: buscas un producto literario complejo, estilísticamente retador y/o que redefina los lindes de la ficción criminal. 
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Calificación ergozoom: 80/100

jueves, noviembre 14, 2013

Larga vida al panda


Hace algunos días me topé con este texto en el que Adam Gopnik, crítico de arte de The New Yorker, se pregunta sobre la relevancia de estudiar y enseñar literatura. La cuestión me sonó conocida, y no tardé en recordar que hace más de una década, cuando estudiaba (precisamente) una licenciatura en Letras, fui invitado a participar en el Primer (y último) Encuentro de Facultades de Letras con el objetivo de responder a las preguntas ¿Para qué y por qué estudiar Literatura? He releído la respuesta que esbocé entonces y, aunque encuentro un poco chocante la primera parte, sigo de acuerdo en lo esencial. El texto fue publicado originalmente en octubre de 2002 en Mediaciones, revista de la sociedad de alumnos de la Universidad del Claustro de Sor Juana.
Larga vida al panda 
A mis amigos del Claustro, con afecto y gratitud.

Lo he intentado en los últimos días pero, por más que me esfuerzo, no puedo imaginar un encuentro de Facultades de Medicina organizado en torno a la pregunta ¿Por qué estudiar Medicina?, ni otro de Administradores que lo haga en torno a ¿Para qué administrar empresas? ¿Por qué nosotros sí lo hacemos? Supongo que ellos asumen de manera natural su existencia, su necesidad de existir. Imagino que a ellos simplemente no les pasa por la cabeza organizar un Encuentro para tratar esos temas porque reconocen fácilmente los favores que le hacen cotidianamente al mundo. ¿Por qué nosotros no? Es como presentarnos disculpándonos por la carrera elegida; es, además, un acto innecesario, porque se trata de una decisión personal, e injusto porque la duda en este caso abarata algo que sigue siendo caro. Muy caro. Y abaratarlo nosotros mismos, para quienes nos debería ser más caro aún, me parece peor. De cualquier modo, la pregunta está sobre la mesa y responderla me ha resultado un buen ejercicio de autorreflexión que deseo compartir con ustedes, por muy fuera de lugar que la cuestión me parezca.
Entonces, ¿por qué estudiar Literatura? Estudio Literatura por tres razones: porque me gusta, porque es necesario y ¿por qué no? Suena simple. Y lo es. Curiosamente, mientras trabajaba este texto, llegó a mis manos otro de George Steiner, el discurso que pronunció tras recibir el Doctorado Honoris Causa por la Universidad de La Sapienza, hace poco más de dos años. Steiner dirigió su perorata a los nóveles alumnos de Humanidades y la tituló “Malos consejos”. Haciendo una última revisión de esta ponencia me di cuenta de que sus malos consejos y mis razones para estudiar Literatura son de alguna manera similares, aunque no necesariamente compatibles. El texto que hoy expongo es a la vez una respuesta a la pregunta planteada por los organizadores de esta mesa, un ejercicio de autorreflexión y una vuelta de tuerca a los malos consejos de Steiner.
Porque me gusta 
El primer consejo que Steiner nos da a los estudiantes de Humanidades es no negociar nuestras pasiones. Caería en un lugar común al decir que yo no podría vivir sin Literatura, pero voy a correr el riesgo porque no tengo otra forma de decirlo: no puedo vivir sin Literatura. Puedo, sí, dejar de ir a estadios de fútbol e incluso ausentarme de las salas de cine durante prolongados de tiempo, pero no puedo pasar varios días sin leer y sin escribir. Creo que, puesto así, mi gusto por las Letras bien puede considerarse una pasión. Pero de ahí a no negociarla (y nunca, como aconseja Steiner), eso no.
Aunque, aclaro, primero debería aclarar lo que entiendo por negociar. En el medio literario, y en el sentido en el que creo que Steiner escribió su discurso, negociar se entiende en su acepción de comercio. De entrada no le encuentro a eso algo malo (si no, que arroje la primera piedra aquel autor que escribe para no ser leído, es decir, -eufemismos aparte- para no vender sus libros) pero comprendo bien el prejuicio que despierta el comerciar con las Letras, con nuestra pasión: hay por ahí un teorema, que muchas veces, como toda lógica, resulta correcto pero no verdadero, que da por hecho que la calidad del trabajo literario es inversamente proporcional a la cantidad de dinero que se gana haciéndolo. No me detendré en este punto porque el que me interesa es el otro sentido de la palabra negocio, pero dejaré claro lo que pienso al respecto: pienso que el teorema es cierto por lo menos las mismas veces que resulta equivocado.
La otra acepción del término negociar es pactar. Es decir, hay una manera de hacer que las dos partes ganen; hay una manera de que los buenos escritores sigan escribiendo al firmar un contrato con las grandes editoriales para que éstas, a su vez, no dediquen su catálogo exclusivamente a éxitos de dudosa calidad literaria. La ecuación en este sentido resulta bastante más complicada de llevar a cabo, pero es tan posible que ocurre en más casos de los que nos imaginamos. El punto es que sí se pueden negociar las pasiones, quizá incluso se deben negociar, sin que esto signifique, como ya es común pensar, un acto mercenario por parte del artista y otro rapaz por parte del editor. Algo que no se negocia, en este sentido, no puede evolucionar; una idea que no se intercambia no tiene futuro; una pasión encerrada en sí misma no llegará a ser algo más que un capricho. Por eso, porque me gusta la Literatura, porque es la pasión de mi vida, la negocio y la comparto; la pacto y la intercambio: porque amo lo que hago y deseo seguir haciéndolo.
Porque es necesario
Mi segunda razón para estudiar Literatura es eminentemente social: creo que es necesario para el entorno en el que vivo. En este caso Steiner y yo vamos de la mano: él nos propone ser conscientes de la fragilidad política y social de nuestra pasión. Yo pienso además que la Literatura es necesaria porque sin ella la búsqueda de la Verdad resultaría demasiado aburrida: la Filosofía no sabe cuidarse sola.
Pero hay otros motivos: aparte de la Verdad, la Literatura da sentido a otros valores e incluso a las más descaradas mentiras. Mucho más aún: aparte de la Verdad y la Belleza, la Literatura ha sido capaz de crear otro par de motores del Hombre: la Libertad y el Amor. Sin Literatura, la Libertad seguiría siendo asumida como la entienden las vacas y nos bastaría con pacer en el campo. Gracias a las Letras es todo lo demás: es el Quijote peleando contra molinos de viento, Jean Valjean aferrándose a su posibilidad de ser feliz y Alberto Caeiro escapando de la metafísica. Y, sobre todo, lo último: el Amor, un acto que la ciencia no podrá explicar jamás (no, al menos, convincentemente) porque trasciende las reacciones químicas y los impulsos eléctricos: es un hecho de Letras; el amor son los versos del Gilgamesh, son el Cantar de los Cantares, Romeo y Julieta y Madame Bovary; el amor es algo que las Letras le han hecho al mundo y que deben seguir haciéndole. Y esto conlleva, sin duda, implicaciones políticas y sociales de las que es mejor estar conscientes (como apunta Steiner) porque, de no ser así, lo que sigue es la barbarie. Y ya hemos hecho bastante como para no seguir haciendo un poco más.
¿Por qué no?
El tercer mal consejo de Steiner es no abaratar la Literatura. Afirma que ninguno de sus colegas matemáticos, físicos o químicos en Cambridge se avergüenza de decirle a un candidato a graduarse que no está lo suficientemente preparado como para seguir adelante. En cambio nosotros, los humanistas, cada vez pedimos menos. Les hemos dicho a todos: vengan, vengan, todo es muy sencillo, no se desanimen.
Incluso me parece que ha ocurrido algo peor: ante el poco éxito de la venta de garaje en que convertimos a las Humanidades, muchos humanistas han empezado a creer que en verdad vale muy poco la pena dedicarse a lo que se dedican. Es significativo el hecho de que algunos profesores de Literatura sigan presentándose ante sus alumnos con una advertencia que más bien parece maldición: en el mundo real, afirman, es imposible vivir de las Letras, pero qué bueno que todavía hay gente como ustedes, con vocación de mártires, que estudien Literatura. ¿De dónde ese pesimismo? ¿Desde cuándo empezamos a creernos el cuento de que hay motivos reales para pensar en no estudiar Literatura? Un cuento que, además, inventamos nosotros mismos, porque fuera del medio literario nadie ve con tanto recelo la actividad de leer y escribir como nosotros. La televisión, la radio, el cine, las agencias de publicidad, la política: todas esas actividades requieren hoy más que nunca de más y mejores lectores y escritores, de ideas nuevas que convulsionen el pensamiento de millones. Pagando, por qué no decirlo, también millones por ese trabajo. Pero volvemos al círculo vicioso descrito arriba: el prejuicio de oficio obliga a pensar que trabajar para los mass media es una actividad frívola y contaminadora del arte verdadero, puro, inmaculado. Para consuelo de quienes así piensen, siempre quedarán buenas editoriales y publicaciones periódicas especializadas que den cabida a su trabajo (que, esperemos, no sólo sea marginal sino también bueno). Pero si algunos de nosotros no nos decidimos a luchar en otras trincheras, no nos asombremos de que otros cuya pasión no sea la Literatura lo hagan. Y mucho menos nos lamentemos de que no lo hagan tan bien como podríamos hacerlo nosotros. Si en estos frentes no hacemos Literatura quienes la amamos, lo harán otros quizá menos dignos pero seguramente más audaces y usurparán las funciones de esa pasión por la que todos los que estamos aquí vivimos. Es cierto: la Literatura ha sido desde siempre una actividad marginal, elitista, pero ¿quién dice que ésa es su única condición posible, sobre todo teniendo en cuenta las oportunidades que el mundo presenta para su evolución en otros terrenos?
“Si hay más como tú que deciden no participar en el juego, a la gente como yo le resultará más fácil ganar”, dice un yuppie en la celebérrima Generación X de Douglas Coupland. El problema, creo yo, es que los literatos llevamos mucho tiempo haciéndonos a la idea de no participar en el juego: nos estamos conformando con encajar en el estereotipo, con ratificar el cliché y arrellanarnos en el cómodo sillón forrado de prejuicios cuya procedencia es mayoritariamente literaria y no tanto social. Estamos a punto de convertirnos en el panda de las Humanidades: marginados ya en exclusivísimos y cada vez menos centros de investigación, a pesar de tener a la mano todas las facilidades de desarrollo posibles y, sin embargo, negándonos a la procreación. Parecemos decididos a la muerte lenta, cómoda, digna, pero sobre todo segura y para evitarla nos limitamos a apelar a la lástima del mundo entero. Nos estamos resignando. Y el mundo empieza a creer que estamos muertos.
Entonces, ¿por qué estudiar Literatura? Porque me gusta, como ya quedó bien claro. Porque la considero una actividad necesaria, no de ahora, de siempre. Y porque pienso que este es un momento estupendo para demostrar al mundo, a la ciudad, a cualquier persona que la Literatura vale la pena, hace feliz y se paga bien. Las pruebas están al alcance de cualquiera con un poco de talento, mucha disposición a trabajar duro y un par de oportunidades, como en cualquier otra carrera. Porque, también como en cualquier otra carrera, la Literatura no necesita justificar su existencia, sino demostrarla como, de una u otra forma, todos lo hacemos al estar aquí. Afortunadamente. Estar aquí me demuestra, nos demuestra, les demuestra que el panda todavía está vivo, que le gusta jugar y lanzarse por la resbaladilla. Y que, mientras a nosotros nos siga fascinando escribir y encantando leer, hay esperanza todavía.
D.F., México, noviembre de 2001

martes, octubre 29, 2013

¿Y para qué leer?


¿Y para qué leer? ¿Y para qué escribir?...

Gabriel Zaid esboza una respuesta en nuestro segundo episodio del podcast de ergozoom. El texto completo pueden encontrarlo en Los demasiados libros (DeBolsillo, 2010). La música original es de José Luis Esquivel, así como la producción del podcast. La canción del cierre es "How It Ends" de DeVotchKa (probablemente la recuerden por los créditos finales de Little Miss Sunshine). 


miércoles, agosto 21, 2013

Empezar a leer


Una de las preguntas más difíciles de responder para cualquier lector más o menos avezado es ésta: ¿Cómo empezaste a leer? Me la han hecho varias veces y siempre respondo con un dejo de vergüenza. Supongo (quiero pensar que equivocadamente) que las personas que me hacen esa pregunta esperan por respuesta títulos como la Ilíada o autores de la talla de Cervantes. La verdad es mucho menos rimbombante. 

Ahora, sin el pudor que impone el bluff intelectual, puedo decir que siento una inmensa gratitud por publicaciones como Selecciones del Reader's Digest. Cuando tenía entre ocho y diez años de edad, pedía a mis papás que me la compraran en Sanborns. Recuerdo tratar cada ejemplar como sigo tratando muchos de mis libros. Estoy casi seguro de que la coleccionaba, pero no he encontrado ningún ejemplar de entonces.
Por la misma época encontré en la biblioteca familiar varios fascículos de la colección Joyas literarias juveniles, que ofrecía en forma de novela gráfica obras de Poe, Stevenson y London, entre muchos otros. La impresión era paupérrima y las ilustraciones tampoco eran buenas, pero a mi parecer los textos mantenían su esencia y me permitieron acercarme así a obras que disfruté con mucho placer años después.  
Creo que Mafalda fue en buena medida la razón por la que me acerqué a la radio, que se convertiría en parte fundamental de mi vida al inicio de mi carrera profesional. Siempre me sentí seducido por la imagen de Mafalda bailando al ritmo de Los Beatles o pronunciando alguna de sus punch-lines después de escuchar el noticiario. Releí hasta deshojarlos muchos de los volúmenes que entonces editaba Promexa.
Pero quizá los textos que más añoro de aquellos tiempos son los de la serie Elige tu propia aventura, editados por la catalana Timun Mas. Los descubrí gracias a mi mejor amigo y también vecino en aquel entonces, Jorge Pedro Uribe. Edward Packard (iniciador de la serie) era para nosotros poco menos que un genio. Desde entonces he encontrado en muy pocas ocasiones el inmenso placer que me producía una lectura que implicaba mi participación activa.

Leer es para mí un acto tan necesario y placentero como comer, beber o hacer el amor. Por eso cuando encuentro alumnos embebidos en sagas como las de Harry Potter, Crepúsculo o Los juegos del hambre no puedo sino esbozar una sonrisa y pensar que, probablemente, esos chicos han iniciado ya el largo camino que yo empecé con novelas gráficas y libros de aventuras. Estoy de acuerdo con Harold Bloom cuando dice que la lectura es un placer difícil, pero pienso que, sobre todo, es un placer. Ése es el mejor principio que puedo imaginar para un lector que inicia: que disfrute. Lo demás (la voluntad de enfrentarse a textos difíciles) tarda en llegar, pero llega. Y también es un placer.       

domingo, julio 21, 2013

Tolle, lege

(Agradezco a Claudia Huerta la recomendación del video que ilustra esta entrada)
Hace algunos días concluí la lectura de La buena y la mala educación. Ejemplos internacionales, de la profesora sueca Inger Enkvist. Hay mucho qué comentar al respecto, pero me gustaría dedicar esta entrada del blog a la columna vertebral del libro: la importancia del dominio de la lengua materna que ha propiciarse durante la educación escolarizada.
Vale la pena recordar el dato de que México es el último lugar en la prueba PISA que aplica la OCDE cada tres años. En 2009, cuando el examen se concentró en comprensión lectora, los resultados fueron alarmantes: 40.1% de los adolescentes que presentaron la prueba se ubicaron en un nivel de comprensión insuficiente para acceder a estudios superiores y desarrollar las actividades que exige la vida en sociedad. 
Es muy triste leer ese dato, “darle el golpe”, pero es peor lo que viene después: la reflexión en torno a ese fracaso. Porque es muy fácil llenarse la boca culpando al sindicato, a los maestros, al gobierno, a los videojuegos, a las nuevas tecnologías y a un montón de chivos expiatorios más. Lo difícil es aceptar el otro dato: que en México leemos 2.9 libros al año. El plural (leemos) nos incluye a los adultos que educamos a los adolescentes que cada tres años presentan la prueba PISA. ¿Cómo les reclamamos a los jóvenes cuando en muchos casos nosotros mismos no hemos desarrollado el hábito de la lectura? Y es que en casa los padres tampoco leen: en el 55% de los hogares mexicanos hay menos de 10 libros no escolares; sólo el 2% tiene más de 100 libros en casa. Pero, ¡tranquilos!, por fortuna tenemos a los profesores, faros de luz que leen mucho y recomiendan estupendas lecturas a sus alumnos… ¿O no? Pues no. Entre adultos los profesores leen menos que el promedio nacional, es decir, 2.6 libros al año. Y si los profesores no leemos, ¿con qué cara entramos a un salón para invitar a nuestros alumnos a leer (en caso, claro, de que los invitemos y no los forcemos a hacerlo)?
Lo interesante es que, como dice Enkvist en su libro: "Sólo una pequeña parte del aprendizaje de la lengua se hace en las clases de lengua y literatura. La parte más importante del desarrollo del lenguaje tiene lugar durante el estudio y el uso del lenguaje en otras materias, mientras se lucha con las tareas escolares en casa y durante la lectura que realizan los alumnos durante su tiempo de ocio". (Enkvist, 178-179)
En otras palabras: el desarrollo de habilidades de comprensión de lectura no es facultad exclusiva de los profesores de Español. Sin importar la materia que impartan, todos los profesores son corresponsables en esta tarea. Es una pena, en este contexto, que la mayoría de los profesores lean tan poco. Y que de hecho esgriman la excusa de siempre para explicar esa deficiencia: "No tengo tiempo". En el ámbito académico, más que en cualquier otro, la lectura es un deber, no un lujo; una responsabilidad, no un hobby; una pasión, no un entretenimiento. 
Hace unos días Samuel Gitler, matemático miembro de El Colegio Nacional y de la Academia Mexicana de las Ciencias, declaró la necesidad de concentrar la atención en el desarrollo del hábito de lectura: "Basta que la gente aprenda a leer en español; ello será ganancia. Las matemáticas deben venir después". Gitler se refiere a la dificultad que observa en sus alumnos al momento de enfrentarse a problemas mal redactados incluso por especialistas. Y es que es tan obvio que a veces lo olvidamos: todas las materias deberían impartirse en una lengua que el estudiante, presumiblemente, debe dominar: su lengua materna. Si no la domina, tendrá problemas para comprender no sólo los versos de Neruda, sino también las lecciones de Historia y los problemas de matemáticas (que requieren de la lengua para ser expresadas). 
Creemos que dominamos la lengua española porque llevamos hablándola toda nuestra vida, pero el dominio no se limita al uso instrumental para efectos de comunicación. "Recibir una lengua en herencia es algo enorme, porque nos permite situarnos metafóricamente a hombros de nuestros antepasados (...) La lengua es un instrumento para entender el mundo y para expresarse, pero no es un saber natural en el ser humano; es un producto cultural y sólo llega a ser nuestro si aceptamos el trabajo de aprender a conocerla". (Enkvist 218-219).
No, la tragedia no está en los adolescentes que presentan la prueba PISA cada tres años; está en los adultos que no han asumido la responsabilidad de transmitir correctamente el legado de la lengua española a esos jóvenes. Basta revisar los mensajes que recibimos todos los días (vía mail, Twitter, Facebook...) para darnos cuenta de que el dominio es ilusorio: profesionistas que no acentúan mayúsculas (¡o no acentúan!), líderes incapaces de redactar o leer con corrección una cuartilla completa y adultos que responden sin rubor "Ninguno" cuando se les pregunta qué libro están leyendo... Tal es el verdadero problema. Lo demás es consecuencia de éste.  
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Enkvist, I. (2011). La buena y la mala educación. Ejemplos internacionales. Madrid: Encuentro. 

jueves, marzo 28, 2013

Saldos del Remate


El Remate Anual del Libros en el Auditorio Nacional me produce sentimientos encontrados. Por una parte me da mucho gusto que decenas de miles de personas acudan al Auditorio a comprar libros y revistas en buen estado a precios asequibles; por otro me causa escozor pensar que en realidad se va a comprar basura: son libros que las editoriales no pudieron vender y ahora, con el lastimero pretexto de “salvarlos”, se ponen a la venta a precios reducidos en un recinto que al menos hoy fue desbordado por los miles que nos dimos cita en el cuarto de siete días de venta (cifras del propio Auditorio indican que solo hoy estuvimos ahí 26,900 personas).
En un país en el que se leen 2.9 libros por persona al año, ésta debe ser una imagen halagüeña 
(Foto: Tomada del Facebook del 7º Remate)
Desde mi perspectiva como lector y comprador de libros (que no siempre son lo mismo) un requisito indispensable para realizar ambas actividades es la calma. En el segundo caso (la compra) hay que poder detenerse, hojear el contenido, leer las solapas, consultar el índice (escudriñar el paratexto, diría Genette) y, al menos en mi caso, guardar los libros que interesen para al final decidir cuáles son dignos de ser llevados a la caja. Nada de esto puede hacerse en el Remate.  Sobre todo en los stands de las editoriales grandes (Alfaguara, Anagrama, Random House, UNAM) hay que pasarse la billetera a alguna bolsa delantera del pantalón y prepararse para recibir y propinar dos o tres codazos y alguna impúdica caricia seguida de un “Perdón-comper-gracias-pásele” para recorrer en fila india los estrechos pasillos rodeados de libros, a la mayoría de los cuáles sólo se les puede pasar la mirada encima, pero no las manos. ¿Detenerse a ver algo con atención? Sólo si estás dispuesto a que algún desconocido te respire en la nuca y/o te pida que avances espoleándote con un llegue a los talones.
Los precios, cumplidores. Raro ver libros caros. La calidad del material, variable: hay muchos libros nuevos (la mayoría) pero hay algunas editoriales (Limusa) que parece haber llevado libros de texto recogidos a niños de primaria y secundaria. Otras (Paidós, CONACULTA) decepcionan por su escasísima oferta. Con mucha paciencia y algo de suerte se pueden encontrar excelentes títulos a precios inmejorables, pero hay que saber buscar y sobre todo, insisto, no desesperarse con las filas o los empujones.
El Remate es una buena oportunidad si se sabe lo que se desea: ir sólo a ver qué se pesca (como fui hoy) puede terminar siendo frustrante porque el entorno no se presta para la exquisitez de comparar ediciones o la finura de sentarse a leer algunas páginas de esa novela que te recomendaron pero no estás seguro de si comprar o no.
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El 7º Remate de Libros del Auditorio Nacional termina el domingo 31 de marzo a las 7pm. El viernes 29 hay venta nocturna de 7 a 11pm: se anuncian rebajas de hasta el 80% en libros de las editoriales participantes. La entrada es gratuita.