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lunes, septiembre 24, 2018

De cómo un robot puede ser tu próximo compañero de trabajo


Hace algunos años un exalumno me recomendó Crear o morir, de Andrés Oppenheimer. No puedo decir que el autor o el tema (la innovación empresarial o tecnológica) me interesaran especialmente en aquel entonces, pero sus comentarios del libro fueron tan entusiastas que decidí leerlo. El resultado fue muy enriquecedor pues, aparte de enterarme de algunos de los adelantos tecnológicos más importantes de entonces (impresoras 3D, drones), le puso nombre y apellido al miedo atávico que tenemos al fracaso en América Latina (y que compartimos con varias culturas asiáticas). Escribí sobre eso en una entrada anterior de este blog

El nuevo libro de Oppenheimer, parte de un estudio de la Universidad de Oxford que afirmaba en 2013 que el 47% de los trabajos existentes en ese momento estarían en peligro o de plano desaparecidos hacia el 2025. Esto debido al acelerado proceso de automatización de muchos empleos. El autor señala que no se trata de la robotización que desde hace varias décadas se vive en las fábricas (y que continuará en los años por venir), y que afectaba a empleos casi 100% mecánicos. Los empleos de los que hablan los investigadores de Oxford pasan por los periodistas, los asesores financieros, los abogados, los médicos e incluso, sí señor, los profesores. 

La conclusión (previsible sólo hasta cierto punto) es que probablemente no haya razones para pensar tan a pies juntillas que la mitad del mundo estará desempleado en diez años, pero (y esto es lo más importante) definitivamente muchos de esos empleos que hoy consideramos estables y más o menos seguros exigirán de nosotros una transformación que pocos profesionales se están tomando en serio. Sobre todo en América Latina, dice Oppenheimer, seguimos confiados en que el "toque humano" nunca pasará de moda sin darnos cuenta de que en el día a día incluso esos "humanistas" prefieren usar máquinas o apps que de hecho ya retiraron a una o varias personas del mercado laboral (v.g. las máquinas que cobran el estacionamiento o las apps que nos evitan hacer fila en el banco).

Aunque por momentos la prosa de Oppenheimer es reiterativa, esta lectura vale la pena para asomarse a un mundo probable y desconcertante en el que será muy complicado encontrar empleo. La competencia ya no serán nuestros compañeros humanos, sino los robots y computadoras que hasta hace poco eran simples herramientas. La evidencia nos muestra que muy pronto harán casi todo. Y lo harán bien.    
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¡Sálvese quien pueda!, de Andrés Oppenheimer, está editado por Debate. La versión impresa cuesta $349, la digital $169. 

lunes, mayo 14, 2018

Tres libros para enseñar mejor


Aprovecho la llegada del Día del Maestro para recomendarles tres lecturas que han marcado una diferencia notable en mi forma de asumir la actividad a la que desde hace once años dedico mi vida: la educación. Si son padres y/o profesores les aseguro que estas obras les abrirán caminos a destinos desconocidos, pero que necesitan conocer.  
Lecciones de los maestros, de George Steiner (2004)
George Steiner (París, 1929), legendario profesor de literatura comparada y uno de los intelectuales más importantes del último medio siglo hace un recorrido de lo que significa ser maestro desde Sócrates hasta nuestros días, pasando por Jesús, Dante, Nietzsche y la tradición confucianista. ¿Por qué un profesor decide serlo? Y, como alumno, ¿qué sentido tiene asistir a clases en la era Google y Wikipedia? Responde el profesor Steiner: “Ningún medio mecánico, por expedito que sea; ningún materialismo, por triunfante que sea, pueden erradicar el amanecer que experimentamos cuando hemos comprendido a un Maestro. Esta alegría no logra en modo alguno aliviar la muerte. Pero nos hace enfurecernos por el desperdicio que supone porque llega un momento, siempre inevitable, en el que ya no hay tiempo para otra clase”.
Este libro me fue recomendado por Eduardo Díaz, alumno de la primera generación a la que di clases. Desde entonces he leído mucho sobre pedagogía, pero nada con la densidad filosófica desde la que Steiner aborda el tema.
Crear o morir, de Andrés Oppenheimer (2014)
No es precisamente un libro sobre educación, sino sobre innovación. Fue el primero que me puso clara la triste y enfadosa realidad de que en nuestro sistema educativo aniquilamos el sentido de riesgo que implica aprender en serio. Con este libro me di cuenta de lo acostrumbrados que estamos a “formar alumnos” para pasar pruebas que muy poco tienen qué ver con la vida real y cómo los condenamos a la mediocridad al convertirlos en timoratos que buscan certeza y estabilidad prácticamente sin haber vivido. Nos llenamos la boca cacareando las personalidades de Jobs, Gates, Zuckerberg y Branson… pero a la hora buena los formamos con el molde del Godín bien remunerado.
Este libro me lo recomendó también un exalumno, Diego Lara, una tarde que acudió a mi oficina para relatarme una crisis vocacional que atravesaba entonces. “Siento que no estoy aprendiendo nada en la universidad, que estoy perdiendo el tiempo”, me dijo. Leí el libro y lo entendí perfectamente.
Los bárbaros, de Alessandro Baricco (2009)
Este libro llegó a mis manos gracias a mi colega Claudia Magos. En él, Baricco analiza con muy altos vuelos literarios la brecha abierta entre jóvenes y adultos. Habla de la facilidad con la que los segundos calificamos a los primeros despectivamente (de “bárbaros”, en su acepción de "incivilizados", poco menos que salvajes). Pero sobre todo habla de lo mucho que perdemos cuando nos conformamos con esas etiquetas fáciles. Cuando escribió el libro, Baricco rebasaba ya la cincuentena, pero no se conformó con el cliché fácil de cargar contra la generación de Snapchat e Instagram. En vez de eso, intentó algo más digno de un profesor y padre inteligente (y bastante más difícil): comprenderlos. Su texto no concluye con la certeza falsa de "entender a los jóvenes", sino con la valiosa invitación a intentar hacerlo. Es un ensayo brillante y, desde mi perspectiva, nitroglicerina pura para muchas ideas dañinas pero muy cómodas que siguen vivitas y coleando entre profesores y padres de familia.  

miércoles, abril 01, 2015

La innovación es una enfermedad que se cura con los años.


Recupero una de las inquietudes que Andrés Oppenheimer presenta en su libro ¡Crear o morir! (Debate, 2014), y que tiene que ver con la cultura de la innovación. Él señala que hay un consenso generalizado en el sentido de que los países latinoamericanos "deben mejorar la calidad de la educación, estimular la graduación de ingenieros y científicos, aumentar la inversión en investigación y desarrollo, ofrecer estímulos fiscales a compañías que inventen nuevos productos, derogar las regulaciones burocráticas que dificultan la creación de nuevas empresas, ofrecer más créditos a los emprendedores y proteger la propiedad intelectual". Todo esto, sin embargo, puede resultar inútil "a menos que exista una cultura que estimule y glorifique la innovación".
    
¿Qué es una cultura de la innovación?
Oppenheimer responde: "Es un clima que produzca un entusiasmo colectivo por la creatividad y glorifique a los innovadores productivos de la misma manera en que se glorifica a los artistas o a los deportistas, y que desafíe a la gente a asumir riesgos sin temor a ser estigmatizados por el fracaso. Sin una cultura de la innovación, de poco sirven los estímulos gubernamentales, ni la formación masiva de ingenieros, ni mucho menos los parques tecnológicos que promueven varios presidentes".

Es, en suma, una cultura en la que el riesgo y su primo hermano el fracaso no se penalizan, sino que —al contrario— se valoran en el entendido de que ninguna idea genial surgió sin decenas de intentos previos (que terminaron, sí, fracasando). 

Me llama la atención esta idea porque me parece poderosa y, sobre todo, porque no considero que haya permeado en nuestro sistema educativo, ni en nuestra cultura. No sólo entre mi generación sino, más preocupantemente, entre integrantes de la nueva (nacidos a partir de 1995) sigo percibiendo un temor atávico al fracaso. De algunos de mis exalumnos, hoy jóvenes en sus primeros 20's, escucho la necesidad de encontrar un trabajo estable, que pague sus cuentas. ¿Arriesgarse a inventar algo, iniciar su propia empresa o dedicarse en serio a alguna actividad artística? "Pepe, seamos serios por favor".

Incluso de los más jóvenes, que todavía no entran a la universidad, he percibido la necesidad de contar con un plan de carrera bien definido (en los términos que, por supuesto, propone el entorno que conforman sus padres y escuela), una especie de hoja de ruta que les garantice que, si la siguen con diligencia, en unos años tendrán un empleo estable y, quizá, serán felices. Es raro al que le noto la convicción (tan cacareada por los teóricos de las nuevas generaciones) de que su destino no consiste en buscar trabajo sino inventarse uno.  

Por todos lados bombardeamos a nuestros jóvenes con videos y frases de Steve Jobs, Bill Gates, Richard Branson y un largo etcétera de emprendedores que se han arriesgado muchas veces (y fracasado otras tantas) para lograr el éxito que hoy les admiramos.  Sin embargo algo en nuestra cultura, algo viejo pero muy fuerte, no permite que esas ideas aniden entre nuestros más jóvenes. Por alguna espantosa razón siguen considerando que lo mejor es seguir el guión que alguien les pone enfrente en vez de crear el suyo aún a riesgo del fracaso. Esta última palabra paraliza a casi cualquier persona que conozco (y me interesan, sobre todo, mis alumnos y exalumnos). Ante la simple idea del fracaso su semblante se endurece y sus ideas también. Esgrimen el argumento (de sus padres, de sus abuelos) de que la vida es de tal manera (como lo fue hace treinta o cuarenta años) y que, bueno, la juventud es una enfermedad que se cura con la edad. 

Leo en el libro de Oppenheimer que una de las preguntas recurrentes en las entrevistas de trabajo en Silicon Valley se refiere a cuántas empresas has iniciado (no llevado a la cumbre del Dow Jones, sino simplemente iniciado) y pienso en mis alumnos y exalumnos respondiendo, desconcertados: "Ninguna, pero me gradúe con mención honorífica (o algún otro mérito equivalente)". Algo estamos haciendo muy mal si el principal mérito de nuestros jóvenes es un documento que "avale" (así, entre comillas) ciertas competencias que, en el mundo real (y el que sigue en las próximas décadas), deberían poderse mostrar en acción y no sólo mediante un certificado. Documento que, por cierto, les habrá costado el equivalente en tiempo y dinero a lo suficiente para haber iniciado varias empresas, una de las cuales podría estar pagando sus cuentas y perfilándolos como competidores globales en vez de esperar a los 22 o 23 años que su carrera profesional inicie cobrando como empleados en alguna empresa o compitiendo contra colegas de su edad que tienen a cuestas la experiencia de dos o tres start-ups.

Ni duda cabe: hay mucho camino por andar.

lunes, marzo 30, 2015

La escuela en 2025, según Salman Khan


Salman Khan (1976) es el fundador de la Khan Academyorganización sin fines de lucro que ofrece una herramienta de educación personalizada en línea; recursos están disponibles en su totalidad de forma gratuita. Las siguientes líneas forman parte del libro ¡Crear o morir!, de Andrés Oppenheimer (Debate, 2014).

Me imagino que el aula de 2020 o 2025 (y espero que pase antes que eso, porque yo tengo dos niños, uno de cuatro y uno de dos años) definitivamente será un aula física. Ese espacio va a ser el eje del aprendizaje. Espero que el aula en sí sea diferente de lo que nosotros recordamos, que era como un museo. En vez de tener 30 niños en un aula con un maestro, y otros 30 niños con otro maestro en el aula de al lado, espero que podamos empezar a romper las paredes. La única razón por la que se necesitaban esas paredes antes era porque la escuela estaba basada en lecciones, en las clases. Todos los escritorios estaban apuntados hacia adelante y los niños debían observar y tomar notas. Ahora tendremos un ámbito escolar interactivo. Estarás teniendo conversaciones, estarás aprendiendo a tu propio ritmo, estarás haciendo trabajos prácticos. Entonces, ahora podremos romper esas paredes y tener un espacio de trabajo común, amplio y vibrante: un lugar de trabajo silencioso, tan inspirador como una biblioteca. Y los niños podrán aprender a su propio ritmo.
¿Y qué harán los maestros?
Los niños tendrán mentores. Algunos de los mentores podrán ser alumnos más grandes, que estarán monitoreando a los más pequeños, y también habrá maestros formales que guiarán a los alumnos y les ayudarán a lograr sus metas.
¿Habrá calificaciones, como en las escuelas actuales?
Los alumnos no serán evaluados solamente por los resultados de sus exámenes. Los exámenes seguirán siendo importantes, pero los estudiantes también serán evaluados de dos maneras adicionales que a mi criterio son aún más importantes. La primera es lo que piensan sus pares sobre ellos. Si estoy contratando a alguien, eso es lo que a mí me importa: qué tan bueno eres enseñando, qué tan bueno eres comunicando. Y la segunda será tu creatividad, el portafolios de cosas que has creado. Está bien que hayas sacado una calificación sobresaliente en un examen de álgebra, ¿pero puedes aplicar ese conocimiento? ¿Puedes hacer cosas con eso? 

viernes, enero 23, 2015

Manifesto 15

Comparto la liga al Manifesto 15, una iniciativa de varios profesores de distintas partes del mundo que enuncia con prístina claridad los retos y oportunidades de la educación presente y futura. 

Si se dedican a la educación, en cualquiera de sus vertientes, es un material de reflexión obligada. Si no, es útil para enterarse de cuáles son los asuntos a los que los profesores del mundo estamos dedicando más tiempo y esfuerzo (ojalá también talento y creatividad). ;-)

lunes, diciembre 01, 2014

Generación APP


Una de las más recurrentes inquietudes de quienes trabajamos con y para adolescentes reside en el tan cacareado hecho de que pertenecen a una generación distinta a la nuestra, es decir, a la primera generación cien por ciento digital en el sentido de que, nacidos en los últimos años del siglo pasado, no conocieron (al menos no conscientemente) el mundo antes de internet, facebook, smartphones y demás maravillas de la vida en línea. 

La inquietud aumenta cuando constatamos que psicólogos, sociólogos y pedagogos, entre otros especialistas de la educación, emiten opiniones discordantes (y a veces francamente contradictorias) al reflexionar sobre las características de la generación (o las generaciones, según se vea) que ahora está en las aulas. Ejemplo: Dan Tapscott en su libro La era digital (McGraw Hill, 2009) no tiene reparo en ensalzar las cualidades de los adolescentes de hoy: "Como la primera generación global de todos los tiempos, los Net Geners son más listos, más rápidos y más tolerantes a la diversidad que sus precursores" (Tapscott, 6). El autor, asesor de negocios en Canadá, enuncia ocho características de los nacidos de mediados de los '90 en adelante: 
  1. Aprecian la libertad y la libertad de elección.
  2. Desean personalizar las cosas, hacerlas por sí mismos.
  3. Son colaboradores naturales que disfrutan de una conversación, pero no de un sermón.
  4. Lo escrutarán a usted y a su organización.
  5. Insistirán en la integridad.
  6. Querrán divertirse, incluso en el trabajo y en la escuela.
  7. La velocidad es normal.
  8. La innovación es parte de la vida.
Un año después, en 2010, Nicholas Carr publicó Superficiales. ¿Qué está haciendo internet con nuestras mentes? (Taurus, 2010). Como lo señala el título de su obra, Carr no analiza específicamente a la actual generación de adolescentes, sino que dedica su atención a los efectos de nuestra vida en línea. No es muy optimista al respecto. Un ejemplo:
Una sola página web puede contener fragmentos de texto, video y audio, una variada gama de herramientas de navegación, diversos anuncios y varias pequeñas aplicaciones de software o widgets, que se ejecutan en sus propias ventanas. Todos sabemos cómo puede llegar a distraernos esta cacofonía de estímulos. Pero nos lo tomamos a broma. Un nuevo mensaje de correo electrónico anuncia su llegada cuando ojeábamos los titulares más recientes de un periódico digital. Unos segundos más tarde, nuestro lector RSS nos informa de que uno de nuestros blogueros favoritos ha publicado un nuevo post. Unos momentos después nuestro teléfono móvil reproduce la melodía que indica la entrada de un mensaje de texto. Al mismo tiempo, una alerta de Facebook o Twitter parpadea en la pantalla. (Carr, 116)   
Puede que el tono de Carr sea levemente catastrofista, pero estoy seguro de que la mayoría puede identificarse con esos momentos de sobre-estimulación que, a decir del autor, no llevan a algo bueno.

Al tren del estudio de los cambios que la tecnología ha propiciado en la forma en que aprendemos se ha subido Howard Gardner con su obra Generación APP (Paidós, 2014) en la que define a este grupo de edad en los siguientes términos:
Nuestra teoría es que los jóvenes de ahora no sólo crecen rodeados de aplicaciones, sino que además han llegado a entender el mundo como un conjunto de aplicaciones, a ver sus vidas como una serie de aplicaciones ordenadas o quizás, en muchos casos, como una única aplicación que se prolonga en el tiempo y les acompaña de la cuna a la tumba. (Gardner, 15)
La opinión de Gardner sobre el asunto es acaso más relevante que la de los autores antes mencionados si consideramos que lleva más de tres décadas dedicado a la psicología cognitiva: fue él quien en 1983 cimbró el mundo educativo con su teoría de las inteligencias múltiples, que dio al traste con el modelo de educación estandarizado (y, tristemente, todavía en uso en la mayor parte de las escuelas del mundo). 

En Generación APP Gardner nos queda a deber una posición clara al respecto. No es esto necesariamente malo. Antes lo contrario: Gardner toma una distancia prudente ante la velocidad de los cambios suscitados por la tecnología en el ámbito educativo y concluye, inteligentemente, que estos cambios pueden resultar tanto positivos como negativos dependiendo de los factores que los acompañen (personalidad del alumno, la escuela en la que estudien, los valores familiares, etc.). En sus palabras
Los medios digitales pueden ejercer un efecto liberador sobre los jóvenes ya predispuestos a experimentar e imaginar, mientras que congelarían a la creciente proporción de jóvenes que prefieren seguir el camino de la mínima resistencia. (Gardner, 152)
Afortunadamente en este tema estamos muy lejos de escuchar la última palabra. Entretanto, Generación APP es una lectura altamente recomendable para padres de familia, profesores y en general cualquier persona interesada en cómo aprendemos.  

martes, junio 11, 2013

Cuatro retos de la educación por venir


Imagen de Néstor Alonso en el blog de Domingo Méndez
(1ª de dos partes)
En semanas recientes he tenido el privilegio de participar en algunas reuniones en las que se ha empezado a discutir el modelo Tec 21, la estrategia que presenta el Tec de Monterrey a los retos de los próximos años. Deseo compartir con ustedes algunas reflexiones generadas a raíz de lo visto y escuchado en estos días. 
1. Hay que aceptar que el sistema está en crisis (o lo estará muy pronto)
Sobre todo a nivel medio superior y superior, nunca como ahora se había cuestionado tan fuertemente la pertinencia de formar parte del sistema educativo. Todavía entre la mayoría de quienes estudian (y sobre todo de quienes financian esos estudios: los padres de familia) persiste la idea de que vale la pena invertir tiempo y (si se puede) dinero para inscribir a los hijos en preparatorias y universidades privadas. En estas últimas una carrera profesional implica por lo menos cuatro años y medio de vida y algo así como un millón de pesos entre colegiaturas y materiales de trabajo a lo largo de ese lapso. Muchas veces esa convicción se traduce en una deuda de varias decenas de miles de pesos que el alumno se compromete apenas tenga su título de ingeniero o licenciado. Es mucho tiempo y mucho dinero, pero todo sea por adquirir los conocimientos y desarrollar las habilidades necesarias para sustentar una carrera profesional exitosa (“ser alguien en la vida”, como rezaba el slogan de una universidad hace años).
Pero en años recientes, con el boom de las tecnologías que permiten el intercambio de información a una velocidad antes impensable, el sistema educativo ha sido puesto en jaque. Ahí está el caso de los MOOCs: cursos masivos en línea, gratuitos, facilitados por las mejores universidades del mundo (Yale, Harvard, MIT…). La palabra clave es “gratis”. De momento, los MOOCs se ofrecen sin costo, convirtiéndose en una fuente de conocimiento confiable, profesional y prestigiada que sólo exige del alumno tiempo y conexión a internet. La siguiente jugada es que esas universidades confirmen la equivalencia de esos cursos con los que se imparten en sus aulas, cobrando una cuota significativamente más baja que la que implica tomar clases en modalidad presencial. La pregunta que se plantea entonces es: si el alumno puede tomar un curso gratis (o a un precio relativamente bajo), facilitado por un profesor de universidad Ivy League y recibe al final un certificado que avala ese conocimiento, ¿qué sentido tiene pagar decenas de miles de pesos al semestre para aprender lo mismo?
Desde hace varios años la enseñanza está basada en las competencias que el sistema escolarizado ofrece a sus alumnos: qué saben hacer y cómo lo hacen. Aunque no es una idea nueva, ahora queda claro que para desarrollar esas competencias no es indispensable enrolarse en una universidad… ni pagar la colegiatura.
Cierto: pasarán varios años para que la crisis se acentúe, para que los alumnos (y sobre todo sus padres) asuman como real la posibilidad de no estudiar en una universidad y encontrar vías alternas para adquirir conocimientos y desarrollar competencias que les permitan (en menos tiempo y a un precio menor) ser competitivos en el mercado laboral. Pero el hecho de que el punto más álgido de esta crisis no se prevea hasta dentro de unos años, no quiere decir que no ocurrirá: hace tres lustros era impensable la consulta en línea de información confiable en la red; hoy tenemos Wikipedia, a quien prácticamente nadie regatea el rol de enciclopedia de nuestros tiempos.
2. Conviene reconocer que la tecnología no es la respuesta (completa)
Me gustaría hacer una aclaración en este sentido: no soy tecnófobo. Todo lo contrario. Me gusta estar al tanto de las novedades tecnológicas y soy usuario competente de varias de ellas. Considero que la tecnología me permite (como a millones más) realizar mejor y más rápidamente algunas de mis actividades cotidianas. Sin embargo pienso que en el ámbito educativo hemos hecho una lectura al menos incompleta y a veces francamente equivocada del lugar que la tecnología está llamada a ocupar en el futuro. Proporcionamos o financiamos tablets a nuestros profesores, ofrecemos capacitación para usar redes sociales y apps, les conminamos a usar clickers [1]y a diseñar páginas web… Pero en medio de esta amplísima oferta de recursos no nos damos cuenta de que el foco no ha de estar exclusivamente en el uso de la tecnología sino sobre todo en su uso desde una perspectiva pedagógicamente innovadora. No se trata, como me decía un profesor recientemente, de migrar del pizarrón a los acetatos a las diapositivas en Power Point a las presentaciones en Prezi[2]: ¿dónde está la innovación ahí? ¿De qué sirve usar clickers si las preguntas que se hacen son las mismas de hace 10, 15 o 20 años?
Sólo daremos un salto cualitativo cuando aprendamos a utilizar técnicas didácticas auténticamente retadoras que, complementadas con tecnología de punta, pueden resultar un combo muy eficaz para enseñar a las nuevas generaciones. Ni duda cabe de que técnicas como el Aprendizaje Basado en Problemas o el Aprendizaje Colaborativo, que no son nuevas, podrían relanzarse con mucha potencia utilizando la tecnología de última generación. En este contexto, dotar al profe de una laptop o una tablet es sólo el primer paso para ello. Si nos quedamos ahí el salto no será completo y nos quedaremos a medias en el intento de conectar con una generación que hoy exige mucho más que un profesor que comparta sus documentos por Facebook.       


[1] Un clicker es un sistema de respuesta remota. A fines de los ’90 se usaba en aulas con controles que se asignaban a los alumnos; ahora se responde a través de dispositivos móviles como teléfonos celulares o tablets.
[2] Prezi es una aplicación multimedia para la creación de presentaciones. Es similar a PowerPoint pero de manera más dinámica. La versión gratuita funciona sólo conectado a internet y con un límite de almacenamiento.

miércoles, mayo 22, 2013

Más respeto, por favor


Deberíamos educar personas capaces de hacer cosas nuevas y no sólo de repetir lo que otras generaciones hicieron.- Jean Piaget

Es una verdad de Perogrullo decir que no hay nada nuevo bajo el Sol. El terreno educativo no es la excepción. A Sócrates, por ejemplo, le sorprendería el revuelo causado por el constructivismo en el siglo XX. Si creemos a Platón, casi 2500 años antes de Glasersfeld y compañía ya había alguien que procuraba que sus discípulos construyeran por sí mismos los andamiajes de su conocimiento.
Hay sin embargo una aportación valiosa y aparentemente auténtica en el siglo XX. Es la de un psicólogo que no basó su carrera en la impartición de clases y desarrolló la mayor parte de su trabajo hace medio siglo. Me refiero a Jean Piaget
Desde la soberbia posmoderna, puede pensarse que este pedagogo suizo ha sido superado, pero basta darse una vuelta por la mayor parte de las aulas mexicanas para darse cuenta de la sorprendente (y en muchos casos también triste) actualidad del legado piagetiano. Uno pensaría, por ejemplo, que por lo menos desde que Piaget advirtió contra el “adultomorfismo” de los niños, éstos ya habrían ganado el respeto intelectual de sus padres y profesores. ¿Respeto intelectual a los niños? ¡Pero qué van a saber los críos! 
Escribe Emilia Ferreiro, cuya tesis doctoral fue dirigida por Piaget:
El niño que Piaget nos invita a interrogar no es un receptáculo sino una fuente de conocimientos. Parece que dice cualquier cosa. Pero hagamos la hipótesis inversa. Desde el punto de vista heurístico, es mucho más rentable suponer que todo lo que dice el niño, todo lo que hace, cuando habla o cuando se calla, está motivado. Busquemos el sentido de sus palabras y de sus silencios. Y sobre todo olvidemos por un momento que nosotros “ya sabemos” las respuestas: finalmente las respuestas interesan menos que el camino para llegar a ellas. (Ferreiro, 2004, p. 23)   
En esta idea subyace una forma completamente revolucionaria de asumir la actividad educativa: los niños no son “adultos pequeños” en espera de que les enseñemos a comportarse, pensar y aprender “como debe ser”.
Para interrogar al niño al modo de Piaget hay que recuperar la curiosidad frente a lo desconocido: la frescura de decirle “no entiendo nada, explícamelo de nuevo”; el deseo de compartir las razones de un modo de razonar, de recorrer nuevamente los senderos de los primeros descubrimientos (senderos que ya no podemos recorrer por introspección) (Ferreiro, 2004, p. 23)
Y, ojo, se trata de un respeto intelectual, no afectivo. No se respeta al niño sólo porque es niño (pequeño, tierno, carne de mi carne, etcétera) se respeta además y sobre todo porque es inteligente y creador.
Al menos en un par de ocasiones le he escuchado al Dr. David Garza, rector del ITESM para la Zona Metropolitana de Monterrey (bastante versado en temas de innovación educativa, por cierto) que los profesores de ahora educamos alumnos del siglo XXI en salones del siglo XX e ideas del siglo XIX. Recuerden si no qué tanto respeto recibieron de sus profesores (intelectualmente hablando, insisto) y dense una vuelta por cualquier escuela para corroborar si la situación ha cambiado de manera significativa en los últimos 20 o 30 años. Para muestra un botón: hace unos días posteé en mi cuenta de Twitter otra idea señera de Piaget: “La coerción es el peor de los métodos pedagógicos”. No pasaron muchos minutos para que recibiera la respuesta de un colega: “Es el peor, pero el que ha dado mejores resultados”. No logro entender cómo se puede entrar a un salón de clases, de cualquier nivel educativo, pensando así. Pero soy consciente de que muchos profesores que se encuentran activos tienen la misma idea… La misma de hace 150 años que asume que el niño (o el adolescente, o el joven) se convierte en ser pensante gracias a los adultos que se lo enseñan. Y si esa asunción ha durado tanto tiempo es porque funciona, ¿no? Como si sólo las ideas buenas sobrevivieran al paso del tiempo.  
No es esta la aportación más importante de Piaget, pero es suficiente para abrir boca. Su vastísima obra incluye decenas de publicaciones, de las cuales sólo una pequeña parte está dedicada a la educación. Además de la biología y la filosofía en su formación inicial, cultivó la epistemología y la psicología. Fue además director de la Oficina Internacional de Educación de la UNESCO entre 1929 y 1968. Entre esta ingente cantidad de trabajo es probable que no recordemos a Piaget por el respeto intelectual que profería a los niños con los que trabajaba, sino por su celebérrima teoría de los cuatro estadios del desarrollo cognitivo que dio lugar al constructivismo, una corriente pedagógica llamada a cambiar la educación del siglo XX y cuyos efectos no terminan de ser asimilados en los primeros años del XXI. Éste pondera la importancia de la actividad del alumno: “Una verdad aprendida no es más que una verdad a medias. La verdad entera debe ser reconquistada, reconstruida o redescubierta por el propio alumno”. (Munari, 1999, p. 317). Esta corriente daría lugar a varios modelos muy populares en años recientes, como la Enseñanza Centrada en el Alumno.
Sin embargo, hace falta recorrer un largo trecho en la formación docente para que estas ideas se practiquen cotidianamente en los salones de clase. Al menos en mi experiencia personal resulta muy desconcertante ver cómo la mayoría de los profesores sigue asumiendo que el respeto es unidireccional: el alumno se lo debe al profesor en forma de obediencia y sumisión. Desde esa perspectiva no hay teoría de inteligencias múltiples que funcione (hace unos meses, mientras comentaba con un profesor un texto de Gardner sobre ese tema, me dijo que él consideraba que ésos eran “pretextos” para justificar el mal desempeño de los alumnos inquietos) ni enseñanza centrada en el alumno que fructifique. De muy poco sirve el constructivismo si los profesores en las aulas no están convencidos de que su trabajo no consiste en enseñar, sino en facilitar el aprendizaje de los alumnos. Y para ello se requiere, desde luego, considerar a los alumnos capaces de realizar ese trabajo. Pero en la pequeñez de muchas mentes adultas esa verdad, palmaria como la demostró Piaget, no tiene cabida. Y sin esos pasos previos, el edificio epistemológico y educativo propuesto por Piaget es indiscernible.   
Bibliografía
Ferreiro, E. (2004). Vigencia de Jean Piaget. México: Siglo XXI.
Munari, A. (1999). Jean Piaget. Perspectivas: revista trimestral de educación comparada, vol. XXIV, 1-2, págs. 315-332.
Rosas, R. y Sebastián, Ch. (2008). Piaget, Vigotski y Maturana. Constructivismo a tres voces. Buenos Aires: Aique.

miércoles, marzo 27, 2013

MOOCs: el debate por venir


Ojalá vivas tiempos interesantes, dice un proverbio chino. Y qué duda cabe de que los nuestros son tiempos interesantes: es ya un lugar común decir que en las últimas décadas la civilización humana ha logrado avances que no se habían podido ver en milenios. Sobre todo en lo que se refiere a ciencia y tecnología, es indiscutible que vivimos en mundos completamente distintos si comparamos nuestro presente con las dos o tres generaciones que nos preceden. Ejemplo: mis abuelos escuchaban música en fonógrafo; mis padres lo hicieron en LP’s y cassettes, yo viví el boom de los discos compactos, y los niños de ahora descargan su música en formato MP3.
Sin embargo, hay un rubro que --pese a los innegables avances tecnológicos de tiempos recientes-- no había visto cambios significativos en su forma de operar ni en su manera de asumirse ante la sociedad: me refiero a la educación. Todavía hoy, después de casi dos décadas de internet, computadoras portátiles y pizarrones multimedia la forma de impartir una clase sigue siendo esencialmente la misma que la de hace 500 años: el profesor dicta cátedra frente a su grupo, que recibe pasivamente el conocimiento del magister.
Sí, en las aulas medievales también encontrábamos al pupilo dormilón de la última fila.

Independientemente de los cambios de enfoque (aprendizaje basado en proyectos, problemas, competencias, etc.) la inmensa mayoría de los profesores seguimos teniendo como base la cátedra impartida desde un púlpito: que en vez de garabatos en el pizarrón usemos Power Point no implica ningún cambio sustancial en la forma de impartir clases. Hasta ahora.
Ya en una ocasión anterior tuve la oportunidad de explicar lo que son los MOOCs. De entonces a la fecha la moda se ha reforzado: Coursera llegó a los tres millones de usuarios y ha dado los primeros pasos hacia la monetización: ya ofrece “certificados verificados” por una cuota que oscila entre los 30 y los 100 dólares, dependiendo el curso. Tiene ya 62 universidades asociadas, incluidas la UNAM con tres cursos y el ITESM (con seis). 
Los retos son mayúsculos para los profesores que ahora más que nunca deben justifcar que sus alumnos paguen una colegiatura y se ciñan a la riguidez de un modelo de clases presenciales. Los adolescentes y jóvenes de ahora se preguntan (o se preguntarán pronto) qué valor tiene una cátedra de 90 minutos por la que pagan equis cantidad de dinero y para la que deben presentarse forzosamente en un salón de clases si Coursera o EdX ofrecen las mismas materias con profesores de Harvard o Yale gratis, a cualquier hora y en cualquier lugar. 
En los pasillos del Tec de Monterrey, en juntas con profesores, en cursos de capacitación y reuniones con conocidos no dejo de escuchar las mismas palabras cuando se habla del tema: este es el futuro de la educación. En redes sociales encuentro a colegas, consultores, empresarios y aficionados al tema que desbordan entusiasmo al afirmar que la educación en línea, gratuita, masiva y democrática llegó para quedarse. También he escuchado y leído lo contrario: que son una moda pasajera, que aligeran y pervierten el sentido educativo y que nada nunca sustituirá el valor de una clase presencial.  
Independientemente del argumento pedagógico (se aprende mejor con un profesor presente, entre gente con quien se comparte y enriquece el conocimiento) encontramos ya en el centro del debate un argumento económico expresado por el profesor Michael A. Cusumano del MIT: es claramente insostenible el modelo de los MOOCs gratuitos. Ponerle precio cero a la educación puede propiciar una crisis similar a la que sufren actualmente los periódicos o las revistas que a fines de los '90 ofrecieron sus contenidos a cambio de nada: una vez que ofreces algo gratis es muy complicado ponerle precio y convencer al usuario/consumidor de que vale la pena pagar por ello.
Y sumamos el factor social. En un artículo reciente, el semanario especializado Inside Higher Education reveló información del contrato que Coursera firma con sus universidades asociadas. El compromiso es ofrecer cursos exclusivamente de universidades avaladas por la Asociación de Universidades Norteamericanas (AAU por sus siglas en inglés) o por universidades que, si no son estadounidenses, comprueben que se encuentran entre las cinco mejor ranqueadas en su país. La AUU tiene registradas 62 universidades en Estados Unidos y Canadá, dos países en los que hay más de 4000 universidades y colleges que de facto no entran en los planes de Coursera y que muy probablemente tampoco cuenten con los recursos e infraestructura para iniciar una empresa de esa envergadura, aunque sí tengan profesores y programas competitivos a nivel global.   
Según cálculos del profesor Cusumano, este modelo de negocio dejaría fuera de los MOOCs a dos terceras partes de las universidades en el mundo y concentraría el mercado de la educación masiva en línea en un puñado de mega-universidades que controlarían la oferta de cursos a impartir (gratuitos o no).  
A diferencia de otros ámbitos, en los que algo parecido al darwinismo empresarial justificaría marginar a jugadores medianos o pequeños, cuando hablamos de educación vale la pena reflexionar si reducir la variedad implica aumentar la calidad; si cuando hablamos de generación y conservación del conocimiento lo "más apto" es también lo mejor... Y si nosotros preferiríamos, puestos a escoger, un programa presencial a uno en línea... 
El futuro de la educación está en juego, y la partida no ha hecho sino empezar. Son tiempos interesantes, ¡sin duda alguna!