martes, octubre 29, 2013

¿Y para qué leer?


¿Y para qué leer? ¿Y para qué escribir?...

Gabriel Zaid esboza una respuesta en nuestro segundo episodio del podcast de ergozoom. El texto completo pueden encontrarlo en Los demasiados libros (DeBolsillo, 2010). La música original es de José Luis Esquivel, así como la producción del podcast. La canción del cierre es "How It Ends" de DeVotchKa (probablemente la recuerden por los créditos finales de Little Miss Sunshine). 


domingo, octubre 20, 2013

La lengua vasta...


Discurso en el acto de inauguración del VI Congreso Internacional de la Lengua Española, dedicado a «El español en el libro». Panamá, 20 de octubre de 2013.

- Sergio Ramírez
  
Siempre me ha intrigado saber lo que es sentirse escritor de una lengua que tiene el país por cárcel, una lengua que no se habla más allá de las propias fronteras. Claro que el tamaño de una lengua no se mide por sus límites geográficos, ni creo que haya lenguas pequeñas. Todas tienen sus propios registros mágicos e inmensas posibilidades literarias, pero éstas de las que hablo son lenguas hacia adentro.

No sé lo que es vivir en uno de esos espacios verbales cerrados. Hay escritores que desde allí, desde esos compartimentos, se han  trasplantado a alguna de las grandes lenguas europeas, como el gran escritor Milán Kundera, que ahora escribe en francés, y no en checo. Pero para mí, una renuncia semejante significaría alejarme de la casa de la infancia por siempre clausurada, desde donde me llegan las voces que un día aprendí para siempre.

Son escritores que dejan de escribir en la lengua en que nacieron, y con la que nacieron, bajo un sentimiento de asfixia. El sentimiento de que su voz se escucha de cerca, pero no de lejos, de por medio o no la traición de las traducciones. Y no puedo verlo sino como una dolorosa mutilación, como la que se practicaba a los castrati en el siglo diecisiete, que ganaban así una nueva voz, pero perdían para siempre la propia. Mutilarse para sobrevivir. Pero peor que la castración es la deslenguación, la lengua extirpada, desde su arranque y raíz.

Quitarse la lengua uno mismo, o que se la quiten por la fuerza. Otro de los grandes escritores centroeuropeos, Sandor Márai, sintió que había muerto cuando sus libros, que entonces sólo podían leerse en húngaro, fueron prohibidos. Ya tenían sus novelas el país por cárcel, y ahora las enviaban al cementerio. Le habían extirpado la voz como castigo. No sólo nadie podría leerlo al otro lado de la guardarraya, ni siquiera en Polonia o en Austria, donde no estaba traducido, sino que tampoco podría ser leído en su propio país. Como que no existiera. Y así  el mundo se perdió por muchos años la espléndida belleza de sus palabras, mientras él decidía su suicidio en el exilio, ya sin lengua.

Nicaragua es un país más pequeño que la Hungría de Sandor Maris, o de lo que fue la antigua Checoslovaquia de Milán Kundera, y por eso me intriga, y me aterra, esa posibilidad de que nadie pudiera oírme más allá de mis fronteras, o la de quedarme alguna vez sin lengua. El limbo de las palabras, o su infierno.

Si en cada uno de los países de Hispanoamérica se hablara una lengua diferente, viviría yo también, a fuerza, ese síndrome de Babel que obliga a despreciar la propia lengua para entregarse sin consuelo a otra de mayores posibilidades. Y al perder la lengua así, cortada desde donde empieza, en lo hondo de la faringe, perdemos también la garganta, la boca, el oído, el olfato, la visión.

Al perder la palabra, perdemos la memoria. Para ser trasplantado hay que ser arrancado de las propias raíces, porque la lengua no es solamente una forma de expresión que uno pueda cambiar en la boca a mejor conveniencia, sino que es la vida misma, la historia, el pasado, y aún más que eso, el existir en función de los demás, porque la lengua sola de un individuo hablando en el desierto no tendría sentido, menos para un escritor, que si existe es porque alguien más comparte sus palabras, y las vuelve suyas. Según evocaba Miguel Ángel Asturias la tradición del pueblo quiché, el mismo pueblo que nos heredó la magia del Popol Vuh, aquel que habla en nombre de los demás es el Gran Lengua de su tribu.

Existimos porque podemos hablar entre todos los que profesamos esa misma lengua, y con esa misma lengua, sin confundirnos como en el Pentecostés, cambiándola cada día, y agregándole capas de pintura creativa, en lo que hablamos en la calle, y en lo que escribimos en la literatura.

Soy un escritor de una lengua vasta, cambiante y múltiple, sin fronteras ni compartimientos, que en lugar de recogerse sobre sí misma se expande cada día, haciéndose más rica en la medida en que camina territorios, emigra, muta, se viste y de desviste, se mezcla, gana lo que puede otros idiomas, se aposenta, se queda, reemprende viaje y sigue andando, lengua caminante, revoltosa y entrometida, sorpresiva, maleable. Puedo volar toda una noche, de Managua a Buenos Aires, o de la ciudad de México a Los Ángeles,  y siempre me estarán oyendo en mi español centroamericano.

Español de islas y tierra firme, deltas, pampas, cordilleras, selvas, costas ardientes, páramos desolados, subiendo hacia los volcanes y bajando hacia la mar salada, ningún otro idioma es dueño de un territorio tan vasto. Me oirán en la Patagonia, y en Ciudad Juárez, un continente de por medio, y en el Caribe de las Antillas Mayores, y en el arco del Golfo de México, y del otro lado del dilatado Atlántico también me oirán, y oiré, en tierras de Castilla, y en las de Extremadura, y en las de León, en las de Aragón. Y en Guinea Ecuatorial, y en el desierto saharaui. Nos oiremos, hablaremos. Sabremos de qué estamos hablando, porque en la lengua, somos idénticos, estamos ungidos por la misma gracia.

Augusto Roa Bastos es un híbrido del español y el guaraní, de otra manera no existiría Hijo de Hombre. La sintaxis quechua entra en la escritura de José María Arguedas, de otra manera no existiría Los ríos profundos. Sin la lengua yoruba, congo o mandinga y su profundo palpitar de tambores, no existiría Songoro Cosongo de Nicolás Guillén, ni Tuntún de pasa y grifería de Luis Palés Matos, y sin el quiché tampoco Hombres de Maíz de Miguel Ángel Asturias.

Aguas revueltas de ríos distintos, una sola en su vasta y caótica diversidad que ya del lado de los emigrantes hispanos a Estados Unidos, se vuelve más vasta y sigue nutriéndose y transformándose.  Porque una lengua viva, que emigra, y no se queda enclaustrada en su propia casa, siempre lleva las de ganar.

Cuando en América hablamos acerca de la identidad compartida, nuestro punto de partida, y de referencia común, es la lengua. No somos una identidad étnica, no somos una multitud homogénea, no somos una raza, somos muchas razas. La diversidad es lo que hace la identidad. Tendremos identidad mientras la busquemos y queramos encontrarnos en el otro. Pero somos una lengua, que tampoco es homogénea. La lengua desde la que vengo, y hacia la que voy, y que mientras se halla en movimiento, me lleva consigo de uno a otro territorio, territorios reales o territorios verbales.

Estratos geológicos superpuestos, palabras escondidas abajo, y encima la agobiante modernidad que trastoca los vocablos que buscan el cauce de las necesidades tecnológicas, porque quien no inventa tecnología tampoco inventa los términos de la tecnología, y entonces la lengua abre sus valvas para recibir esas palabras ajenas, y volverlas propias, el inglés como antes el árabe.

No puedo sentirme solo. No tengo mi lengua por cárcel, sino el reino sin límites de una incesante aventura, de Cervantes a García Márquez, de Góngora a Rubén Darío, de Alonso de Ercilla a Pablo Neruda, de Bernal Diaz del Castillo a Juan Rulfo, de Lope de Vega a Julio Cortázar, de Sor Juana a Xavier Villaurrutia, de Miguel Hernández a Ernesto Cardenal, del Inca Garcilaso a César Vallejo, de Pérez Galdós a Carlos Fuentes, de Rómulo Gallegos a Vargas Llosa, de García Lorca a José Emilio Pacheco.

Es nuestra lengua mojada. La que entra oculta a los Estados Unidos en los furgones de carga, hacinada en los techos de los vagones del tren de la muerte en viaje de Chiapas a Sonora, la que pasa debajo de las alambradas, la que traspasa el muro inteligente, la que burla los detectores infrarrojos,  la que no se deja encandilar por los reflectores, la que huye de los perros de presa que saben oler pobreza y sudores, y de los cebados granjeros de Arizona convertidos en vigilantes armados de fusiles automáticos. Vigilante. Palabra ésa que, ironías de la lengua perseguida, le pertenece a ella misma.

Emigra desde tan lejos como Bolivia, el Perú y Ecuador, acampa en el río Suchiate esperando la noche para pasar a nado, siempre acosada a lo largo de su marcha temerosa hacia el otro río, el río Bravo, clandestina, y por tanto subversiva. Es la lengua de la pobreza, que cae bajo las balas de los Zetas en su camino, lengua triste y masacrada que sin embargo vuelve a despertar al nombrar cada vez al dolor y la miseria, pero también la esperanza.

Renace todos los días, se aclimata, camina. Cambia mientras camina. El español de la Tierra del Fuego y el de los salares del desierto de Atacama, el de las alturas de Machu Pichu y el de la tierras caliente de Michoacán, el español del valle del Cauca y los llanos de Apure, el español de la estrecha garganta pastoril iluminada por el fuego de los volcanes que es Centroamérica, el español campesino del Cibao dominicano y el insaciable español habanero, el español tapatío y el de los chilangos de la región más transparente del aire, y el del desierto de crudos espejismos de Sonora, el español de las dos Californias, el de las madreadas mexicanas en Los Ángeles, el de los murmullos de los inmigrantes ecuatorianos y bolivianos perseguidos en San Diego, el de los nicaragüenses que lloran de cabanga en San Francisco por su paisaje perdido, el de los tex-mex del Paso, el de los chicanos de Yuma. La raza.  El español de los hondureños dejados desde antaño en las costas de Luisiana por los barcos bananeros de la Flota Blanca, el de la Florida de Ponce de León donde se habla en son cubano, el de los salvadoreños, los tristes más tristes del mundo de Roque Dalton, en las barriadas de Washington, el vasto e intrincado español de los dominicanos,  y los puertorriqueños de Nueva York.

La lengua que se paraliza en la boca es una lengua muerta. Y el español es también en los Estados Unidos una lengua literaria, que es la otra manera de que una lengua viva sin riesgos de muerte. Una lengua de los escritores que han traspasado la frontera, o que han nacido en el territorio de Estados Unidos, y escriben en español. Unos hablan la lengua, otros la escriben, y estos son sus dos puntales vitales. Es un asunto verbal, no territorial. Una cultura híbrida, variada, y contradictoria, sorprendente y sorpresiva, que varía su sintaxis, que crea neologismos, que se aventura a inventar.

Quienes la hablan y quienes la escriben son protagonistas de esa invasión verbal que cada vez más tendrá consecuencias culturales. Consecuencias de dos vías, por supuesto, porque cuando las aguas de un idioma entran en las de otro, se produce siempre un fenómeno de mutuo enriquecimiento.

La lengua que gana nuevos códigos cerca del lenguaje digital, de los nuevos paradigmas de la comunicación, de los libros electrónicos, de las infinitas bibliotecas virtuales que estuvieron desde antes en la imaginación de Borges, y que gana modernidad mientras se adentra en el siglo veintiuno.

El Gran Lengua seguirá siendo el vocero de la tribu. El que tiene el don de la palabra y representa así a los que no tienen voz. El que alza la voz, es él mismo la lengua, la encarna, y se encarna en ella. Guarda y publica la memoria de las ocurrencias del pasado, inventa, imagina, interpreta, recrea, explica, y seduce con las palabras.

¿A qué otra cosa mejor puede aspirar un escritor, sino a ser lengua de una tribu tan variada y tan vasta?

miércoles, octubre 16, 2013

Un fracaso no se improvisa


Foto: Ángel Guevara / Reforma

Juan Villoro

En Las almas muertas, Gógol señala que los crímenes pueden ser redimidos, pero nada salva de la mediocridad. Es el caso de la selección nacional, que se dirige al infierno menor del repechaje, última liquidación de temporada.

Costa Rica no necesitaba puntos para ir al Mundial. Nos superó como en una canción de Paquita la del Barrio: por orgullo y por placer. La prepotencia de nuestro futbol se mide en la felicidad que nuestras derrotas provocan en Centroamérica.

México le había ganado a Panamá con la chilena de Raúl Jiménez, jugada al margen de los planteamientos tácticos que cae en la jurisdicción de la Virgen de Guadalupe.

El milagro no se repitió ante Costa Rica. La lluvia presagió en hundimiento del Tritanic y Vucetich ponchó algunos salvavidas. México juega mal pero de modo misterioso. En forma única, utiliza dos centros delanteros que se estorban mutuamente; Oribe Peralta es nuestro mejor jugador pero se mueve en una zona que incomoda al Chicharito, y Aquino es un fantasma en busca de un improbable Halloween.

Más allá de las pifias puntuales, la desastrosa clasificación revela el deterioro estructural de un futbol donde el negocio no consiste en ganar títulos sino en vender jugadores. Pase lo que pase ante Nueva Zelanda, nuestro fracaso ha sido cuestión de método.

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Este texto fue originalmente publicado hoy en el diario Reforma. Todos los derechos reservados C.I.C.S.A. 2013

jueves, octubre 10, 2013

Mi Munro

Me enteré de la existencia de Alice Munro apenas esta mañana. De inmediato empecé a pedir a amigos y conocidos recomendaciones para acercarme a la Premio Nobel 2013. No hubo mucho éxito: parece que en México no es una autora muy popular. Pero a mediodía una amiga posteó en mi muro de Facebook el texto de un conocido suyo que habla desde una perspectiva entrañable de la autora canadiense. 

Agradezco a Angie Jasso haberme compartido el texto y a Sergio Huidobro su generosidad por permitirme compartirlo con ustedes en ergozoom. 

(Foto: vulture.com)

Mi Munro 

- Sergio Huidobro

A veces, hace años, lograba despertar a tiempo para percibir el olor: llegaba unos minutos antes de la primera vista del sol y antes de que la madera del techo crujiera, cuando el día ya estaba claro pero la niebla no se había despejado ni las gotas de frío habían dejado de formarse en la orilla de los vidrios. Un gallo. Un trote de caballo. La vibración del refrigerador en la cocina. Y eso era todo. Después, llegaba el olor.

Alguna vez, en otra ciudad, alguien me dijo que Alice Munro era una escritora que solo podía leerse a gusto o venderse bien en el primer mundo porque los problemas de sus personajes eran problemas del primer mundo: sin importar el argumento, el drama se centraba en un viaje a Escocia, preparar té, un trayecto en tren o vender una casa de campo.

Lo decía porque yo, latinoamericano en tránsito por un país con monarcas, llevaba como compañía de viaje un volumen de cuentos de Alice Munro, Friend of my Youth o Amistad de Juventud. Las cejas se alzaban en automático si decía que la llevaba y la leía en las noches como recuerdo de mi hogar. Apunto aquí que mis recuerdos estaban enteramente afincados en la colonia Cuautepec, en la casa de mis abuelos, en una zona popular fronteriza de la punta norte del Distrito Federal, que no es precisamente una nación de la Commonwealth ni se parece mucho a Canadá.

Pero lo que me contaba Munro no eran problemas del primer mundo porque ni siquiera eran, estrictamente, problemas: eran vidas, rostros, recuerdos ajenos y destellos de un mundo que sí se parecía al mío: en el mío, las personas también guardaban secretos, también olían a tela húmeda o caldo de pollo, también perdían o ganaban, se embarazaban a edad avanzada, estornudaban o tomaban café con leche con el noticiero de la tarde.

Tal vez los cuentos de Alice Munro a los que les guardo más cariño están en aquel ejemplar de Amistad de Juventud, comprado por inercia en la sede del Instituto Cervantes de una ciudad cuyo idioma desconocía casi por completo, pero también en Demasiada felicidad o en algún New Yorker perdido por ahí. Viviendo, como he vivido siempre, en una ciudad latinoamericana descomunal y abigarrada, hice costumbre el refugiarme en su mundo de esferas silenciosas, terrosas, añejas, tibias y llenas de viento.

Hoy por la mañana, después de varios años, me desperté otra vez a tiempo para percibir el olor: llegó unos minutos antes que el sol, antes de que las maderas crujieran. Aquí no hay gallos, ni caballos, no hay niebla ni se forman gotas de frío en las ventanas. Pero esta mañana se parecía a los veranos que pasé  en provincia, cuando niño, en una casa de campo al pie de la Sierra Norte de Puebla. Se parecía a esos lugares donde las personas guardan secretos, huelen a tela húmeda o a caldo de pollo, donde pierden o ganan, se embarazan a cualquier edad, estornudan o toman café con leche con el noticiero de la tarde. Y era cierto: Alice Munro acababa de ganar el Nobel.

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Sergio Huidobro (Ciudad de México, 1988) cursó estudios en Ciencias de la Comunicación y Escritura Creativa. Colabora con narrativa, ensayo, crónica de viaje y crítica cinematográfica en publicaciones impresas y electrónicas de México, Ecuador y Estados Unidos como Punto de partidaLa Tempestad Universitaria, Revista Mil Mesetas,El FanzinePeriódico de PoesíaContratiempo Ágora, del Centro de Estudios Internacionales del Colegio de México. Ha brindado charlas y co-impartido talleres de escritura y lenguaje audiovisual en recintos como la Fonoteca Nacional; en 2011 recibió el primer lugar en el Concurso de Crítica Cinematográfica Alfonso Reyes-Fósforo en el marco del FICUNAM.