domingo, febrero 24, 2013

Alegato contra el "todoesposiblismo"


Inicio este post con una cita de la Conferencia sobre Ética que Ludwig Wittgenstein dictó en Cambridge hacia 1929. Hablando de la ética, el filósofo alemán decía que ésta es “un testimonio de una tendencia del espíritu humano que yo personalmente no puedo sino respetar profundamente y por nada del mundo ridiculizaría”. En la misma línea querría que se leyeran las siguientes palabras respecto a lo que pienso del coaching y la autoayuda.

(Ejemplo de título todoesposiblista)

Hace algunos meses la empresa en la que trabajo contrató los servicios de otra, esta última proveedora de cursos para desarrollar el capital humano. En el esquema en que los estamos tomando, estos cursos son obligatorios, de tal suerte que ningún directivo del campus está libre de ellos. Hasta el momento mi impresión de ellos es positiva, pero no por las razones adecuadas: me agrada la posibilidad de conversar con gente con la que usualmente no tengo contacto, pero esto ocurre en los recesos. De los cursos he sacado muy poco en claro. De hecho hay un par de ideas fundamentales sobre las que no estoy de acuerdo. Por ejemplo: una de las premisas básicas de estos cursos es que todo lo que ocurre a tu alrededor es propiciado por ti. “De ti –y de ninguna otra persona o circunstancia– depende que te vaya bien o mal. Que logres tus metas o no. Que te sientas pleno o frustrado. Tú decides”. Entramos a discusiones bizantinas cuando preguntamos si una persona pobre decide ser pobre. La respuesta de los facilitadores es, más o menos: “No decide nacer pobre, pero sí decide qué hacer para salir de la pobreza”. En el fondo de esta manera de ver las cosas subyace la meritocracia, tan recurrente en la sociedad contemporánea: tienes lo que mereces. Y si no tienes lo que quieres es porque no te has esforzado lo suficiente (y por lo tanto, claro, no lo mereces).

En la conferencia que presento al final de este texto, Alain de Botton aborda el problema diferenciando entre un desafortunado y un perdedor. Explica que en la Inglaterra de la Edad Media cuando conocías a una persona pobre decías que era desafortunada, literalmente alguien que no había sido bendecido por la fortuna. En nuestros tiempos no tenemos empacho al decir que un pobre es también y sobre todo un perdedor. Por supuesto que existe una diferencia notable entre alguien no bendecido por la fortuna (que nace en una chabola, padece una enfermedad grave o se enfrenta a disfunciones familiares patológicas, por ejemplo) y un auténtico perdedor. Lo peor son las implicaciones que tiene no darse cuenta de esta diferencia: si en verdad pienso que los que no son ganadores no lo son porque no se esfuerzan lo suficiente, entonces puedo afirmar que las desgracias que padezcan se las merecen. Y entonces, como dice De Botton, el fracaso se vuelve mucho más aplastante. Porque si depende de mí que me vaya bien o mal (sin importar las circunstancias específicas que han determinado y determinan mis decisiones) y no logro salir adelante, es mi culpa no ser exitoso, no ser un ganador.  

Este argumento suele ser refutado citando ejemplos de personas que superaron adversidades mayúsculas y se convirtieron en gente de éxito. En el colmo de lo absurdo se llega a decir cosas como: “Beethoven fue sordo y compuso la Novena” o “Pistorius no tiene piernas y corrió en los Juegos Olímpicos”. Además, siempre hay alguien que conoce a otro que sufrió mucho y salió adelante: el argumento se vuelve ad hominem y es imposible refutarlo: “Mi abuelo nació pobre y murió millonario”… Pero siempre se trata de ejemplos extraordinarios, es decir, de gente que es todo menos “normal”. Y casi nunca son ejemplos precisos. Beethoven no compuso la Novena porque fue sordo (su genio lo construyó desde niño, cuando su oído era “normal”) y Pistorius tuvo la fortuna de nacer en una familia de clase media alta que le permitió desde recién nacido acceso a buenos médicos y más adelante a entrenadores de alto rendimiento.  Llegados a este punto los coaches de capital humano hablan de Programación Neurolingüística (PNL) y afirman (a veces con insultante condescendencia) que uno se bloquea o se libera dependiendo del discurso que decida programar en su cabeza. “Tú decides si puedes o no; depende de ti”. Y entramos al todoesposiblismo: “Todo es posible si quieres. Deséalo y ocurrirá. Decídelo y sucederá. No te permitas atarte a tus circunstancias y date cuenta de que ser ganador está a un paso de ti: decídete a dar ese paso”. Etcétera. En la superficie el discurso suena alentador, bienintencionado y, aunque no muy lógico, deseable. Pero en el fondo es engañoso. La inmensa mayoría de nosotros no compondrá una Novena por mucho que lo desee (ni por mucho que lo intente). Y eso no tiene nada de malo. Si empiezo mañana a jugar fútbol (por mucho que me dedique a ello) jamás seré Messi ni Maradona. Y eso no me hace un perdedor.

Es perverso decir que todo es posible. Y muy peligroso creerlo. Por una sencilla razón: no es cierto. Nadie nunca es bueno en todo. Y es lo más normal del mundo (y lo más sano) que así sea. Ni siquiera a nuestros ídolos les pedimos tanto. Otro ejemplo deportivo: Álex Rodríguez, el jugador mejor pagado del béisbol profesional (cobra casi 30 millones de dólares por temporada) tiene un porcentaje de bateo de .301. Eso quiere decir que en promedio pega de hit tres de cada diez veces que tiene oportunidad de batear. ¡Tres de cada diez veces! Y es considerado uno de los mejores bateadores de la historia. Otra leyenda de ese deporte, Babe Ruth, bateó para .342… Y estamos hablando de jugadores superlativos, con lugar de honor en el Salón de la Fama, personas a quienes los niños imitan durante sus entrenamientos, no de atletas “normales” cuyo único mérito ha sido lograr practicar su deporte favorito en la liga más competitiva del mundo. Pero, en fin, si ni siquiera a esos seres casi sobrehumanos les pedimos que sean buenos todo el tiempo ¿por qué a nosotros sí nos exigimos eso?

En su conferencia Alain De Botton concluye invitando a reflexionar en torno a lo que consideramos éxito y fracaso. Haciendo un repaso rápido (pero honesto) podemos concluir que esos estándares no son nuestros. Provienen de nuestros padres, parejas, amigos, jefes, compañeros de trabajo… La mayor parte del tiempo nos desvivimos para que ellos no piensen (ni siquiera sospechen) que hemos fracasado y más bien se convenzan de que somos exitosos. Vale. Pero, ¿fracasar o tener éxito según quién? Muy pocas veces nos detenemos a reflexionar si lo que hacemos por ellos lo haríamos independientemente de si ellos estuvieran o no ahí. Y eso es relevante porque, al final, es lo único que importa. Es más sano, creo, asumir que no lo puedo todo. Y que, de hecho, no me interesa poderlo todo. ¿Qué me interesa entonces? Llegar a ser el que quiero ser. No se me ocurre mejor definición de éxito que ésa.

domingo, febrero 10, 2013

¿Ser profesor? ¡¿Por qué?!

Vista lateral del Colegio Williams, en Mixcoac, mi alma mater de primaria a preparatoria.

Hace unos días leí en el blog de Petra Llamas un post en el que reflexiona sobre el papel de la escuela en la sociedad posmoderna. Llamas, que ha sido profesora en todos los niveles educativos, profundiza sin miramientos sobre las diferencias entre la educación moderna, desarrollada en el siglo XIX, y la educación posmoderna, a cuyo molde se adapta años la actividad educativa contemporánea, al menos en Occidente:
El posmodernismo proclama que una educación con autoridad, disciplina o exigencia pertenece al pasado modernista. Ahora se impone educar en las emociones y por seducción. El alumno debe sentirse atraído hacia el objeto de aprendizaje. Aunque al final quede abrumado por tanta información y se vuelva apático e indiferente. El conocimiento lo irá adquiriendo sin presiones, ni autoritarismos. Mientras tanto, la escuela se convierte en un espacio de aburrimiento, donde los saberes se rezagan con respecto al resto de la sociedad.
Por incómodas que me resulten las aseveraciones de la autora, no puedo estar más de acuerdo, sobre todo con la última parte: todos los días constato que la escuela se ha convertido, en efecto, “en un espacio de aburrimiento, donde los saberes se rezagan con respecto al resto de la sociedad”. Y ello no es exclusivo de esta generación. Ya en mis tiempos la principal motivación para ir a la escuela era social, no académica (iba para estar con mis amigos, o para ver a la chica que me gustaba). Pero en mis tiempos no había smart-phones, ni Facebook, ni Twitter, ni WhatsApp, ni tabletas con decenas de atrayentes aplicaciones para usar mientras el profesor en turno se esmeraba por lograr algo de nuestra atención. Estudié la preparatoria a fines de los ’90. Soy profesor desde hace seis años. Y estoy seguro de que la escuela es ahora más aburrida que nunca. 
La pregunta que encabeza este post resulta entonces más difícil de responder. Si las cosas están tan mal, si el sistema es cada vez más inoperante, ¿qué sentido tiene ser profesor en los tiempos que corren? Ya en un post anterior comenté sobre la dificultad que entraña dedicarse a la docencia, al menos desde una perspectiva social (y al menos en México). Diré más aún: cuando yo estaba en la preparatoria veía con condescendencia y a veces con lástima a mis profesores. Incluso de los maestros y maestras que más positivamente me marcaron en esos años llegué a pensar que estaban desperdiciando su tiempo y talento dando clases a adolescentes que en su inmensa mayoría no teníamos interés alguno en aprender despejes, partes de la célula o nociones de Derecho Positivo Mexicano, por mencionar sólo tres temas que me pasaron de noche en aquellos años.
Hoy, desde luego, mi perspectiva es muy distinta. Desde hace algunos años estoy del otro lado (de su lado) y me encuentro inexpresablemente agradecido con profesores y profesoras como Ernesto Fritsche, Ernesto García Cabral, Rosario Alva, Leticia Chapa, Enrique Cortés, Lizbeth Padilla y María Eugenia Ojeda, por mencionar sólo algunos de quienes aprecio sobremanera que hayan decidido estar ahí y no en otro lugar, que hayan elegido ser profesores y no otra cosa. Mi vida no habría sido la misma si sus decisiones personales y profesionales hubieran sido distintas.
Pero esto no responde a la pregunta originalmente planteada. ¿Por qué ser profesor posmoderno? El lugar común, la respuesta típica, la del librito, dice que educamos para culturizar, para desarrollar habilidades sociales, para preparar líderes, para generar mano de obra calificada… y un larguísimo etcétera. Todas son respuestas correctas, pero desde mi punto de vista ninguna es satisfactoria. No rehúyo la responsabilidad de dar clases de Literatura a un futuro CEO de empresa trasnacional, o a alguna futura ganadora del Nobel de Química (al contrario: esa responsabilidad me parece extraordinaria) pero no acepto que mi papel se limite a mostrarle el conocimiento básico que requiere ese alumno para puntuar alto en el CENEVAL o en la prueba ENLACE y así obtener su lugar en alguna universidad. Yo, inmodestamente, aspiro a algo más. Aspiro a que mis alumnos conozcan de sí mismos algo que no conocerían si no fuera por ese cuento, por ese personaje, por ese verso que tengo la oportunidad de poner frente a sus ojos y comentar con ellos. Que se conozcan un poco más. O que se re-conozcan. Me da un poco lo mismo si en el camino se memorizan las fechas de nacimiento y muerte de los autores que revisamos en el semestre, siempre que ese camino les revele algo de sí mismos. ¿Y para qué? Fernando Savater responde citando a Píndaro cuando recomendó a sus discípulos: “Llega a ser el que eres”.
Los demás seres vivos nacen ya siendo lo que definitivamente son, lo que irremediablemente van a ser pase lo que pase, mientras que de los humanos lo más que parece prudente decir es que nacemos para la humanidad. Nuestra humanidad biológica necesita una confirmación posterior, algo así como un segundo nacimiento en el que por medio de nuestro propio esfuerzo y de la relación con otros humanos se confirme definitivamente el primero. Hay que nacer para humano, pero sólo llegamos plenamente a serlo cuando los demás nos contagian su humanidad a propósito… y con nuestra complicidad. (Savater, 22)
Ese proceso de contagio consciente, voluntario y esforzado de humanidad es precisamente la educación. Educamos para formar seres humanos y en ese camino ofrecer a los educandos las herramientas necesarias para que lleguen a ser lo que son.
¿Y cómo lograr esto?
No estoy muy seguro. Me montaré sobre los hombros de dos gigantes para esbozar una respuesta. 
Casi al final de su libro de memorias, Frank McCourt advierte:
Es difícil, pero tienes que lograr estar a gusto en el aula. Nunca sabrás qué les has hecho a, o qué has hecho por, los cientos que vienen y van. Los ves salir del aula: soñadores, insulsos, despectivos, maravillados, sonrientes, perplejos. Después de unos años desarrollas antenas. Sabes cuándo llegaste hasta ellos, cuándo te los pusiste en contra. Es química. Es psicología. Es instinto animal. Estás con los chicos y, mientras quieras seguir siendo profesor, no hay escape. Eres tú y los chicos. (McCourt, 283)
De esas “antenas” Benjamin Zander habla también, refiriéndose a los ojos de sus alumnos:
Descubrí que mi tarea era despertar posibilidades en otros. Y por supuesto quería saber si lo estaba haciendo. ¿Y saben cómo se descubre? Mirándolos a los ojos. Si sus ojos están brillando, sabes que lo estás logrando. Si los ojos no brillan, tienes que hacerte una pregunta: ‘¿Quién estoy siendo que los ojos de mis alumnos no brillan?’ (…) Yo tengo una definición de éxito. Para mí es muy simple. No se trata de riqueza, fama o poder. Se trata de cuántos ojos brillantes hay a mi alrededor.  
Pienso que la única razón de ser de un profesor (desde Sócrates hasta McCourt, Savater o Zander), es precisamente ese brillo en los ojos de los alumnos que de pronto iluminan algo en sí mismos: algo inesperado y a veces turbio, pero siempre constituyente de un eslabón para llegar a ser quienes son. No ocurre siempre. Ni siquiera la mayoría de las veces. De hecho ocurre sólo esporádicamente. Pero es esto lo que uno intenta alcanzar al entrar a un salón repleto de alumnos. Si uno no busca esto, en tiempos de Twitter, Google, Wikipedia, iTunesU, YouTube, MOOCs y un sinfín de herramientas que los seres humanos tenemos para adquirir información, uno se pierde entre gritos, reclamos y amenazas. Y pierde, en efecto, talento y tiempo intentando ofrecer a los alumnos algo que pueden obtener de mejores fuentes.  
Bibliografía
McCourt, F. (2008). El profesor. Bogotá: Norma.  
Savater, F. (2006). El valor de educar. Barcelona: Ariel. 

lunes, febrero 04, 2013

Lecturas del futuro


Visité por primera vez Nueva York hace casi 10 años, en marzo de 2003, y recuerdo que uno de los momentos más relevantes de aquella ocasión fue mi descubrimiento de la Virgin Mega Store en Times Square. Era tan sobrecogedora su oferta de discos compactos y películas que tuve que regresar varias veces para completar mis compras.
El verano anterior tuve la oportunidad de regresar a esa maravillosa ciudad y entre mis planes estaba atestar mi maleta de libros, discos y películas que no pudiera encontrar en México. Qué ingenuo fui. Para empezar, la Virgin Mega Store ya no existe (me informaron que desde hace tres años es una tienda de ropa) y en toda la ciudad es prácticamente imposible encontrar un local que ofrezca música en formato físico. En una semana completa encontré tres, pero sólo en uno de ellos vendían discos nuevos: en las otras dos se apelaba a la nostalgia como argumento de venta y era más fácil sentirse en Donceles que en la Gran Manzana.
Interior de Westsider Records, una de las pocas tiendas que aún vende CDs y LPs en Manhattan
Algo muy similar me ocurrió en librerías: de mi viaje anterior me quedaron muy buenos recuerdos de lugares como Borders, la Strand Book Store y sobre todo Barnes & Noble. Quizá ya lo sepan: Borders se declaró en quiebra en 2011 y Barnes & Noble recién anunció el cierre del 30% de sus tiendas en los próximos diez años. No es poca cosa: Borders fue fundada en 1971 y llegó a tener más de 500 "mega tiendas", sin mencionar más de una centena de locales pequeños (en aeropuertos, por ejemplo). La historia de Barnes & Noble se remonta a 1873, cuando inició como sello editorial: en 1917 abrió la primera de más de 600 tiendas que mantiene en EU... y ahora, en unos cuantos años, cerrará casi 200 locales para intentar mantenerse viva. 
Placa conmemorativa de la fundación de Barnes & Noble. Se encuentra a la entrada de su tienda insignia ubicada en el 105 de la Quinta Avenida

Esta es una realidad que todavía no vivimos en México, donde aún es muy fácil conseguir libros y discos nuevos. Basta con asistir a cualquier sucursal de Gandhi o El Sótano el sábado por la tarde para constatar que los lectores mexicanos seguimos prefiriendo el papel sobre los e-books y las tabletas. MixUp y Tower Records siguen ofreciendo una respetable selección de discos y películas nuevas. Esta buena salud de librerías y tiendas de discos en México (o al menos en el DF y su área metropolitana), me queda claro, está próximo a desaparecer. Es cuestión de tiempo para que las tabletas superen en ventas a las PCs... con la ya sabida posibilidad de descargar libros y revistas en línea (aparte de los datos sobre la crisis de las librerías, basta recordar la decisión del semanario Newsweek de retirarse de la circulación impresa para continuar sólo en formato digital); a mediados del año pasado la consultora Nielsen informó que por primera vez en la historia los estadounidenses habían preferido YouTube como medio para escuchar música; y también el año pasado se dio a conocer que las descargas legales de películas y series de TV superaron la compra de DVDs y Blu-rays (otro número: Netflix tiene 29 millones de suscriptores sólo en EU, y el viernes presentó su primera serie de producción propia: House of Cards).
No estoy seguro de estar preparado para vivir en ese mundo sin libros que llevan en sus páginas dobleces, manchas y anotaciones que cuentan mi propia historia con ese libro y su autor; ese mundo sin discos a cuyas cajas les pongo un trozo de masking-tape para recordar la fecha en que los compré. No sé si estoy listo para voltear a mi alrededor y no ver repisas cubiertas de libros y discos porque estos habrán dejado su lugar a "aquello-que-está-en-la-nube". Pero entiendo que lo de menos es que me guste, y que mientras más rápido acepte esa realidad, más fácil será adaptarme a ella. 
Al final lo importante no son los libros o los discos; sino sus contenidos. Y más aún: las historias que se tejen a partir de esos objetos y en relación con sus contenidos: si se lee sobre una página o a través de una pantalla retina; si se escucha de un CD o de un iPod, da mas o menos lo mismo mientras se lea y se escuche... ¿O no?
Cancún: Julio de 2010

[Las tres fotografías que ilustran este texto son propiedad del autor del mismo]