sábado, diciembre 28, 2013

La verdad de "La verdad sobre el caso Harry Quebert"

Hoy terminé de leer La verdad sobre el caso Harry Quebert, primera novela publicada de Joël Dicker. El verano pasado me enteré de que fue el libro de moda en Europa, favorito de los editores en la Feria de Frankfurt en 2012 y tal. Su extensión (¡663 páginas!) me hizo desistir de comprarlo al principio pero hace unos días leí esta entrevista que le hizo Jesús Ruiz al autor y decidí que la novela se convertiría en una de mis lecturas de vacaciones. 
No me arrepiento. Se trata de una novela muy bien escrita y que, como promete su campaña de mercadotecnia, engancha desde el principio. No es un libro de lectura exigente, pero integra los elementos literarios necesarios para sentir que no estás leyendo algo de Dan Brown o Katzenbach. La estructura es relativamente compleja (muy bien llevada) y abona con eficacia a la construcción del suspenso que se mantiene hasta las últimas páginas.
La recomiendo si: quieres leer una novela policiaca sumamente entretenida, bien escrita y cumplidora con los estándares del género.
No la recomiendo si: buscas un producto literario complejo, estilísticamente retador y/o que redefina los lindes de la ficción criminal. 
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Calificación ergozoom: 80/100

martes, diciembre 03, 2013

Prueba PISA 2012

Fuente: ElPais.com

No son buenas noticias para México. Es lo que hay. La inversión en educación en México no es baja (según datos del Banco Mundial, ronda el 5.3% del PIB; Singapur, segundo lugar a nivel mundial invierte el 3.3%). Se han dedicado ingentes cantidades de dinero en tecnología (Enciclomedia, Habilidades Digitales para Todos). Entonces, ¿dónde está el problema? 

Las primeras conclusiones apuntan a los maestros. En México, el 90% de los recursos destinados al rubro educativo se concentran en el pago de nómina a profesores manejados sin transparencia por el sindicato más numeroso de América Latina, el SNTE, y cuya cúpula es un jugoso negocio económico y político que, tras el encarcelamiento de su longeva dirigente el año pasado, hoy vive una situación ambigua, por decir lo menos. 

(No parece casual que precisamente hoy Transparencia Internacional diera a conocer que México no ha mejorado en cuanto al combate a la corrupción se refiere).

Mientras tanto, los gobernadores se reúnen hoy con el Presidente, quien (dicen los que saben) les exigirá respaldo a la reforma educativa recientemente aprobada. Falta ver si le hacen caso: algunos, como Gabino Cué (Oaxaca) han hecho ojo de hormiga y han decidido negociar "en corto" con el SNTE (o la CNTE, según corresponda) en sus estados. Una fracción del sindicato disidente (la CNTE) se mantiene atrincherado en calles de la capital del país. Y el secretario de Educación, Emilio Chuyaffet, asegura que el gobierno priísta que ayer cumplió un año no se establecerá metas respecto a la prueba PISA. "La única meta es la de mejorar la calidad y acrecentar la cobertura de la educación en México". Lo mismo pudo haber dicho su antecesor en el cargo hace 10, 20 o 50 años.        

Mientras tanto, claro, el mundo no se detiene. Y el rezago educativo del país se mide ya en décadas. 

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Para saber más: La nota de los resultados del informe PISA 2012 será muy comentada hoy en medios de comunicación diversos. Aquí dos ligas sólo para abrir boca. Tal como la reporta el diario Reforma en México. Y cómo lo hace el español El País desde Madrid

lunes, diciembre 02, 2013

Teletón


Es de larga data mi oposición al Teletón. En este blog hay registro de ello desde hace nueve años. Desde hace algunas semanas cuento entre mis lecturas Memoria para el olvido, un libro de ensayos de Robert Louis Stevenson editado por Alberto Manguel (Siruela, 2005). Entre sus páginas me topé con las siguientes líneas que condensan mis motivos para seguir considerando al Teletón una farsa de la que, contra la opinión de la mayoría que defiende la generosidad del pueblo mexicano, no me siento orgulloso. Ni mucho menos. Sea.
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Deberíamos borrar dos palabras de nuestro vocabulario: propina y limosna. En la vida real, la ayuda se da amistosamente, o no tiene valor; o se recibe de mano de la amistad, o se toma con resentimiento. Todos somos demasiado orgullosos para aceptar un regalo sin más: debe parecer que lo pagamos, si no de otro modo, al menos con el placer de nuestra compañía. Ahí se encuentra, pues, el lamentable problema del rico: ése es el ojo de la aguja en el que ya se atascaba en los tiempos de Cristo, y en el que aún se atasca hoy, más estrechamente, si cabe, que nunca: tiene dinero, pero le falta el amor que haría aceptable su dinero. Hy en día, igual que en la Palestina de antaño, el rico invita al rico a cenar, es con el rico con quien se divierte y, cuando le llega el momento de ser caritativo, busca en vano un receptor. Sus amigos no son pobres, nada les falta; los pobres no son sus amigos, no aceptan. ¿A quién puede dar? ¿Dónde encontrar --fijaos en la expresión-- al pobre digno de ayuda? La beneficencia se centraliza (ése es el término que emplean), se alquilan oficinas, se fundan sociedades con secretarias remuneradas o no: la caza del pobre digno de ayuda se extiende alegremente. Me parece que hace falta algo más que una humana secretaria para encontrar a ese personaje. ¡Cómo! ¡Una clase que sufra privaciones sin que sea su culpa pero que se muestre codiciosamente dispuesta a recibir por parte de desconocidos; que sea respetable, y que al mismo tiempo carezca completamente de respeto por sí misma; que desempeñe la parte más delicada de la amistad, pero que sea invisible; que tenga la forma humana, pero que haga caso omiso a todas las leyes de la naturaleza humana; y todo ello, para conseguir que un dios panzudo pase por el ojo de una aguja! ¡Oh, que se atasque, desde luego, y que su sistema político caiga hecho pedazos, y que su epitafio y toda su literatura (de la cual mis propias obras empiezan a formar una parte bastante considerable) sean totalmente abolidos de la historia de la humanidad! Porque para un necio de torpeza monstruosa no puede haber salvación, ¡y el necio que buscaba el elixir de la vida era un paladín de la razón comparado con el necio que busca al pobre digno de ayuda!

jueves, noviembre 14, 2013

Larga vida al panda


Hace algunos días me topé con este texto en el que Adam Gopnik, crítico de arte de The New Yorker, se pregunta sobre la relevancia de estudiar y enseñar literatura. La cuestión me sonó conocida, y no tardé en recordar que hace más de una década, cuando estudiaba (precisamente) una licenciatura en Letras, fui invitado a participar en el Primer (y último) Encuentro de Facultades de Letras con el objetivo de responder a las preguntas ¿Para qué y por qué estudiar Literatura? He releído la respuesta que esbocé entonces y, aunque encuentro un poco chocante la primera parte, sigo de acuerdo en lo esencial. El texto fue publicado originalmente en octubre de 2002 en Mediaciones, revista de la sociedad de alumnos de la Universidad del Claustro de Sor Juana.
Larga vida al panda 
A mis amigos del Claustro, con afecto y gratitud.

Lo he intentado en los últimos días pero, por más que me esfuerzo, no puedo imaginar un encuentro de Facultades de Medicina organizado en torno a la pregunta ¿Por qué estudiar Medicina?, ni otro de Administradores que lo haga en torno a ¿Para qué administrar empresas? ¿Por qué nosotros sí lo hacemos? Supongo que ellos asumen de manera natural su existencia, su necesidad de existir. Imagino que a ellos simplemente no les pasa por la cabeza organizar un Encuentro para tratar esos temas porque reconocen fácilmente los favores que le hacen cotidianamente al mundo. ¿Por qué nosotros no? Es como presentarnos disculpándonos por la carrera elegida; es, además, un acto innecesario, porque se trata de una decisión personal, e injusto porque la duda en este caso abarata algo que sigue siendo caro. Muy caro. Y abaratarlo nosotros mismos, para quienes nos debería ser más caro aún, me parece peor. De cualquier modo, la pregunta está sobre la mesa y responderla me ha resultado un buen ejercicio de autorreflexión que deseo compartir con ustedes, por muy fuera de lugar que la cuestión me parezca.
Entonces, ¿por qué estudiar Literatura? Estudio Literatura por tres razones: porque me gusta, porque es necesario y ¿por qué no? Suena simple. Y lo es. Curiosamente, mientras trabajaba este texto, llegó a mis manos otro de George Steiner, el discurso que pronunció tras recibir el Doctorado Honoris Causa por la Universidad de La Sapienza, hace poco más de dos años. Steiner dirigió su perorata a los nóveles alumnos de Humanidades y la tituló “Malos consejos”. Haciendo una última revisión de esta ponencia me di cuenta de que sus malos consejos y mis razones para estudiar Literatura son de alguna manera similares, aunque no necesariamente compatibles. El texto que hoy expongo es a la vez una respuesta a la pregunta planteada por los organizadores de esta mesa, un ejercicio de autorreflexión y una vuelta de tuerca a los malos consejos de Steiner.
Porque me gusta 
El primer consejo que Steiner nos da a los estudiantes de Humanidades es no negociar nuestras pasiones. Caería en un lugar común al decir que yo no podría vivir sin Literatura, pero voy a correr el riesgo porque no tengo otra forma de decirlo: no puedo vivir sin Literatura. Puedo, sí, dejar de ir a estadios de fútbol e incluso ausentarme de las salas de cine durante prolongados de tiempo, pero no puedo pasar varios días sin leer y sin escribir. Creo que, puesto así, mi gusto por las Letras bien puede considerarse una pasión. Pero de ahí a no negociarla (y nunca, como aconseja Steiner), eso no.
Aunque, aclaro, primero debería aclarar lo que entiendo por negociar. En el medio literario, y en el sentido en el que creo que Steiner escribió su discurso, negociar se entiende en su acepción de comercio. De entrada no le encuentro a eso algo malo (si no, que arroje la primera piedra aquel autor que escribe para no ser leído, es decir, -eufemismos aparte- para no vender sus libros) pero comprendo bien el prejuicio que despierta el comerciar con las Letras, con nuestra pasión: hay por ahí un teorema, que muchas veces, como toda lógica, resulta correcto pero no verdadero, que da por hecho que la calidad del trabajo literario es inversamente proporcional a la cantidad de dinero que se gana haciéndolo. No me detendré en este punto porque el que me interesa es el otro sentido de la palabra negocio, pero dejaré claro lo que pienso al respecto: pienso que el teorema es cierto por lo menos las mismas veces que resulta equivocado.
La otra acepción del término negociar es pactar. Es decir, hay una manera de hacer que las dos partes ganen; hay una manera de que los buenos escritores sigan escribiendo al firmar un contrato con las grandes editoriales para que éstas, a su vez, no dediquen su catálogo exclusivamente a éxitos de dudosa calidad literaria. La ecuación en este sentido resulta bastante más complicada de llevar a cabo, pero es tan posible que ocurre en más casos de los que nos imaginamos. El punto es que sí se pueden negociar las pasiones, quizá incluso se deben negociar, sin que esto signifique, como ya es común pensar, un acto mercenario por parte del artista y otro rapaz por parte del editor. Algo que no se negocia, en este sentido, no puede evolucionar; una idea que no se intercambia no tiene futuro; una pasión encerrada en sí misma no llegará a ser algo más que un capricho. Por eso, porque me gusta la Literatura, porque es la pasión de mi vida, la negocio y la comparto; la pacto y la intercambio: porque amo lo que hago y deseo seguir haciéndolo.
Porque es necesario
Mi segunda razón para estudiar Literatura es eminentemente social: creo que es necesario para el entorno en el que vivo. En este caso Steiner y yo vamos de la mano: él nos propone ser conscientes de la fragilidad política y social de nuestra pasión. Yo pienso además que la Literatura es necesaria porque sin ella la búsqueda de la Verdad resultaría demasiado aburrida: la Filosofía no sabe cuidarse sola.
Pero hay otros motivos: aparte de la Verdad, la Literatura da sentido a otros valores e incluso a las más descaradas mentiras. Mucho más aún: aparte de la Verdad y la Belleza, la Literatura ha sido capaz de crear otro par de motores del Hombre: la Libertad y el Amor. Sin Literatura, la Libertad seguiría siendo asumida como la entienden las vacas y nos bastaría con pacer en el campo. Gracias a las Letras es todo lo demás: es el Quijote peleando contra molinos de viento, Jean Valjean aferrándose a su posibilidad de ser feliz y Alberto Caeiro escapando de la metafísica. Y, sobre todo, lo último: el Amor, un acto que la ciencia no podrá explicar jamás (no, al menos, convincentemente) porque trasciende las reacciones químicas y los impulsos eléctricos: es un hecho de Letras; el amor son los versos del Gilgamesh, son el Cantar de los Cantares, Romeo y Julieta y Madame Bovary; el amor es algo que las Letras le han hecho al mundo y que deben seguir haciéndole. Y esto conlleva, sin duda, implicaciones políticas y sociales de las que es mejor estar conscientes (como apunta Steiner) porque, de no ser así, lo que sigue es la barbarie. Y ya hemos hecho bastante como para no seguir haciendo un poco más.
¿Por qué no?
El tercer mal consejo de Steiner es no abaratar la Literatura. Afirma que ninguno de sus colegas matemáticos, físicos o químicos en Cambridge se avergüenza de decirle a un candidato a graduarse que no está lo suficientemente preparado como para seguir adelante. En cambio nosotros, los humanistas, cada vez pedimos menos. Les hemos dicho a todos: vengan, vengan, todo es muy sencillo, no se desanimen.
Incluso me parece que ha ocurrido algo peor: ante el poco éxito de la venta de garaje en que convertimos a las Humanidades, muchos humanistas han empezado a creer que en verdad vale muy poco la pena dedicarse a lo que se dedican. Es significativo el hecho de que algunos profesores de Literatura sigan presentándose ante sus alumnos con una advertencia que más bien parece maldición: en el mundo real, afirman, es imposible vivir de las Letras, pero qué bueno que todavía hay gente como ustedes, con vocación de mártires, que estudien Literatura. ¿De dónde ese pesimismo? ¿Desde cuándo empezamos a creernos el cuento de que hay motivos reales para pensar en no estudiar Literatura? Un cuento que, además, inventamos nosotros mismos, porque fuera del medio literario nadie ve con tanto recelo la actividad de leer y escribir como nosotros. La televisión, la radio, el cine, las agencias de publicidad, la política: todas esas actividades requieren hoy más que nunca de más y mejores lectores y escritores, de ideas nuevas que convulsionen el pensamiento de millones. Pagando, por qué no decirlo, también millones por ese trabajo. Pero volvemos al círculo vicioso descrito arriba: el prejuicio de oficio obliga a pensar que trabajar para los mass media es una actividad frívola y contaminadora del arte verdadero, puro, inmaculado. Para consuelo de quienes así piensen, siempre quedarán buenas editoriales y publicaciones periódicas especializadas que den cabida a su trabajo (que, esperemos, no sólo sea marginal sino también bueno). Pero si algunos de nosotros no nos decidimos a luchar en otras trincheras, no nos asombremos de que otros cuya pasión no sea la Literatura lo hagan. Y mucho menos nos lamentemos de que no lo hagan tan bien como podríamos hacerlo nosotros. Si en estos frentes no hacemos Literatura quienes la amamos, lo harán otros quizá menos dignos pero seguramente más audaces y usurparán las funciones de esa pasión por la que todos los que estamos aquí vivimos. Es cierto: la Literatura ha sido desde siempre una actividad marginal, elitista, pero ¿quién dice que ésa es su única condición posible, sobre todo teniendo en cuenta las oportunidades que el mundo presenta para su evolución en otros terrenos?
“Si hay más como tú que deciden no participar en el juego, a la gente como yo le resultará más fácil ganar”, dice un yuppie en la celebérrima Generación X de Douglas Coupland. El problema, creo yo, es que los literatos llevamos mucho tiempo haciéndonos a la idea de no participar en el juego: nos estamos conformando con encajar en el estereotipo, con ratificar el cliché y arrellanarnos en el cómodo sillón forrado de prejuicios cuya procedencia es mayoritariamente literaria y no tanto social. Estamos a punto de convertirnos en el panda de las Humanidades: marginados ya en exclusivísimos y cada vez menos centros de investigación, a pesar de tener a la mano todas las facilidades de desarrollo posibles y, sin embargo, negándonos a la procreación. Parecemos decididos a la muerte lenta, cómoda, digna, pero sobre todo segura y para evitarla nos limitamos a apelar a la lástima del mundo entero. Nos estamos resignando. Y el mundo empieza a creer que estamos muertos.
Entonces, ¿por qué estudiar Literatura? Porque me gusta, como ya quedó bien claro. Porque la considero una actividad necesaria, no de ahora, de siempre. Y porque pienso que este es un momento estupendo para demostrar al mundo, a la ciudad, a cualquier persona que la Literatura vale la pena, hace feliz y se paga bien. Las pruebas están al alcance de cualquiera con un poco de talento, mucha disposición a trabajar duro y un par de oportunidades, como en cualquier otra carrera. Porque, también como en cualquier otra carrera, la Literatura no necesita justificar su existencia, sino demostrarla como, de una u otra forma, todos lo hacemos al estar aquí. Afortunadamente. Estar aquí me demuestra, nos demuestra, les demuestra que el panda todavía está vivo, que le gusta jugar y lanzarse por la resbaladilla. Y que, mientras a nosotros nos siga fascinando escribir y encantando leer, hay esperanza todavía.
D.F., México, noviembre de 2001

martes, octubre 29, 2013

¿Y para qué leer?


¿Y para qué leer? ¿Y para qué escribir?...

Gabriel Zaid esboza una respuesta en nuestro segundo episodio del podcast de ergozoom. El texto completo pueden encontrarlo en Los demasiados libros (DeBolsillo, 2010). La música original es de José Luis Esquivel, así como la producción del podcast. La canción del cierre es "How It Ends" de DeVotchKa (probablemente la recuerden por los créditos finales de Little Miss Sunshine). 


domingo, octubre 20, 2013

La lengua vasta...


Discurso en el acto de inauguración del VI Congreso Internacional de la Lengua Española, dedicado a «El español en el libro». Panamá, 20 de octubre de 2013.

- Sergio Ramírez
  
Siempre me ha intrigado saber lo que es sentirse escritor de una lengua que tiene el país por cárcel, una lengua que no se habla más allá de las propias fronteras. Claro que el tamaño de una lengua no se mide por sus límites geográficos, ni creo que haya lenguas pequeñas. Todas tienen sus propios registros mágicos e inmensas posibilidades literarias, pero éstas de las que hablo son lenguas hacia adentro.

No sé lo que es vivir en uno de esos espacios verbales cerrados. Hay escritores que desde allí, desde esos compartimentos, se han  trasplantado a alguna de las grandes lenguas europeas, como el gran escritor Milán Kundera, que ahora escribe en francés, y no en checo. Pero para mí, una renuncia semejante significaría alejarme de la casa de la infancia por siempre clausurada, desde donde me llegan las voces que un día aprendí para siempre.

Son escritores que dejan de escribir en la lengua en que nacieron, y con la que nacieron, bajo un sentimiento de asfixia. El sentimiento de que su voz se escucha de cerca, pero no de lejos, de por medio o no la traición de las traducciones. Y no puedo verlo sino como una dolorosa mutilación, como la que se practicaba a los castrati en el siglo diecisiete, que ganaban así una nueva voz, pero perdían para siempre la propia. Mutilarse para sobrevivir. Pero peor que la castración es la deslenguación, la lengua extirpada, desde su arranque y raíz.

Quitarse la lengua uno mismo, o que se la quiten por la fuerza. Otro de los grandes escritores centroeuropeos, Sandor Márai, sintió que había muerto cuando sus libros, que entonces sólo podían leerse en húngaro, fueron prohibidos. Ya tenían sus novelas el país por cárcel, y ahora las enviaban al cementerio. Le habían extirpado la voz como castigo. No sólo nadie podría leerlo al otro lado de la guardarraya, ni siquiera en Polonia o en Austria, donde no estaba traducido, sino que tampoco podría ser leído en su propio país. Como que no existiera. Y así  el mundo se perdió por muchos años la espléndida belleza de sus palabras, mientras él decidía su suicidio en el exilio, ya sin lengua.

Nicaragua es un país más pequeño que la Hungría de Sandor Maris, o de lo que fue la antigua Checoslovaquia de Milán Kundera, y por eso me intriga, y me aterra, esa posibilidad de que nadie pudiera oírme más allá de mis fronteras, o la de quedarme alguna vez sin lengua. El limbo de las palabras, o su infierno.

Si en cada uno de los países de Hispanoamérica se hablara una lengua diferente, viviría yo también, a fuerza, ese síndrome de Babel que obliga a despreciar la propia lengua para entregarse sin consuelo a otra de mayores posibilidades. Y al perder la lengua así, cortada desde donde empieza, en lo hondo de la faringe, perdemos también la garganta, la boca, el oído, el olfato, la visión.

Al perder la palabra, perdemos la memoria. Para ser trasplantado hay que ser arrancado de las propias raíces, porque la lengua no es solamente una forma de expresión que uno pueda cambiar en la boca a mejor conveniencia, sino que es la vida misma, la historia, el pasado, y aún más que eso, el existir en función de los demás, porque la lengua sola de un individuo hablando en el desierto no tendría sentido, menos para un escritor, que si existe es porque alguien más comparte sus palabras, y las vuelve suyas. Según evocaba Miguel Ángel Asturias la tradición del pueblo quiché, el mismo pueblo que nos heredó la magia del Popol Vuh, aquel que habla en nombre de los demás es el Gran Lengua de su tribu.

Existimos porque podemos hablar entre todos los que profesamos esa misma lengua, y con esa misma lengua, sin confundirnos como en el Pentecostés, cambiándola cada día, y agregándole capas de pintura creativa, en lo que hablamos en la calle, y en lo que escribimos en la literatura.

Soy un escritor de una lengua vasta, cambiante y múltiple, sin fronteras ni compartimientos, que en lugar de recogerse sobre sí misma se expande cada día, haciéndose más rica en la medida en que camina territorios, emigra, muta, se viste y de desviste, se mezcla, gana lo que puede otros idiomas, se aposenta, se queda, reemprende viaje y sigue andando, lengua caminante, revoltosa y entrometida, sorpresiva, maleable. Puedo volar toda una noche, de Managua a Buenos Aires, o de la ciudad de México a Los Ángeles,  y siempre me estarán oyendo en mi español centroamericano.

Español de islas y tierra firme, deltas, pampas, cordilleras, selvas, costas ardientes, páramos desolados, subiendo hacia los volcanes y bajando hacia la mar salada, ningún otro idioma es dueño de un territorio tan vasto. Me oirán en la Patagonia, y en Ciudad Juárez, un continente de por medio, y en el Caribe de las Antillas Mayores, y en el arco del Golfo de México, y del otro lado del dilatado Atlántico también me oirán, y oiré, en tierras de Castilla, y en las de Extremadura, y en las de León, en las de Aragón. Y en Guinea Ecuatorial, y en el desierto saharaui. Nos oiremos, hablaremos. Sabremos de qué estamos hablando, porque en la lengua, somos idénticos, estamos ungidos por la misma gracia.

Augusto Roa Bastos es un híbrido del español y el guaraní, de otra manera no existiría Hijo de Hombre. La sintaxis quechua entra en la escritura de José María Arguedas, de otra manera no existiría Los ríos profundos. Sin la lengua yoruba, congo o mandinga y su profundo palpitar de tambores, no existiría Songoro Cosongo de Nicolás Guillén, ni Tuntún de pasa y grifería de Luis Palés Matos, y sin el quiché tampoco Hombres de Maíz de Miguel Ángel Asturias.

Aguas revueltas de ríos distintos, una sola en su vasta y caótica diversidad que ya del lado de los emigrantes hispanos a Estados Unidos, se vuelve más vasta y sigue nutriéndose y transformándose.  Porque una lengua viva, que emigra, y no se queda enclaustrada en su propia casa, siempre lleva las de ganar.

Cuando en América hablamos acerca de la identidad compartida, nuestro punto de partida, y de referencia común, es la lengua. No somos una identidad étnica, no somos una multitud homogénea, no somos una raza, somos muchas razas. La diversidad es lo que hace la identidad. Tendremos identidad mientras la busquemos y queramos encontrarnos en el otro. Pero somos una lengua, que tampoco es homogénea. La lengua desde la que vengo, y hacia la que voy, y que mientras se halla en movimiento, me lleva consigo de uno a otro territorio, territorios reales o territorios verbales.

Estratos geológicos superpuestos, palabras escondidas abajo, y encima la agobiante modernidad que trastoca los vocablos que buscan el cauce de las necesidades tecnológicas, porque quien no inventa tecnología tampoco inventa los términos de la tecnología, y entonces la lengua abre sus valvas para recibir esas palabras ajenas, y volverlas propias, el inglés como antes el árabe.

No puedo sentirme solo. No tengo mi lengua por cárcel, sino el reino sin límites de una incesante aventura, de Cervantes a García Márquez, de Góngora a Rubén Darío, de Alonso de Ercilla a Pablo Neruda, de Bernal Diaz del Castillo a Juan Rulfo, de Lope de Vega a Julio Cortázar, de Sor Juana a Xavier Villaurrutia, de Miguel Hernández a Ernesto Cardenal, del Inca Garcilaso a César Vallejo, de Pérez Galdós a Carlos Fuentes, de Rómulo Gallegos a Vargas Llosa, de García Lorca a José Emilio Pacheco.

Es nuestra lengua mojada. La que entra oculta a los Estados Unidos en los furgones de carga, hacinada en los techos de los vagones del tren de la muerte en viaje de Chiapas a Sonora, la que pasa debajo de las alambradas, la que traspasa el muro inteligente, la que burla los detectores infrarrojos,  la que no se deja encandilar por los reflectores, la que huye de los perros de presa que saben oler pobreza y sudores, y de los cebados granjeros de Arizona convertidos en vigilantes armados de fusiles automáticos. Vigilante. Palabra ésa que, ironías de la lengua perseguida, le pertenece a ella misma.

Emigra desde tan lejos como Bolivia, el Perú y Ecuador, acampa en el río Suchiate esperando la noche para pasar a nado, siempre acosada a lo largo de su marcha temerosa hacia el otro río, el río Bravo, clandestina, y por tanto subversiva. Es la lengua de la pobreza, que cae bajo las balas de los Zetas en su camino, lengua triste y masacrada que sin embargo vuelve a despertar al nombrar cada vez al dolor y la miseria, pero también la esperanza.

Renace todos los días, se aclimata, camina. Cambia mientras camina. El español de la Tierra del Fuego y el de los salares del desierto de Atacama, el de las alturas de Machu Pichu y el de la tierras caliente de Michoacán, el español del valle del Cauca y los llanos de Apure, el español de la estrecha garganta pastoril iluminada por el fuego de los volcanes que es Centroamérica, el español campesino del Cibao dominicano y el insaciable español habanero, el español tapatío y el de los chilangos de la región más transparente del aire, y el del desierto de crudos espejismos de Sonora, el español de las dos Californias, el de las madreadas mexicanas en Los Ángeles, el de los murmullos de los inmigrantes ecuatorianos y bolivianos perseguidos en San Diego, el de los nicaragüenses que lloran de cabanga en San Francisco por su paisaje perdido, el de los tex-mex del Paso, el de los chicanos de Yuma. La raza.  El español de los hondureños dejados desde antaño en las costas de Luisiana por los barcos bananeros de la Flota Blanca, el de la Florida de Ponce de León donde se habla en son cubano, el de los salvadoreños, los tristes más tristes del mundo de Roque Dalton, en las barriadas de Washington, el vasto e intrincado español de los dominicanos,  y los puertorriqueños de Nueva York.

La lengua que se paraliza en la boca es una lengua muerta. Y el español es también en los Estados Unidos una lengua literaria, que es la otra manera de que una lengua viva sin riesgos de muerte. Una lengua de los escritores que han traspasado la frontera, o que han nacido en el territorio de Estados Unidos, y escriben en español. Unos hablan la lengua, otros la escriben, y estos son sus dos puntales vitales. Es un asunto verbal, no territorial. Una cultura híbrida, variada, y contradictoria, sorprendente y sorpresiva, que varía su sintaxis, que crea neologismos, que se aventura a inventar.

Quienes la hablan y quienes la escriben son protagonistas de esa invasión verbal que cada vez más tendrá consecuencias culturales. Consecuencias de dos vías, por supuesto, porque cuando las aguas de un idioma entran en las de otro, se produce siempre un fenómeno de mutuo enriquecimiento.

La lengua que gana nuevos códigos cerca del lenguaje digital, de los nuevos paradigmas de la comunicación, de los libros electrónicos, de las infinitas bibliotecas virtuales que estuvieron desde antes en la imaginación de Borges, y que gana modernidad mientras se adentra en el siglo veintiuno.

El Gran Lengua seguirá siendo el vocero de la tribu. El que tiene el don de la palabra y representa así a los que no tienen voz. El que alza la voz, es él mismo la lengua, la encarna, y se encarna en ella. Guarda y publica la memoria de las ocurrencias del pasado, inventa, imagina, interpreta, recrea, explica, y seduce con las palabras.

¿A qué otra cosa mejor puede aspirar un escritor, sino a ser lengua de una tribu tan variada y tan vasta?

miércoles, octubre 16, 2013

Un fracaso no se improvisa


Foto: Ángel Guevara / Reforma

Juan Villoro

En Las almas muertas, Gógol señala que los crímenes pueden ser redimidos, pero nada salva de la mediocridad. Es el caso de la selección nacional, que se dirige al infierno menor del repechaje, última liquidación de temporada.

Costa Rica no necesitaba puntos para ir al Mundial. Nos superó como en una canción de Paquita la del Barrio: por orgullo y por placer. La prepotencia de nuestro futbol se mide en la felicidad que nuestras derrotas provocan en Centroamérica.

México le había ganado a Panamá con la chilena de Raúl Jiménez, jugada al margen de los planteamientos tácticos que cae en la jurisdicción de la Virgen de Guadalupe.

El milagro no se repitió ante Costa Rica. La lluvia presagió en hundimiento del Tritanic y Vucetich ponchó algunos salvavidas. México juega mal pero de modo misterioso. En forma única, utiliza dos centros delanteros que se estorban mutuamente; Oribe Peralta es nuestro mejor jugador pero se mueve en una zona que incomoda al Chicharito, y Aquino es un fantasma en busca de un improbable Halloween.

Más allá de las pifias puntuales, la desastrosa clasificación revela el deterioro estructural de un futbol donde el negocio no consiste en ganar títulos sino en vender jugadores. Pase lo que pase ante Nueva Zelanda, nuestro fracaso ha sido cuestión de método.

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Este texto fue originalmente publicado hoy en el diario Reforma. Todos los derechos reservados C.I.C.S.A. 2013

jueves, octubre 10, 2013

Mi Munro

Me enteré de la existencia de Alice Munro apenas esta mañana. De inmediato empecé a pedir a amigos y conocidos recomendaciones para acercarme a la Premio Nobel 2013. No hubo mucho éxito: parece que en México no es una autora muy popular. Pero a mediodía una amiga posteó en mi muro de Facebook el texto de un conocido suyo que habla desde una perspectiva entrañable de la autora canadiense. 

Agradezco a Angie Jasso haberme compartido el texto y a Sergio Huidobro su generosidad por permitirme compartirlo con ustedes en ergozoom. 

(Foto: vulture.com)

Mi Munro 

- Sergio Huidobro

A veces, hace años, lograba despertar a tiempo para percibir el olor: llegaba unos minutos antes de la primera vista del sol y antes de que la madera del techo crujiera, cuando el día ya estaba claro pero la niebla no se había despejado ni las gotas de frío habían dejado de formarse en la orilla de los vidrios. Un gallo. Un trote de caballo. La vibración del refrigerador en la cocina. Y eso era todo. Después, llegaba el olor.

Alguna vez, en otra ciudad, alguien me dijo que Alice Munro era una escritora que solo podía leerse a gusto o venderse bien en el primer mundo porque los problemas de sus personajes eran problemas del primer mundo: sin importar el argumento, el drama se centraba en un viaje a Escocia, preparar té, un trayecto en tren o vender una casa de campo.

Lo decía porque yo, latinoamericano en tránsito por un país con monarcas, llevaba como compañía de viaje un volumen de cuentos de Alice Munro, Friend of my Youth o Amistad de Juventud. Las cejas se alzaban en automático si decía que la llevaba y la leía en las noches como recuerdo de mi hogar. Apunto aquí que mis recuerdos estaban enteramente afincados en la colonia Cuautepec, en la casa de mis abuelos, en una zona popular fronteriza de la punta norte del Distrito Federal, que no es precisamente una nación de la Commonwealth ni se parece mucho a Canadá.

Pero lo que me contaba Munro no eran problemas del primer mundo porque ni siquiera eran, estrictamente, problemas: eran vidas, rostros, recuerdos ajenos y destellos de un mundo que sí se parecía al mío: en el mío, las personas también guardaban secretos, también olían a tela húmeda o caldo de pollo, también perdían o ganaban, se embarazaban a edad avanzada, estornudaban o tomaban café con leche con el noticiero de la tarde.

Tal vez los cuentos de Alice Munro a los que les guardo más cariño están en aquel ejemplar de Amistad de Juventud, comprado por inercia en la sede del Instituto Cervantes de una ciudad cuyo idioma desconocía casi por completo, pero también en Demasiada felicidad o en algún New Yorker perdido por ahí. Viviendo, como he vivido siempre, en una ciudad latinoamericana descomunal y abigarrada, hice costumbre el refugiarme en su mundo de esferas silenciosas, terrosas, añejas, tibias y llenas de viento.

Hoy por la mañana, después de varios años, me desperté otra vez a tiempo para percibir el olor: llegó unos minutos antes que el sol, antes de que las maderas crujieran. Aquí no hay gallos, ni caballos, no hay niebla ni se forman gotas de frío en las ventanas. Pero esta mañana se parecía a los veranos que pasé  en provincia, cuando niño, en una casa de campo al pie de la Sierra Norte de Puebla. Se parecía a esos lugares donde las personas guardan secretos, huelen a tela húmeda o a caldo de pollo, donde pierden o ganan, se embarazan a cualquier edad, estornudan o toman café con leche con el noticiero de la tarde. Y era cierto: Alice Munro acababa de ganar el Nobel.

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Sergio Huidobro (Ciudad de México, 1988) cursó estudios en Ciencias de la Comunicación y Escritura Creativa. Colabora con narrativa, ensayo, crónica de viaje y crítica cinematográfica en publicaciones impresas y electrónicas de México, Ecuador y Estados Unidos como Punto de partidaLa Tempestad Universitaria, Revista Mil Mesetas,El FanzinePeriódico de PoesíaContratiempo Ágora, del Centro de Estudios Internacionales del Colegio de México. Ha brindado charlas y co-impartido talleres de escritura y lenguaje audiovisual en recintos como la Fonoteca Nacional; en 2011 recibió el primer lugar en el Concurso de Crítica Cinematográfica Alfonso Reyes-Fósforo en el marco del FICUNAM.

miércoles, septiembre 11, 2013

¡Suena México!

Estamos a unos cuantos días de la fiesta grande de México y me han llamado la atención algunos mensajes vertidos en redes sociales, como el siguiente del escritor Óscar de la Borbolla, que llama la atención sobre la falta de espíritu tricolor en las fechas que corren:
Con los profesores en la plancha del Zócalo amenazando la fiesta, la reforma fiscal en ciernes y la Selección Mexicana a punto de no participar en un Mundial por primera vez en 24 años, no parece que esté el horno para pastelitos de guayaba ni el molcajete para guacamole.

De todos modos considero imperdonable no aprovechar la oportunidad para recordar y compartir con ustedes el orgullo de ser mexicano no precisamente gracias a sino a pesar de los conflictos sociales, los futbolistas (y directivos) de pacotilla y los gobernantes ineptos que este hermoso país ha de tolerar. 

En esta ocasión mi propuesta es musical. Mi sustituto de banderita en el coche es esta selección de piezas que definen a mi país en su variedad y alegría; sonidos para escuchar con agua de horchata; letras para cantar con birria o pozole de por medio. Razones para festejar que nos ha tocado nacer y vivir en una tierra generosa de sonrisas y fértil de hombres y mujeres buenos.    

Disto mucho de ser especialista en la materia, pero me arriesgaré a sugerir esta lista de piezas señeras de la cultura mexicana, interpretadas por algunos de los mejores músicos que hemos tenido. Seguramente les parecerá incompleta: aprovechemos esa circunstancia para entrar en contacto y enriquecer la lista con música que consideremos digna de compartir en el ámbito de nuestra fiesta mexicana. 


jueves, agosto 29, 2013

¡Nueve años!

(http://wallpapersus.com/beer/)
La propuesta surgió de un amigo, Jorge Pedro Uribe, con quien comentaba los mensajes que solía enviar con cierta regularidad a mi lista de contactos de correo electrónico. Algunos recordarán fotografías, enlaces a páginas web o comentarios sobre temas variados que enviaba con el disclaimer de que me avisaran si les incomodaban esos mensajes no solicitados. “Sería mucho más práctico que tuvieras un blog”, me dijo. “Llegarías a más gente y te evitarías la disculpa: cada quien te leería cuando quisiera”. Al principio desconfié, pero después de unos días empecé a hacer pruebas en Blogger y quedé maravillado con la facilidad del manejo de un blog, y con las posibilidades que ofrecía: era una forma de publicar textos propios, donde yo mismo sería mi propio editor: podía subir posts cuando quisiera, del tema que quisiera y prácticamente desde donde quisiera. El sueño hecho realidad de alguien que, como yo, tuvo pretensiones periodísticas desde muy temprana edad.
El resto es historia. El resto es ergozoom. Y hoy cumple nueve años. Soy consciente del carácter irregular y en ocasiones francamente caótico de esta bitácora, pero pienso que en ello reside gran parte del encanto de esta aventura.
A modo de celebración y agradecimiento, hoy, 757 entradas después de la primera, deseo compartir con ustedes una de las pocas cosas que no había publicado hasta ahora: un podcast con el que espero satisfacer mi apetito radiofónico y compartir con ustedes, en estas primeras entregas, fragmentos de textos y piezas musicales que le han puesto pimienta a los primeros 108 meses de ergozoom.
El primer episodio tiene como base un exquisito texto que abre El primer trago de cerveza y otros pequeños placeres de la vida, de Philippe Delerm, publicado en español por Tusquets Editores en 1998. La pieza del cierre es una versión del blues “One Scotch, One Bourbon, One Beer”, interpretada por el dueto japonés Bogalusa. El hallazgo musical fue de José Luis Esquivel, a quien además agradezco la producción sonora del podcast.

¡Salud!

miércoles, agosto 21, 2013

Empezar a leer


Una de las preguntas más difíciles de responder para cualquier lector más o menos avezado es ésta: ¿Cómo empezaste a leer? Me la han hecho varias veces y siempre respondo con un dejo de vergüenza. Supongo (quiero pensar que equivocadamente) que las personas que me hacen esa pregunta esperan por respuesta títulos como la Ilíada o autores de la talla de Cervantes. La verdad es mucho menos rimbombante. 

Ahora, sin el pudor que impone el bluff intelectual, puedo decir que siento una inmensa gratitud por publicaciones como Selecciones del Reader's Digest. Cuando tenía entre ocho y diez años de edad, pedía a mis papás que me la compraran en Sanborns. Recuerdo tratar cada ejemplar como sigo tratando muchos de mis libros. Estoy casi seguro de que la coleccionaba, pero no he encontrado ningún ejemplar de entonces.
Por la misma época encontré en la biblioteca familiar varios fascículos de la colección Joyas literarias juveniles, que ofrecía en forma de novela gráfica obras de Poe, Stevenson y London, entre muchos otros. La impresión era paupérrima y las ilustraciones tampoco eran buenas, pero a mi parecer los textos mantenían su esencia y me permitieron acercarme así a obras que disfruté con mucho placer años después.  
Creo que Mafalda fue en buena medida la razón por la que me acerqué a la radio, que se convertiría en parte fundamental de mi vida al inicio de mi carrera profesional. Siempre me sentí seducido por la imagen de Mafalda bailando al ritmo de Los Beatles o pronunciando alguna de sus punch-lines después de escuchar el noticiario. Releí hasta deshojarlos muchos de los volúmenes que entonces editaba Promexa.
Pero quizá los textos que más añoro de aquellos tiempos son los de la serie Elige tu propia aventura, editados por la catalana Timun Mas. Los descubrí gracias a mi mejor amigo y también vecino en aquel entonces, Jorge Pedro Uribe. Edward Packard (iniciador de la serie) era para nosotros poco menos que un genio. Desde entonces he encontrado en muy pocas ocasiones el inmenso placer que me producía una lectura que implicaba mi participación activa.

Leer es para mí un acto tan necesario y placentero como comer, beber o hacer el amor. Por eso cuando encuentro alumnos embebidos en sagas como las de Harry Potter, Crepúsculo o Los juegos del hambre no puedo sino esbozar una sonrisa y pensar que, probablemente, esos chicos han iniciado ya el largo camino que yo empecé con novelas gráficas y libros de aventuras. Estoy de acuerdo con Harold Bloom cuando dice que la lectura es un placer difícil, pero pienso que, sobre todo, es un placer. Ése es el mejor principio que puedo imaginar para un lector que inicia: que disfrute. Lo demás (la voluntad de enfrentarse a textos difíciles) tarda en llegar, pero llega. Y también es un placer.