lunes, abril 13, 2015

Contra la tarea

El siguiente texto fue escrito por Alfonso González Balanza, profesor español de Secundaria. Se refiere, básicamente, a la educación Primaria, pero considero que sus ideas son valiosas también para el Bachillerato. Aquí está la fuente donde encontré el texto.
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La inmensa mayoría de los maestros (mis compañeros de profesión) considera que los deberes son absolutamente necesarios. Muchos estarían dispuestos a discutir sobre la cantidad adecuada, pero que hay que mandar deberes no se lo cuestionan; es algo tan evidente como que  en invierno hace frío y que en verano hace calor. Digamos que es el orden natural de las cosas. Los maestros deben mandar deberes y los niños deben hacen deberes por la misma razón que la Tierra da vueltas alrededor del Sol y las plantas florecen en primavera: porque así ha sido siempre y porque así debe ser. La maldición bíblica “ganarás el pan con el sudor de tu frente” está tan arraigada en nuestra cultura que la hacemos extensible a los niños. La vida es dura; en este valle de lágrimas no estamos para disfrutar, sino para sufrir.
A casi cualquier maestro que le preguntes por la conveniencia de mandar deberes a los niños te contestará, igual que se recita un mantra, que los deberes cumplen tres funciones: refuerzan lo aprendido, enseñan responsabilidad y crean un hábito de trabajo. Y de ahí no los vas a sacar. Eso es lo que hicieron con ellos sus maestros, eso es lo que les han enseñado en la escuela de magisterio y eso es lo que harán hasta que se jubilen. No importa que nuestro país, año tras año, esté a la cola de los países avanzados, en cuanto al rendimiento escolar se refiere, a pesar de que nuestros alumnos sean los que más días de clase tiene al año y más horas dedican a los deberes en casa. Da igual que todos los estudios internacionales demuestren que los países en los que menos deberes se mandan (o en los que directamente están prohibidos por ley) sean los que mejores resultados obtienen; da igual que todas las investigaciones serias hayan demostrado que los deberes no sólo no sirven para nada, sino que pueden ser perjudiciales. Para muchos de mis compañeros de profesión tales estudios son una patraña de pedagogos progres que no quieren que a los niños se les transmita  la cultura del esfuerzo.
Frente a esos argumentos repetidos por tantos profesores, mi experiencia me dice que los deberes son inútiles, antipedagógicos, profundamente injustos y, lo que es peor, impiden a los niños realizar otras actividades mucho más importantes. Pero en primer lugar voy a explicar por qué, a mi juicio, tales argumentos son una falacia y un sofisma.
¿Hábito de trabajo? Si dedicar 9 meses al año, 5 días a la semana y 5 horas diarias a la realización de tareas escolares, para un niño de entre 6 y 11 años, no es suficiente para lograr un hábito de trabajo, que alguien me explique qué se necesita para lograr ese hábito. Niños en edad de correr y jugar, están sentados en una silla de madera 5 horas diarias realizando tareas aburridas y repetitivas, mientras exigimos que estén en silencio y concentrados. Cuando los profesores asistimos durante nuestra jornada laboral a una charla de más de una hora, nos retorcemos en nuestros asientos y miramos el reloj con desesperación, a pesar de que somos adultos y se nos supone una mayor capacidad de autocontrol y sacrificio, ¡por no mencionar que nos pagan por ello! Mi hija de 8 años, por ejemplo, dedica al trabajo muchas más horas que yo y que absolutamente todos los profesores que conozco (y conozco muchos).
¿Responsabilidad? Existen muchas formas de enseñar responsabilidad, y no sólo la de cumplir con la obligación de hacer deberes; sin olvidar que no podemos exigir responsabilidad a quien por su edad no es responsable de su tiempo ni de sus circunstancias. La responsabilidad se adquiere progresivamente, y me parece normal empezar a exigirla en la ESO, pero no en Primaria: el tiempo del que disponen los niños por la tarde o los fines de semana no depende de ellos, sino de sus padres.
¿Refuerzan lo aprendido? Un niño de 11 años sólo necesita saber sumar, restar, multiplicar, dividir, escribir (correctamente) y leer (con fluidez), para afrontar con éxito la Secundaria. ¿Eso no se puede aprender en 6 años de trabajo diario en clase? Los niños no refuerzan lo aprendido en clase por la tarde: lo aborrecen. Hasta que no tuve hijos, y estos empezaron a estudiar en Primaria, no me di cuenta de la suerte que tuve de ir a un colegio en el que no se mandaban deberes hasta la 2ª etapa de E.G.B. (de 6º en adelante) y, la verdad, no me ha ido nada mal en mis estudios posteriores.
Y ahora voy a explicar por qué sostengo que son injustos e inútiles: para empezar, los deberes que se mandan son los mismos para todos los niños, independientemente de su capacidad y circunstancias personales. Esto es, por definición, absurdo e injusto: si mi hija, que está en 1º de ESO, no hubiera tenido unos padres profesores (y por lo tanto con estudios y MUCHO tiempo para dedicarle) no habría obtenido los resultados tan buenos que obtuvo en Primaria. Pero a pesar de toda la ayuda que le hemos dado, mi hija ha dedicado cientos de horas a realizar tareas escolares absurdas y repetitivas. Porque la mayoría de las actividades incluidas en los libros de texto se basan en la repetición, en el aprendizaje memorístico al pie de la letra, en copiar mecánicamente y en seguir unas pautas de realización muy concretas, que no dejan margen ninguno a la creatividad, y que logran destruir la curiosidad de los niños. Además, las tareas que mandamos, en muchos casos, no siguen criterio pedagógico alguno: he podido comprobar cómo el número de ejercicios o de trabajos que tenía que hacer mi hija en una asignatura, aun teniendo al mismo profesor, variaba enormemente de un año para otro por el mero hecho de que, al cambiar de editorial, el nuevo libro tenía muchos más o muchos menos ejercicios que el del año anterior. Es decir, que los profesores mandamos todos los ejercicios que vienen en el libro, sin plantearnos cuántos o cuáles son los necesarios: si son diez, diez, y si son veinte, veinte (y, por supuesto, HAY que hacer todos los ejercicios y dar todos los temas del libro). Y este no es un problema del colegio de mis hijos (de cuyos profesores, excelentes profesionales, no tengo, por otra parte, ninguna otra queja), sino que es un problema generalizado de nuestra profesión.
Pues bien, yo confieso que he hecho docenas de ejercicios de Matemáticas a mi hija (si, por ejemplo, le mandaban cinco divisiones, ella hacía una y yo cuatro) le he dictado montones de ejercicios de “Cono”, le he traducido incontables páginas escritas en Inglés, le he ayudado con decenas de ejercicios de Lengua y le he hecho muchos trabajos de diferentes asignaturas (mi mujer, además, le ha ayudado a terminar incontables láminas de dibujo y trabajos manuales). ¡Y no me arrepiento! Lo he hecho para que mi hija tuviera una infancia feliz y durmiera todos los días 10 horas. Gracias a eso, mi hija es una niña sana, además de una gran deportista, le encanta leer y escribir por puro placer, juega  al ajedrez, toca la guitarra y es una niña abierta y sociable que ha jugado cientos de horas en la calle. Y si ahora que está en la ESO puedo asegurar que no le ayudo nada en absoluto y sigue sacando muy buenas notas, ¿eran necesarios todos esos deberes que le mandaron y no hizo? ¿Qué pasa con todos los niños cuyos padres trabajan mañana y tarde y, además, no tiene estudios para poder ayudar a sus hijos? Pues simplemente que este sistema educativo injusto, que coarta la libertad y la creatividad de los niños, los margina irremediablemente y los señala como niños irresponsables y fracasados, a la vez que los hunde con negativos, ceros y castigos, y les mina la autoestima, haciéndoles creer que no sirven para estudiar. Si las circunstancias familiares de cada niño son distintas, todo lo que se mande para casa es, por definición, injusto, y condena al fracaso a miles de niños cuyos padres no tienen tiempo, ni capacidad, para ayudar a sus hijos con los deberes escolares.
Pero además, los deberes son antipedagógicos porque hacen que los niños odien estudiar y aprender. A la mayoría de los niños les encanta ir al colegio, pero no soportan hacer deberes; para los niños estudiar y aprender es un castigo (mis hijos no pueden entender que yo siga estudiando por placer). Eso es lo que hemos conseguido mandando deberes hasta lograr el hastío de los niños.
Y lo peor de todo: los deberes ocupan tanto tiempo que los niños no pueden realizar otras actividades mucho más importantes para su desarrollo físico y psíquico; los profesores hemos logrado que los niños lleven una vida igual de sedentaria que los adultos, con el consiguiente problema, convertido ya en epidemia, de obesidad infantil generalizada.
Y es que los maestros no mandamos una actividad en concreto, un día en concreto, tras una meditada reflexión, por considerarla necesaria para conseguir un determinado objetivo que es imposible lograr con el trabajo de clase, tras plantearnos los pros y los contras y pensar de qué modo podemos lograr que nuestros alumnos se motiven con dicha actividad (en vez de considerarla un castigo), sino que lo hacemos de manera automática; porque sí, porque es lo que se supone que hacen los maestros.
Yo propongo que, siguiendo la lógica de mis compañeros maestros, los equipos directivos de los centros nos manden trabajo durante las vacaciones, para que no perdamos el hábito de trabajo adquirido durante el curso. Y que cuando asistamos a un curso de formación, nos manden deberes para el día siguiente con el fin de afianzar los contenidos del curso.
Muchos compañeros me comentan que son los padres los que exigen que se manden deberes a los niños. ¡Pues claro! Para muchos padres los deberes son la forma de que sus hijos estén ocupados y no les molesten pidiéndoles ir a la plaza a jugar. Muchos padres querrían que los niños estuvieran en el colegio hasta las 8 de la tarde, y, por supuesto que hubiera clase los sábados y que los niños siguieran yendo en julio al colegio. ¿Por qué no les hacemos caso en eso también?
¿Y qué deberían hacer, a mi juicio, los niños después de la jornada escolar? Pues según todos los estudios científicos y pedagógicos, está absolutamente demostrado que los mayores beneficios para el desarrollo neurológico y cognitivo de los niños se obtienen con las siguientes actividades: Deporte, Arte (Música, Dibujo…), Juego (imprescindible para la socialización de los niños y para desarrollar la creatividad), Idiomas y Lectura. El arte, la filosofía, la ciencia, la literatura, la música y todas las actividades más elevadas realizadas por el ser humano, son consecuencia directa del mayor logro conseguido por la humanidad: el tiempo de ocio.
Por lo tanto, los niños deberían pasar más tiempo con sus familias, jugar con otros niños (a ser posible en la calle) y practicar deporte, todos los días; aprender a tocar un instrumento musical, practicar una lengua extranjera y jugar al ajedrez, varios días a la semana. Y, sobre todo: leer, leer, leer, leer, leer… Sólo se debería mandar de deberes, en Primaria, leer todos los días el libro que ellos elijan. Y al día siguiente, en el colegio, hacer una redacción contando lo que han leído. Nada más; el resto de actividades se deberían hacer todas en clase. Si intentamos reducir el número de deberes no cambiaremos nada: todos los maestros están convencidos de que ellos mandan muy pocos deberes; sólo eliminándolos por completo lograremos acabar con esta sin razón.  

lunes, abril 06, 2015

House of Cards 3, avalada por su gobierno de confianza


Josemaría Camacho
@_zemaria
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En las primeras dos temporadas Frank Underwood era un hijo de puta sin escrúpulos. No dudó en usar a quienes le podían ayudar a conseguir sus fines ni tampoco en deshacerse de ellos cuando dejaron de ser útiles. Y por deshacerse no me refiero a la humillación o al escándalo, sino al homicidio: a uno lo ahogó en CO2 y a la otra la arrojó a las vías del metro. Sutil, el hombre.
En la tercera temporada Frank sigue siendo un hijo de puta, sí, pero ya no tanto y  —aquí lo importante— ya no sin escrúpulos. ¿Cómo es posible, en términos generales, que una persona cambie hacia la prudencia cuanto más poder tiene para cometer las imprudencias que le consiguieron ese poder? (¿whaaaaa?). ¿Es verosímil ese cambio? ¿Es que ahora que es presidente, que se ha cumplido el objetivo que lo condujo durante las dos primeras temporadas, de pronto no es tan mala persona? ¡C’mon!
No sé ni por dónde comenzar. La tercera temporada, aunque no deja de tener un guión intrigante y una producción impecable, parece haber pasado por la Casa Blanca real antes de comenzarse a rodar. Es de un adoctrinamiento increíble en materia de política exterior. Ahora el único tipo sin escrúpulos en toda la serie es el presidente ruso. Cada una de sus decisiones se tiene que ver confrontada con la prudencia y la razonabilidad del presidente norteamericano para no terminar en un escándalo mundial. Ya no sólo no asesina a nadie, sino que ahora es el único que hace lo éticamente correcto, el único que conecta con la estructura moral del espectador. No me parece ni creíble ni sano ese giro. No para la línea discursiva, tampoco para la interpretación a posteriori de una serie de tal envergadura (me refiero a los valores de producción, al casting, a los directores que ha tenido y al rating, por supuesto: es, se quiera o no, una serie importante).
Por otro lado está la historia del novelista de best-sellers. Frank Underwood le dice en algún momento que a la gente le gusta comprar historias, encuentra la verdad en las narraciones mejor que en los hechos fríos y que, por tanto, lo que él está buscando para hacer una apología de sí mismo es una narración extraordinaria. Esa es una historia vieja, si no lo creen sólo échenle ojo a la Poética de Aristóteles o a Talleb y su opinión sobre la narrativa de la verdad en su libro sobre el fenómeno de El cisne negro. Pareciera que los guionistas de House of Cards, al introducir este personaje, hacen un guiño al espectador atento y le dicen entrelíneas: acá también estamos haciendo eso, te estamos vendiendo una verdad disfrazada de historia de ficción. Como si, a escondidas, echaran al agua el mensaje en una botella. ¿Lo recibieron?
America Works, por último. El berrinche de programa de gobierno del presidente Underwood —nada que ver con el Obama Care, por supuesto, cof, cof—. Si hiciéramos una encuesta de a cuántas personas que han visto la tercera temporada les parece que es un buen programa que debería llevarse a cabo, 8 de cada 10, republicanos o demócratas, dirían aye (o sea en lenguaje congresista). Pareciera que el subtexto dice: no a todos les van a gustar las propuestas de un presidente, pero después de entenderlas a fondo a través de un drama que se hizo fama de true & indie durante dos temporadas enteras, ya verán que entienden y justifican las pequeñas incomodidades de un programa de gobierno tan bueno y tan ambicioso que tanto bien nos va a traer. ¿O de plano estoy siendo paranoico?
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El autor es filósofo, escritor y publicista. Puma. Su primer libro, Imagine un pez, se trata de usted. Lo puede adquirir aquí

miércoles, abril 01, 2015

La innovación es una enfermedad que se cura con los años.


Recupero una de las inquietudes que Andrés Oppenheimer presenta en su libro ¡Crear o morir! (Debate, 2014), y que tiene que ver con la cultura de la innovación. Él señala que hay un consenso generalizado en el sentido de que los países latinoamericanos "deben mejorar la calidad de la educación, estimular la graduación de ingenieros y científicos, aumentar la inversión en investigación y desarrollo, ofrecer estímulos fiscales a compañías que inventen nuevos productos, derogar las regulaciones burocráticas que dificultan la creación de nuevas empresas, ofrecer más créditos a los emprendedores y proteger la propiedad intelectual". Todo esto, sin embargo, puede resultar inútil "a menos que exista una cultura que estimule y glorifique la innovación".
    
¿Qué es una cultura de la innovación?
Oppenheimer responde: "Es un clima que produzca un entusiasmo colectivo por la creatividad y glorifique a los innovadores productivos de la misma manera en que se glorifica a los artistas o a los deportistas, y que desafíe a la gente a asumir riesgos sin temor a ser estigmatizados por el fracaso. Sin una cultura de la innovación, de poco sirven los estímulos gubernamentales, ni la formación masiva de ingenieros, ni mucho menos los parques tecnológicos que promueven varios presidentes".

Es, en suma, una cultura en la que el riesgo y su primo hermano el fracaso no se penalizan, sino que —al contrario— se valoran en el entendido de que ninguna idea genial surgió sin decenas de intentos previos (que terminaron, sí, fracasando). 

Me llama la atención esta idea porque me parece poderosa y, sobre todo, porque no considero que haya permeado en nuestro sistema educativo, ni en nuestra cultura. No sólo entre mi generación sino, más preocupantemente, entre integrantes de la nueva (nacidos a partir de 1995) sigo percibiendo un temor atávico al fracaso. De algunos de mis exalumnos, hoy jóvenes en sus primeros 20's, escucho la necesidad de encontrar un trabajo estable, que pague sus cuentas. ¿Arriesgarse a inventar algo, iniciar su propia empresa o dedicarse en serio a alguna actividad artística? "Pepe, seamos serios por favor".

Incluso de los más jóvenes, que todavía no entran a la universidad, he percibido la necesidad de contar con un plan de carrera bien definido (en los términos que, por supuesto, propone el entorno que conforman sus padres y escuela), una especie de hoja de ruta que les garantice que, si la siguen con diligencia, en unos años tendrán un empleo estable y, quizá, serán felices. Es raro al que le noto la convicción (tan cacareada por los teóricos de las nuevas generaciones) de que su destino no consiste en buscar trabajo sino inventarse uno.  

Por todos lados bombardeamos a nuestros jóvenes con videos y frases de Steve Jobs, Bill Gates, Richard Branson y un largo etcétera de emprendedores que se han arriesgado muchas veces (y fracasado otras tantas) para lograr el éxito que hoy les admiramos.  Sin embargo algo en nuestra cultura, algo viejo pero muy fuerte, no permite que esas ideas aniden entre nuestros más jóvenes. Por alguna espantosa razón siguen considerando que lo mejor es seguir el guión que alguien les pone enfrente en vez de crear el suyo aún a riesgo del fracaso. Esta última palabra paraliza a casi cualquier persona que conozco (y me interesan, sobre todo, mis alumnos y exalumnos). Ante la simple idea del fracaso su semblante se endurece y sus ideas también. Esgrimen el argumento (de sus padres, de sus abuelos) de que la vida es de tal manera (como lo fue hace treinta o cuarenta años) y que, bueno, la juventud es una enfermedad que se cura con la edad. 

Leo en el libro de Oppenheimer que una de las preguntas recurrentes en las entrevistas de trabajo en Silicon Valley se refiere a cuántas empresas has iniciado (no llevado a la cumbre del Dow Jones, sino simplemente iniciado) y pienso en mis alumnos y exalumnos respondiendo, desconcertados: "Ninguna, pero me gradúe con mención honorífica (o algún otro mérito equivalente)". Algo estamos haciendo muy mal si el principal mérito de nuestros jóvenes es un documento que "avale" (así, entre comillas) ciertas competencias que, en el mundo real (y el que sigue en las próximas décadas), deberían poderse mostrar en acción y no sólo mediante un certificado. Documento que, por cierto, les habrá costado el equivalente en tiempo y dinero a lo suficiente para haber iniciado varias empresas, una de las cuales podría estar pagando sus cuentas y perfilándolos como competidores globales en vez de esperar a los 22 o 23 años que su carrera profesional inicie cobrando como empleados en alguna empresa o compitiendo contra colegas de su edad que tienen a cuestas la experiencia de dos o tres start-ups.

Ni duda cabe: hay mucho camino por andar.