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jueves, enero 05, 2017

"Hasta el último hombre", de Mel Gibson



La semana pasada se estrenó en México Hacksaw Ridge (que los ingeniosos mercadólogos de la distribuidora tradujeron como Hasta el último hombre), la nueva película de Mel Gibson como director (se tomó su tiempo en volver: su anterior realización fue Apocalypto, de 2006). 

Narra la historia real de Desmond Doss, un joven adventista que se enrola en el ejército estadounidense para participar en la Segunda Guerra Mundial. Tiene todas las características que requiere la misión (es joven, valiente, sano) salvo que su religión le prohíbe portar y desde luego usar armas, por lo que tras superar varios obstáculos (básicamente compañeros y superiores que lo bulean por ser tan bueno) puede continuar su carrera militar como paramédico (no armado). Esto ya habría sido suficiente para pasar a la Historia, pero Doss se hizo célebre porque tras una cruenta batalla en el frente japonés decidió quedarse en el campo para rescatar a sus compañeros heridos (que eran decenas). Desarmado, herido, hambriento y solitario, Doss entró en un estado cercano al éxtasis místico y logró rescatar a más de setenta de los colegas que antes se burlaron de él. 

La película no es mala. Al contrario: es una cinta bien hecha, con actuaciones eficaces y basada en una historia auténtica e interesante. El problema es que a Gibson "se le ve el plumero" todo el tiempo: son evidentes sus intenciones de adoctrinamiento cristiano. El personaje principal es prácticamente un santo y hacia el final, cuando le pide a Dios ayuda para salvar a sus compañeros, las acciones que se cuentan de él no son hazañas, sino milagros. En las escenas finales hay innegables reminiscencias de iconografía religiosa: cuando al soldado Doss le bañan después de su milagro se alude al sacramento del Bautismo y la toma en contrapicada de Doss en la camilla (también después de sus salvamentos) es una clara referencia a la Ascensión. 

Desde luego, no tengo problema con la fe de Gibson. Lo que me incomoda es su pretensión de adoctrinar. El tono de los últimos veinte minutos de la película es el de un pastor predicando que la Fe lo puede todo y si te encomiendas al Señor no hay obstáculo que no puedas superar. A los cristianos esto les parecerá uno de los puntos más fuertes de la película, pero a quien no comparta su credo puede resultar molesta esa insistencia de mostrarle al público dónde (desde su perspectiva) se encuentra la Verdad del Mundo. 

La cinta está nominada al Globo de Oro en la categoría de Mejor Drama, aunque según he leído no se encuentra entre las favoritas para ganar el premio. La ceremonia se llevará a cabo el próximo domingo.
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Hasta el último hombre (Hacksaw Ridge, 2016), escrita por Robert Schenkkan y Andrew Knight. Dirigida por Mel Gibson. Con Andrew Garfield y Sam Worthington. Calificación ergozoom: 3/5

domingo, noviembre 20, 2016

#EnMangasDeCamisa 15

En esta ocasión les recomiendo Snowden, la nueva película de Oliver Stone, recién estrenada en México. Mucho qué comentar: en muy pocas palabras creo que Snowden es --básicamente-- un héroe de nuestros tiempos. Vale la pena conocer su historia, y asumir las reflexiones que plantea.  

Acompañan el comentario ideas musicales de Peter Gabriel y María Victoria. :-)

Aquí la conferencia de Glenn Greenwald a la que aludo en el podcast (imperdible para entender cabalmente las razones de Snowden). 

Escucha"En Mangas De Camisa 15" en Spreaker.


miércoles, agosto 24, 2016

#EnMangasDeCamisa 11


¡Ya en línea el undécimo episodio #EnMangasDeCamisa! :-D

En esta ocasión, análisis de los resultados de México en Río 2016, que incluye la perspectiva de nuestros amigos de Sportspedia y de Juan Villoro, entrevistado por SinEmbargoMx. También hay comentario sobre el plagio de Peña Nieto y la chairez de Aristegui. o_0

La música es de Joss Stone ("Free Me") y Muse ("Madness"). 

Como siempre, ¡muchas gracias por escuchar y compartir #EnMangasDeCamisa!


domingo, marzo 20, 2016

'Cinco esquinas'



Soy fan de Mario Vargas Llosa desde la primera vez que leí La ciudad y los perros, una novela que empezó a escribir a los 23 años y que rezuma una potencia narrativa que no le he vuelto a leer. Disto de haber leído su obra completa, pero sí lo he hecho con más de media docena de sus novelas, varias de las cuales me han parecido sobresalientes (La tía Julia y el escribidor me divierte mucho y La fiesta del Chivo me parece un tour de force muy bien logrado). Me dicen que Conversación en la catedral y La casa verde, dos obras suyas que no he leído, son superiores. La primera novela que publicó después del Nobel, El héroe discreto (2013) me pareció buena a secas, se deja leer. Pero Cinco esquinas no llega ni siquiera a ese punto. 

La trama inicia muy bien, con una impetuosa escena lésbica entre dos mujeres de la alta sociedad limeña. Marisa, esposa de un prominente minero, y Chabela, mujer de un acaudalado abogado, amanecen juntas en la cama. Mientras se despereza, Marisa recuerda lo ocurrido la noche anterior y un narrador omnisciente nos da detalles del affaire que estas dos mujeres concreteron. En el segundo capítulo Quique, esposo de Marisa, recibe en su oficina unas fotografías escandalosas que el director de una revista amarilla amenaza con publicar. El lector imagina que son imágenes de Marisa y Chabela, pero la sorpresa es que no, que es Quique quien aparece en esas fotos.

Hasta ahí todo bien. La mesa está puesta para un thriller periodístico-político de altos vuelos. Más aún si consideramos el escenario en el que Vargas Llosa sitúa la trama: los últimos meses del Fujimorato. Pero después de esos dos buenos capítulos (la novela tiene 22) Vargas Llosa se enreda en describirnos personajes menores, aunque importantes para el desarrollo de la acción: el director de la revista amarilla, su redactora estrella, un recitador de poemas venido a menos... Y así va intercalando capítulos hasta que hacia el final los junta a todos en "un remolino" (así titula el capítulo) y resuelve el problema de una manera apenas verosímil y totalmente anticlimática. 

Una decepción. Porque otro Vargas Llosa (ya no el veinteañero de La ciudad y los perros, pero sin duda el adulto mayor de La fiesta del Chivo) hubiera aprovechado esta materia para producir una obra puntillosa y audaz. No es el caso de Cinco esquinas, a la que uno puede fácilmente imaginar que Vargas Llosa no le dedicó tiempo ni empeño. Se le nota a leguas la dejadez, la abulia, la falta de ambición y curiosidad literarias. Recomiendo no pasarse por ahí y revisitar alguno de sus trabajos mejor logrados.
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Cinco esquinas
Mario Vargas Llosa
Alfaguara, 2016
$299 impresa / $159 digital 

jueves, marzo 10, 2016

'Las criadas', de Genet


Las criadas, de Jean Genet, nunca me ha decepcionado al intentar sorprender a mis alumnos. Para eso fue escrita: procurando evadir el teatro como espectáculo burgués y aprovecharlo como terapia en el re-conocimiento de lo que somos, aunque nos duela. 

Para quienes no conocen el texto, simplifico diciendo que aborda el juego de las criadas del título al salir su señora de la casa: se ponen su ropa, la imitan, se burlan de ella, la humillan... pero todo lo hacen ellas (las criadas) en un juego de espejos cuyos reflejos nos alcanzan aunque no queramos (al fin todos somos "criados" de alguien).

Nunca he visto la puesta en escena, y ha poco me enteré de que se presenta en el Foro Cultural Chapultepec. Como deseaba saber si valdría la pena recomendarla a mis alumnos, pedí su opinión a un viejo conocido del Claustro. Esto es lo que generosamente me envió ayer.

Pablo Iván García, quien firma la reseña, es autor del libro Micro dermo abrasión, por el cual recibió el Premio Bellas Artes de Dramaturgia 2010. Es egresado del Centro de Capacitación Cinematográfica. Ha colaborado como creador de contenidos en las dos principales televisoras del país, así como en medios y plataformas digitales. Actualmente es profesor de literatura en el Tecnológico de Monterrey campus Ciudad de México y cursa la maestría en Guionismo de Cine y Televisión en la Universidad Intercontinental (UIC). Conduce el programa de radio “¡Mucha mierda!” en Puentes


Las criadas, según Salvador Garcini

¿Por qué montar Las criadas, de Jean Genet, con actores y no con actrices? Un espectador con cierta avidez consideraría la biografía del autor francés y la temática de su obra narrativa. Sin embargo, la puesta en escena de Salvador Garcini no genera un discurso sobre la homosexualidad. Aunque el libreto de Genet sí hace alusiones a la probable relación lésbica -e incestuosa- entre las protagonistas -Clara y Solange-, en realidad el montaje que se presenta actualmente en el Foro Chapultepec busca exponer, principalmente, la condición social de las empleadas domésticas y su relación con los patrones.
         ¿Para qué ver un texto clásico -montado hace ya varias décadas en México- con un renovado elenco de actores? Cabe aclarar que el ejercicio histriónico es loable. Mauricio Islas y Alex Sirvent interpretan correcta, decentemente a las criadas, mientras que Alejandro Camacho -un actor con muchas tablas- hace una verosímil ejecución de una señora de clase alta. Empero, trasladar un texto escrito en 1947 al contexto actual supone un reto enorme, sobre todo para que el espectador no piense que el lenguaje anquilosado es el único lenguaje posible para el teatro contemporáneo. Y no me refiero solamente al lenguaje verbal, sino el teatral: la escenografía, la iluminación, los trazos de los actores; todo se vuelve anticuado porque el director asume que solo hay una forma de contar esta anécdota y esa única alternativa es un realismo exacerbado, con flores en todos los rincones del escenario, muebles finos por aquí y por allá, vestidos estrafalarios… una producción deslumbrante, una atmósfera reluciente, donde el único elemento perturbador son los cuerpos de Sirvent e Islas enfundados en vestimentas propias de mujeres jóvenes.
¿Aporta algo que no sean actrices, sino actores -cual Antigua Grecia, cual teatro Kabuki- quienes interpretan a los personajes femeninos? En lo absoluto. Y bien dicen que lo que no aporta, estorba. Sin embargo, la razón principal por la que no recomendaría este montaje es la ausencia total de una propuesta creativa en términos de iluminación (los cambios de luces son nulos), el uso innecesario de micrófonos (rasgo propio del teatro comercial, aunque nunca me había tocado presenciar la falla constante de un micrófono en plena función), además de la escenografía, fastuosa, hiperrealista, como si ésta sirviera para justificar los elevados precios de un espectáculo que trata de mostrar un discurso inteligente, crítico, contestatario. 
Las criadas, bajo la batuta de Salvador Garcini, es viable para el público que quiere apreciar en vivo a sus artistas televisivos, sin importar el tema o la anécdota. Genet plantea un discurso sobresaliente, que es tratado de forma anticuada por un director experimentado en el terreno comercial, pero sin méritos en el teatro de búsqueda. Resultado: una obra fumable, pero sin sustancia. El espectador hará una mejor inversión -intelectual y monetaria- si, en vez de desembolsar el dinero del boleto, lo gasta en las obras completas del controvertido escritor francés.  

Las criadas
Dramaturgia: Jean Genet
Dirección: Salvador Garcini
Elenco: Alejandro Camacho, Mauricio Islas y Alex Sirvent
Foro Chapultepec
Mariano Escobedo 665, Anzures. Ciudad de México.


sábado, agosto 29, 2015

Crítica a "Club de Cuervos" (o de cómo Javi Noble derivó en esperpento)


Recibí con entusiasmo la llegada de Club de Cuervos porque hace un par de años consideré Nosotros los Nobles una comedia fresca y bien resuelta. Pensé que Gaz Alazraki, director de los Nobles y ahora productor de los Cuervos, representaba el estilo desenfadado de una nueva generación capaz de dar la vuelta a los estereotipos para construir un discurso distinto al de nuestros padres y abuelos (aunque ciertamente no logró ese objetivo en los Nobles y desde luego no lo hace en los Cuervos). En fin. Que le tenía fe a la primera serie mexicana producida para Netflix. 

La decepción fue grande desde los primeros capítulos, en los que se ensalza grotescamente el personaje de Chava Iglesias (el Javi Noble de Luis Gerardo Méndez, reloaded), un mirrey que hereda el equipo de fútbol de su padre y decide convertirlo (cómo no) en el Real Madrid de América Latina. Para ello contrata a un súper futbolista extranjero, que resulta un éxito mediático pero un desastre en el equipo debido a su megalomanía y sus devaneos sexuales. A su favor Chava tiene a su asistente personal (un siempre humillado personaje de nombre "Hugo Sánchez") y a la amante de su padre fallecido. En contra tiene a todos los demás: sobre todo a su hermana Isabel (Mariana Treviño, excelente) y a su en algún momento incondicional director deportivo, Félix (Daniel Giménez Cacho, en buen nivel). 

El problema reside en que Alazraki no atina a definir el género en el que se inscribe Club de Cuervos: intenta ser comedia al principio (los primeros capítulos ya mencionados) pero hacia la segunda parte da un giro dramático muy fuerte (en el octavo episodio la pelea entre Chava e Isabel es de un patetismo notable) y termina en un tono anticlimático que no resulta ni gracioso, ni triste, ni —y esto es lo peor para un producto de esta naturaleza— con un conflicto por resolver (que nos haría esperar una segunda temporada).

Club de cuervos es, en suma, el experimento fallido de un equipo de creativos que erró al no definir su producto: intentó abarcar tantos registros (la comedia, el drama, la farsa) y tantos temas (el poder, el fútbol, los prejuicios sociales) que se quedó corto en todos, resultando una serie muy dispareja, con algunas líneas ocurrentes y varias buenas actuaciones que sin embargo no la salvan de ser el petardazo de este verano. 

Para leer más:
Crítica de Ivonne Lara en Hipertextual (a favor).
Crítica de René Franco en Milenio (en contra). 

domingo, mayo 17, 2015

El efecto Mozart (según Amazon)



Hay algo atractivo en el programa Mozart in the Jungle. Para empezar, claro, el título que lleva el nombre de un músico genial situado en un contexto completamente antimozartiano. Pero también que trata de una producción de Amazon Studios, muy agresivo en su modelo de negocios, y cuya audacia creativa debía ser un buen augurio. Asimismo, están los productores ejecutivos de la serie: Roman Coppola y Jason Schwartzman (el primero hijo de Francis Ford Coppola, productor y escritor de la estrambótica Viaje a Darjeeling; el segundo, sobrino de Coppola —Francis Ford— también conocido como el Luis XVI de Marie Antoinette, dirigida por Sofia Coppola, hija de...). Concluyamos este rosario de cualidades mencionando que en el elenco se encuentran dos actores talentosos: Gael García Bernal y Malcolm McDowell y una actriz que yo no conocía pero resultó muy convincente y guapa (Lola Kirke). 

La pregunta importante: ¿Vale la pena verla? Pienso que sí, pero que el producto final queda por debajo de las expectativas planteadas. La trama gira en torno a una joven oboísta (Kirke) intentando entrar a la Filarmónica de Nueva York. Sus desavenencias nos permiten satisfacer la curiosidad morbosa de lo que ocurre tras bambalinas en una institución tan prestigiada como la New York Philharmonic. Y, por lo que cuenta Blair Tindall (autora del libro que dio origen a la serie), la vida íntima de una gran orquesta es bastante, digamos, poco glamorosa. Salarios bajos, un sindicato incómodo, competencia feroz (y no siempre honesta), juegos de poder, politiquería... en fin, mucho sexo, mucha droga y mucho rock n' roll entre estos excelsos músicos. Hasta ahí, todo bien. Divertido e ilustrador. 

La trama empieza a torcerse (demasiado pronto) cuando entra en escena Rodrigo, el nuevo y joven director de la orquesta (Gael García), que sucede al viejo y exitoso Thomas (Malcolm McDowell). He leído que el personaje de Rodrigo es una parodia de Gustavo Dudamel, el prodigio venezolano de la dirección musical (actual director de la Filarmónica de Los Angeles). Y, aunque al principio su presencia resulta refrescante, conforme el personaje se desarrolla, se convierte en un pastiche cultural extraño y, al menos para mí, enfadoso: en aras de representar tooodo lo latino, los guionistas hacen que Rodrigo hable español con acento indiscernible, beba mate y maldiga diciendo "¡No mames, wey!". De cliché en cliché hasta que lo encontramos cantando rancheras en un restaurancito mexicano del Bajo Manhattan. 

Así las cosas, Rodrigo debe preparar el concierto inaugural de la orquesta y para ello lo vemos enzarzarse en un proceso creativo que incluye jogging en Central Park, una visita a la biblioteca (donde alucina charlar con Mozart), una experiencia psico-mística con un pianista, y sobre todo un conflicto emocional fortísimo con su ex-esposa Ana María (Nora Arnezeder), una violinista prodigiosa, dominatrix performancera que vive mentando madres a su público después de haberles ejecutado un concierto de Brahms. 

Cuando pregunté a Lázaro Azar (crítico musical del Reforma) si había visto la serie me respondió que no, porque le repelía la chairés (sic) de García Bernal: "Su hipsterismo va más allá de mi capacidad de resistencia", me dijo. Estoy de acuerdo, aunque lo que más me molestó de la serie no fue el hipsterismo de Gael sino la incapacidad de sus autores de entregar un producto mejor cuajado: no me cabe duda de que la vida de los músicos tiene muchos aspectos dignos de ser contados. Precisamente por eso un producto que se regodea en el lugar común de la excentricidad solipsista como principal detonante creativo me parece un desperdicio de tiempo y talento. Una joven ejecutante que se integra a una gran orquesta; un nuevo director que busca su identidad creativa; o uno viejo que requiere encontrar sentido a los nuevos tiempos... Todas son historias interesantes e intensas, susceptibles de un desarrollo audaz e inteligente. Pero Mozart in the Jungle las deja en anécdotas que sólo refuerzan los clichés del genio debrayante, del creativo "apasionado", de los artistas cachondos y sus musas marihuanas (y viceversa). Lo que empieza siendo un retrato realista sobre el mundo de la música, deriva en un hatajo de estereotipos ramplones. Una lástima. 

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Amazon Studios confirmó ya una segunda temporada de Mozart in the Jungle para 2016. La primera puede verse en México a través de Clarovideo.  

lunes, abril 13, 2015

Contra la tarea

El siguiente texto fue escrito por Alfonso González Balanza, profesor español de Secundaria. Se refiere, básicamente, a la educación Primaria, pero considero que sus ideas son valiosas también para el Bachillerato. Aquí está la fuente donde encontré el texto.
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La inmensa mayoría de los maestros (mis compañeros de profesión) considera que los deberes son absolutamente necesarios. Muchos estarían dispuestos a discutir sobre la cantidad adecuada, pero que hay que mandar deberes no se lo cuestionan; es algo tan evidente como que  en invierno hace frío y que en verano hace calor. Digamos que es el orden natural de las cosas. Los maestros deben mandar deberes y los niños deben hacen deberes por la misma razón que la Tierra da vueltas alrededor del Sol y las plantas florecen en primavera: porque así ha sido siempre y porque así debe ser. La maldición bíblica “ganarás el pan con el sudor de tu frente” está tan arraigada en nuestra cultura que la hacemos extensible a los niños. La vida es dura; en este valle de lágrimas no estamos para disfrutar, sino para sufrir.
A casi cualquier maestro que le preguntes por la conveniencia de mandar deberes a los niños te contestará, igual que se recita un mantra, que los deberes cumplen tres funciones: refuerzan lo aprendido, enseñan responsabilidad y crean un hábito de trabajo. Y de ahí no los vas a sacar. Eso es lo que hicieron con ellos sus maestros, eso es lo que les han enseñado en la escuela de magisterio y eso es lo que harán hasta que se jubilen. No importa que nuestro país, año tras año, esté a la cola de los países avanzados, en cuanto al rendimiento escolar se refiere, a pesar de que nuestros alumnos sean los que más días de clase tiene al año y más horas dedican a los deberes en casa. Da igual que todos los estudios internacionales demuestren que los países en los que menos deberes se mandan (o en los que directamente están prohibidos por ley) sean los que mejores resultados obtienen; da igual que todas las investigaciones serias hayan demostrado que los deberes no sólo no sirven para nada, sino que pueden ser perjudiciales. Para muchos de mis compañeros de profesión tales estudios son una patraña de pedagogos progres que no quieren que a los niños se les transmita  la cultura del esfuerzo.
Frente a esos argumentos repetidos por tantos profesores, mi experiencia me dice que los deberes son inútiles, antipedagógicos, profundamente injustos y, lo que es peor, impiden a los niños realizar otras actividades mucho más importantes. Pero en primer lugar voy a explicar por qué, a mi juicio, tales argumentos son una falacia y un sofisma.
¿Hábito de trabajo? Si dedicar 9 meses al año, 5 días a la semana y 5 horas diarias a la realización de tareas escolares, para un niño de entre 6 y 11 años, no es suficiente para lograr un hábito de trabajo, que alguien me explique qué se necesita para lograr ese hábito. Niños en edad de correr y jugar, están sentados en una silla de madera 5 horas diarias realizando tareas aburridas y repetitivas, mientras exigimos que estén en silencio y concentrados. Cuando los profesores asistimos durante nuestra jornada laboral a una charla de más de una hora, nos retorcemos en nuestros asientos y miramos el reloj con desesperación, a pesar de que somos adultos y se nos supone una mayor capacidad de autocontrol y sacrificio, ¡por no mencionar que nos pagan por ello! Mi hija de 8 años, por ejemplo, dedica al trabajo muchas más horas que yo y que absolutamente todos los profesores que conozco (y conozco muchos).
¿Responsabilidad? Existen muchas formas de enseñar responsabilidad, y no sólo la de cumplir con la obligación de hacer deberes; sin olvidar que no podemos exigir responsabilidad a quien por su edad no es responsable de su tiempo ni de sus circunstancias. La responsabilidad se adquiere progresivamente, y me parece normal empezar a exigirla en la ESO, pero no en Primaria: el tiempo del que disponen los niños por la tarde o los fines de semana no depende de ellos, sino de sus padres.
¿Refuerzan lo aprendido? Un niño de 11 años sólo necesita saber sumar, restar, multiplicar, dividir, escribir (correctamente) y leer (con fluidez), para afrontar con éxito la Secundaria. ¿Eso no se puede aprender en 6 años de trabajo diario en clase? Los niños no refuerzan lo aprendido en clase por la tarde: lo aborrecen. Hasta que no tuve hijos, y estos empezaron a estudiar en Primaria, no me di cuenta de la suerte que tuve de ir a un colegio en el que no se mandaban deberes hasta la 2ª etapa de E.G.B. (de 6º en adelante) y, la verdad, no me ha ido nada mal en mis estudios posteriores.
Y ahora voy a explicar por qué sostengo que son injustos e inútiles: para empezar, los deberes que se mandan son los mismos para todos los niños, independientemente de su capacidad y circunstancias personales. Esto es, por definición, absurdo e injusto: si mi hija, que está en 1º de ESO, no hubiera tenido unos padres profesores (y por lo tanto con estudios y MUCHO tiempo para dedicarle) no habría obtenido los resultados tan buenos que obtuvo en Primaria. Pero a pesar de toda la ayuda que le hemos dado, mi hija ha dedicado cientos de horas a realizar tareas escolares absurdas y repetitivas. Porque la mayoría de las actividades incluidas en los libros de texto se basan en la repetición, en el aprendizaje memorístico al pie de la letra, en copiar mecánicamente y en seguir unas pautas de realización muy concretas, que no dejan margen ninguno a la creatividad, y que logran destruir la curiosidad de los niños. Además, las tareas que mandamos, en muchos casos, no siguen criterio pedagógico alguno: he podido comprobar cómo el número de ejercicios o de trabajos que tenía que hacer mi hija en una asignatura, aun teniendo al mismo profesor, variaba enormemente de un año para otro por el mero hecho de que, al cambiar de editorial, el nuevo libro tenía muchos más o muchos menos ejercicios que el del año anterior. Es decir, que los profesores mandamos todos los ejercicios que vienen en el libro, sin plantearnos cuántos o cuáles son los necesarios: si son diez, diez, y si son veinte, veinte (y, por supuesto, HAY que hacer todos los ejercicios y dar todos los temas del libro). Y este no es un problema del colegio de mis hijos (de cuyos profesores, excelentes profesionales, no tengo, por otra parte, ninguna otra queja), sino que es un problema generalizado de nuestra profesión.
Pues bien, yo confieso que he hecho docenas de ejercicios de Matemáticas a mi hija (si, por ejemplo, le mandaban cinco divisiones, ella hacía una y yo cuatro) le he dictado montones de ejercicios de “Cono”, le he traducido incontables páginas escritas en Inglés, le he ayudado con decenas de ejercicios de Lengua y le he hecho muchos trabajos de diferentes asignaturas (mi mujer, además, le ha ayudado a terminar incontables láminas de dibujo y trabajos manuales). ¡Y no me arrepiento! Lo he hecho para que mi hija tuviera una infancia feliz y durmiera todos los días 10 horas. Gracias a eso, mi hija es una niña sana, además de una gran deportista, le encanta leer y escribir por puro placer, juega  al ajedrez, toca la guitarra y es una niña abierta y sociable que ha jugado cientos de horas en la calle. Y si ahora que está en la ESO puedo asegurar que no le ayudo nada en absoluto y sigue sacando muy buenas notas, ¿eran necesarios todos esos deberes que le mandaron y no hizo? ¿Qué pasa con todos los niños cuyos padres trabajan mañana y tarde y, además, no tiene estudios para poder ayudar a sus hijos? Pues simplemente que este sistema educativo injusto, que coarta la libertad y la creatividad de los niños, los margina irremediablemente y los señala como niños irresponsables y fracasados, a la vez que los hunde con negativos, ceros y castigos, y les mina la autoestima, haciéndoles creer que no sirven para estudiar. Si las circunstancias familiares de cada niño son distintas, todo lo que se mande para casa es, por definición, injusto, y condena al fracaso a miles de niños cuyos padres no tienen tiempo, ni capacidad, para ayudar a sus hijos con los deberes escolares.
Pero además, los deberes son antipedagógicos porque hacen que los niños odien estudiar y aprender. A la mayoría de los niños les encanta ir al colegio, pero no soportan hacer deberes; para los niños estudiar y aprender es un castigo (mis hijos no pueden entender que yo siga estudiando por placer). Eso es lo que hemos conseguido mandando deberes hasta lograr el hastío de los niños.
Y lo peor de todo: los deberes ocupan tanto tiempo que los niños no pueden realizar otras actividades mucho más importantes para su desarrollo físico y psíquico; los profesores hemos logrado que los niños lleven una vida igual de sedentaria que los adultos, con el consiguiente problema, convertido ya en epidemia, de obesidad infantil generalizada.
Y es que los maestros no mandamos una actividad en concreto, un día en concreto, tras una meditada reflexión, por considerarla necesaria para conseguir un determinado objetivo que es imposible lograr con el trabajo de clase, tras plantearnos los pros y los contras y pensar de qué modo podemos lograr que nuestros alumnos se motiven con dicha actividad (en vez de considerarla un castigo), sino que lo hacemos de manera automática; porque sí, porque es lo que se supone que hacen los maestros.
Yo propongo que, siguiendo la lógica de mis compañeros maestros, los equipos directivos de los centros nos manden trabajo durante las vacaciones, para que no perdamos el hábito de trabajo adquirido durante el curso. Y que cuando asistamos a un curso de formación, nos manden deberes para el día siguiente con el fin de afianzar los contenidos del curso.
Muchos compañeros me comentan que son los padres los que exigen que se manden deberes a los niños. ¡Pues claro! Para muchos padres los deberes son la forma de que sus hijos estén ocupados y no les molesten pidiéndoles ir a la plaza a jugar. Muchos padres querrían que los niños estuvieran en el colegio hasta las 8 de la tarde, y, por supuesto que hubiera clase los sábados y que los niños siguieran yendo en julio al colegio. ¿Por qué no les hacemos caso en eso también?
¿Y qué deberían hacer, a mi juicio, los niños después de la jornada escolar? Pues según todos los estudios científicos y pedagógicos, está absolutamente demostrado que los mayores beneficios para el desarrollo neurológico y cognitivo de los niños se obtienen con las siguientes actividades: Deporte, Arte (Música, Dibujo…), Juego (imprescindible para la socialización de los niños y para desarrollar la creatividad), Idiomas y Lectura. El arte, la filosofía, la ciencia, la literatura, la música y todas las actividades más elevadas realizadas por el ser humano, son consecuencia directa del mayor logro conseguido por la humanidad: el tiempo de ocio.
Por lo tanto, los niños deberían pasar más tiempo con sus familias, jugar con otros niños (a ser posible en la calle) y practicar deporte, todos los días; aprender a tocar un instrumento musical, practicar una lengua extranjera y jugar al ajedrez, varios días a la semana. Y, sobre todo: leer, leer, leer, leer, leer… Sólo se debería mandar de deberes, en Primaria, leer todos los días el libro que ellos elijan. Y al día siguiente, en el colegio, hacer una redacción contando lo que han leído. Nada más; el resto de actividades se deberían hacer todas en clase. Si intentamos reducir el número de deberes no cambiaremos nada: todos los maestros están convencidos de que ellos mandan muy pocos deberes; sólo eliminándolos por completo lograremos acabar con esta sin razón.  

lunes, abril 06, 2015

House of Cards 3, avalada por su gobierno de confianza


Josemaría Camacho
@_zemaria
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En las primeras dos temporadas Frank Underwood era un hijo de puta sin escrúpulos. No dudó en usar a quienes le podían ayudar a conseguir sus fines ni tampoco en deshacerse de ellos cuando dejaron de ser útiles. Y por deshacerse no me refiero a la humillación o al escándalo, sino al homicidio: a uno lo ahogó en CO2 y a la otra la arrojó a las vías del metro. Sutil, el hombre.
En la tercera temporada Frank sigue siendo un hijo de puta, sí, pero ya no tanto y  —aquí lo importante— ya no sin escrúpulos. ¿Cómo es posible, en términos generales, que una persona cambie hacia la prudencia cuanto más poder tiene para cometer las imprudencias que le consiguieron ese poder? (¿whaaaaa?). ¿Es verosímil ese cambio? ¿Es que ahora que es presidente, que se ha cumplido el objetivo que lo condujo durante las dos primeras temporadas, de pronto no es tan mala persona? ¡C’mon!
No sé ni por dónde comenzar. La tercera temporada, aunque no deja de tener un guión intrigante y una producción impecable, parece haber pasado por la Casa Blanca real antes de comenzarse a rodar. Es de un adoctrinamiento increíble en materia de política exterior. Ahora el único tipo sin escrúpulos en toda la serie es el presidente ruso. Cada una de sus decisiones se tiene que ver confrontada con la prudencia y la razonabilidad del presidente norteamericano para no terminar en un escándalo mundial. Ya no sólo no asesina a nadie, sino que ahora es el único que hace lo éticamente correcto, el único que conecta con la estructura moral del espectador. No me parece ni creíble ni sano ese giro. No para la línea discursiva, tampoco para la interpretación a posteriori de una serie de tal envergadura (me refiero a los valores de producción, al casting, a los directores que ha tenido y al rating, por supuesto: es, se quiera o no, una serie importante).
Por otro lado está la historia del novelista de best-sellers. Frank Underwood le dice en algún momento que a la gente le gusta comprar historias, encuentra la verdad en las narraciones mejor que en los hechos fríos y que, por tanto, lo que él está buscando para hacer una apología de sí mismo es una narración extraordinaria. Esa es una historia vieja, si no lo creen sólo échenle ojo a la Poética de Aristóteles o a Talleb y su opinión sobre la narrativa de la verdad en su libro sobre el fenómeno de El cisne negro. Pareciera que los guionistas de House of Cards, al introducir este personaje, hacen un guiño al espectador atento y le dicen entrelíneas: acá también estamos haciendo eso, te estamos vendiendo una verdad disfrazada de historia de ficción. Como si, a escondidas, echaran al agua el mensaje en una botella. ¿Lo recibieron?
America Works, por último. El berrinche de programa de gobierno del presidente Underwood —nada que ver con el Obama Care, por supuesto, cof, cof—. Si hiciéramos una encuesta de a cuántas personas que han visto la tercera temporada les parece que es un buen programa que debería llevarse a cabo, 8 de cada 10, republicanos o demócratas, dirían aye (o sea en lenguaje congresista). Pareciera que el subtexto dice: no a todos les van a gustar las propuestas de un presidente, pero después de entenderlas a fondo a través de un drama que se hizo fama de true & indie durante dos temporadas enteras, ya verán que entienden y justifican las pequeñas incomodidades de un programa de gobierno tan bueno y tan ambicioso que tanto bien nos va a traer. ¿O de plano estoy siendo paranoico?
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El autor es filósofo, escritor y publicista. Puma. Su primer libro, Imagine un pez, se trata de usted. Lo puede adquirir aquí

lunes, febrero 23, 2015

Mi problema con House of Cards


Yendo al grano desde el principio, les diré que mi problema es que no le auguro un final feliz. Arriesgo este pueril comentario (que ya me ha acarreado varias miradas condescendientes —¿de decepción, incluso?—) sólo porque es sincero (pueril, pero sincero). Me explico: No espero tanto un final feliz del tipo cuento de hadas. No soy tan ingenuo como para pedir que Frank Underwood se convierta al budismo zen o algo parecido. Lo que me cabrea al ver la serie (que es sensacional) es ese tufillo apologético respecto a la pareja protagónica que busca el poder pase lo que pase, cueste lo que cueste y deban pasar por encima de quien deban pasar. Me incomoda la idea de que la serie funcione como apología del mal, que se ensalce la personalidad de un megalomaniaco con rasgos psicóticos y que de esta suerte no sean pocos quienes admiren a un personaje que no tiene escrúpulos para lograr sus objetivos. (Más o menos lo mismo pienso/siento cuando converso sobre algún personaje político mexicano y se me plantea como argumento que "nadie le quita lo inteligente", como si ese rasgo atenuara su maldad o su corrupción). 

Me dicen que las cosas son así. Que la vida es así. Sobre todo, que la política es así. Que la desconexión de la realidad (¿mi psicosis?) radica precisamente en no querer aceptarlo. 

De alguien más he escuchado aquello de que "lo que te choca te checa", y que si Frank Underwood me resulta tan antipático ello se debe a que "algo de él debes tener". (Más sobre eso cuando inicie terapia) 

Lo cierto es que no puedo negarle varios méritos a la serie. Y aquí va mi parte esquizoide. (¿Recuerdan que en el primer párrafo dije que era sensacional?) La producción es impecable; la banda sonora, vibrante; las actuaciones, imponentes; y los guiones, brillantes. Debo decirles, entonces, que me encuentro ya enganchado para ver la tercera temporada, que se estrena este viernes.  

Nota al futuro: la segunda temporada termina en un punto muy alto. Implica un reto mayúsculo mantenerla en ese nivel: ya hemos visto cómo otras series pierden fuelle justo cuando alcanzan esa cota (como ejemplo reciente pienso en Homeland). Pero los guionistas han mostrado un talento notable. Uno de sus rasgos geniales de la segunda temporada fue darle a Frank lo que quería, pero a un precio demasiado alto... Quizá entonces haya esperanza de que, si la serie no termina con un final feliz, al menos lo haga con uno justo. Y entonces mis pueriles y psicóticas ambiciones se vean cubiertas. Al tiempo.

PS. Como referente de otra serie de TV también exitosa, y también centrada en la vida política estadounidense, pero en las antípodas de House of Cards, habría que revisar The West Wing: imposible no pensar en el presidente Bartlett al menos como una posibilidad de lo que ocurriría en la Casa Blanca si fuera habitada por gente buena
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Para leer más
Is House of Cards TV? Análisis del fenómeno en The Atlantic (firma Spencer Kornhaber)
House of Cards doesn't care what you think, un texto sobre cómo se produce la serie, publicado en The New Yorker