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sábado, agosto 12, 2017

No estamos preparados para Sarahah (y probablemente nunca lo estaremos)


Desde hace aproximadamente una década, tras el advenimiento de Facebook (2004), Twitter (2006) e Instagram (2010) los usuarios de redes sociales hemos aceptado como parte de nuestra cotidianidad un verbo (peor: dos) que antes eran si no tabú, al menos sí socialmente cuestionables: acosar y acechar, que en inglés se dice stalk y que castellanizado se escribe estoquear. Es un virus que tenemos inoculado y que las redes sociales no han hecho sino potenciar.
Tengo contacto regular con gente desde los diez hasta los 65 años, y no conozco a nadie en ese rango de edad que no haya estoqueado o sido estoqueado. Todos hemos entrado a ese juego y pasado tantas horas viendo perfiles de otros como ellos las han pasado hurgando en nuestras vidas digitales. Sin embargo, el trato es justo en tanto ambas partes saben a qué juegan (puedes ver mis fotos si me dejas ver las tuyas) y pueden decidir retirarse (bloqueando o eliminando contactos) si se sienten agredidos o intimidados. Pero para que esto ocurra, claro, debe cumplirse una condición que no ofrecen las apps de mensajes anónimos como AskFm, Gossip, Secret, YakYak y, en semanas recientes, Sarahah: la condición de que sepas quién escribe el mensaje que te acaba de llegar.
Este es precisamente el punto de inflexión: la diferencia entre el estoqueo y el acoso. Facebook, Twitter, Instagram y Snaphat (entre otras) favorecen el estoqueo. No sé si eso sea bueno o malo, pero sí sé que, al menos, es justo. Porque nadie puede estoquearme en Facebook si yo no lo hice amigo mío en esa red social. Y puedo decidir que ese alguien, si me molesta o incomoda, no forme parte más de ese círculo en el momento que yo quiera. Y él tiene el mismo privilegio de control en su respectivo muro. Algo análogo ocurre en las otras redes sociales mencionadas.  El acoso es diferente.
Según la psicóloga Emma Short, de la Universidad de Bedfordshire, el acoso implica hacer contacto con alguien que no lo desea, o que se siente incómodo con ese contacto. Y es precisamente lo que ocurre con aplicaciones de mensajes anónimos. Porque después de unos cuántos halagos llegan los comentarios maliciosos o francamente perversos. Y la aplicación lo único que puede hacer es “promover comentarios constructivos”, aunque al final la responsabilidad final es del usuario (el que escribe el mensaje y el que abrió su cuenta en esa red social dispuesto a recibir mensajes anónimos).
El diseñador de la aplicación, ZainAlabdin Tawfiq, declaró que la concibió para que los empleados de una empresa pudieran enviar comentarios constructivos a sus jefes. Luego pensó (¡gran idea!) que lo mismo querríamos hacer millones de personas, pero no sólo con nuestros jefes y con nuestros amigos y conocidos sino, literalmente, con cualquier persona que conozca nuestro nombre de usuario en la aplicación. Me asombra la ingenuidad de Tawfiq. Basta con asomarse al libro de sugerencias de cualquier restaurante para darse cuenta de que la naturaleza humana no tiende a sugerir y mucho menos a halagar, sino a criticar despiadadamente. Por envidia, coraje, resentimiento, inseguridad o todas las anteriores, es mucho más probable que una persona se queje de algo que no le gusta de ti a que reconozca algo que has hecho bien. Y en las redes sociales ni siquiera es necesario que esa persona te conozca un poco. Basta con que se haya cruzado contigo en algún momento para que se sienta con derecho a decir cualquier cosa que le dicten sus intestinos.
La oferta de Sarahah no es nueva. Antes de ella tuvimos YikYak (2013-2017) que en 2016 presumió la recaudación de más de 70 millones de dólares de inversionistas que finalmente se retiraron ante el creciente número de personas que usaban la plataforma para insultar o acosar. Algo similar ocurrió antes con AskFm (2010 a la fecha), muy popular hace algunos años, pero cuya mayoría de perfiles acumula meses sin actualizar.
Si creemos a su fundador, la oferta de Sarahah es noble. Un espacio abierto para que la gente que nos rodea nos exprese generosamente su agradecimiento, admiración y, en el mejor de los casos, comentarios que nos enriquezcan y mejoren como personas. Pero la psicología juega contra las posibilidades de éxito de una aplicación así. Philip Zimbardo explica profusamente en El efecto Lucifer (2008) que ―aunque resulte descorazonador― el anonimato no es positivo en nuestras relaciones con otros. Cuando se nos da la garantía de que no se sabrá que escribimos un mensaje o realizamos una acción, es más probable que enviemos un insulto a que mandemos un aplauso; es más factible que lancemos un golpe a que entreguemos un abrazo. Bajo condición de anonimato somos más propensos a convertirnos en El Guasón que en Batman.
Remato con una idea original de Katie Notopoulos. Lo que ofrece Sarahah es tensión. Estrés. El que causa preguntarte quién escribió eso que leíste (bueno o malo). Y, a diferencia de Katie, yo no acepto ese estrés. Tengo bastante con tres redes sociales activas, que me distraen más de lo que estoy dispuesto a reconocer, como para empezar a lidiar con oootra en la que me dejen mensajitos quejándose de mí, o felicitándome por algo. Si una persona tiene algo bueno o malo qué decir de mí, cuenta con medios para expresarlo por vía directa. Si decide no hacerlo, no considero que valga la pena enterarme de eso.

domingo, noviembre 20, 2016

#EnMangasDeCamisa 15

En esta ocasión les recomiendo Snowden, la nueva película de Oliver Stone, recién estrenada en México. Mucho qué comentar: en muy pocas palabras creo que Snowden es --básicamente-- un héroe de nuestros tiempos. Vale la pena conocer su historia, y asumir las reflexiones que plantea.  

Acompañan el comentario ideas musicales de Peter Gabriel y María Victoria. :-)

Aquí la conferencia de Glenn Greenwald a la que aludo en el podcast (imperdible para entender cabalmente las razones de Snowden). 

Escucha"En Mangas De Camisa 15" en Spreaker.


jueves, enero 09, 2014

Abuela, ¡salte de mi Facebook!

En menos de una semana me he topado con tres textos que hablan de lo mismo: la geriatrización de Facebook. El término es del caricaturista Bernardo Fernández (Bef; en Twitter @monorama), quien lo enunció en Twitter. Denota claramente una realidad que afecta a una de las empresas más polémicas de tiempos recientes: Facebook, fundada en 2004, reporta más de mil millones de usuarios en 110 idiomas que le significan ingresos anuales por más de tres mil millones de dólares. Su presidente y dueño, Mark Zuckerberg, es paradigma del hombre de negocios posmoderno: joven, ateo y millonario antes de los treinta. La historia del origen de esta empresa es bien conocida. David Fincher la contó en el cine en The Social Network (2010).


En su texto Gabriela Warkentin (@warkentin) menciona algunos datos duros: el promedio de edad de los usuarios de Facebook es de 40.5 años, y su grupo de edad más activo se encuentra entre los 45 y los 50. El título que eligió es significativo: Mamá, ¡salte de mi Facebook! Pero yerra en un aspecto: no son sólo los papás de los adolescentes y jóvenes quienes pasan buena parte de sus tardes "stalkeando" a sus hijos... es la generación de los abuelos la que está marcando la tendencia en esa red social. Esta nota de EFE pone un par de clavos más al ataúd de Facebook como red social juvenil por antonomasia: en 2013 los usuarios mayores de 60 años aumentaron en 10%, mientras el número de usuarios de entre 18 y 29 años cayó 2%. 

Finalmente, Jaime Rubio escribió para GQ España nueve razones por las cuales muy pronto Facebook será una moda retro o vintage. El texto no tiene desperdicio. Pone el dedo sobre la llaga: lo que los adolescentes y jóvenes buscan son espacios propios, donde puedan expresarse de manera libre y sin la mirada inquisidora de padres y profesores.

La primera cuenta que tuve en Facebook me la abrió un alumno en 2008. No la usaba mucho. El exhibicionismo que movía a los usuarios me espantaba. Esta situación propició que la empresa afinara sus filtros de seguridad y aprendiéramos a limitar el acceso a nuestras publicaciones. Abrí una segunda cuenta en 2010, y desde entonces el cambio es notable: he visto cada vez menos participación de alumnos y ex-alumnos y más de contemporáneos míos (e incluso gente mayor) que suben a la red, encantados, el tipo de fotografías que yo veía de adolescentes hace cuatro o cinco años: fiestas, comidas, invitaciones a eventos, selfies, etc.

La puntilla llegó cuando los papás empezaron a enviar solicitudes de amistad a sus hijos (!) y los profesores empezamos a subir recordatorios de la tarea de mañana. Desde ese momento fue inevitable que los jóvenes migraran a otras redes mencionadas en los textos referidos: Twitter (microblogging), Instagram (fotos), Snapchat (fotos también, pero que se borran unos segundos después de enviadas) o Whatsapp (chat). Redes en las que, de momento, los adultos no hemos invadido y en las que los jóvenes pueden moverse con una libertad que poco se ve en Facebook.

El futuro es incierto y, por la misma razón, fascinante. Hace sólo diez años este debate era impensable. Lo de moda eran los mensajitos SMS y el Messenger; todavía existía gente con bípers. Hoy corren ríos de tinta y dinero intentando dilucidar cómo serán los próximos años de estas empresas que basan su estrategia en tablets smartphones y, sobre todo, cómo alterarán o no la manera que tenemos de procurar atención y afecto de las personas que nos rodean. 

Vienen tiempos interesantes. Qué fortuna vivir en estos días. 

lunes, enero 14, 2013

¿Privacidad en Facebook?

Probablemente en días recientes vieron en su muro de Facebook el siguiente aviso publicado por algún conocido:
Mi primera reacción cuando vi este mensaje (publicado por una persona a quien estimo mucho) fue hacerle caso y seguir las instrucciones que nos daba para proteger su privacidad. "Qué importante cosa, la privacidad. Zuckerberg y sus secuaces no me quitarán el derecho de proteger a mis amigos ni de seguir viendo sus fotos personales y de su familia... Si algún extraño puede ver lo que ella publica sin su consentimiento, ¡eso me puede pasar también a mí! ¡El horror!" Y desde luego procedí a revisar mis filtros de seguridad en la configuración de mi cuenta. Un par de días más tarde leí esta nota de BBC Mundo en la que se aclara el engaño del mensaje mencionado y respiré tranquilo. Pero al ver el aviso repetido por varias otras personas (y reconocer mi paranoia) caí en cuenta de que la privacidad en redes sociales es un asunto de importancia apremiante. Mi siguiente pregunta fue: ¿por qué? Si se supone que uno publica lo que quiere y ante quien quiere, ¿cuál es el problema?

Esto me recordó los tiempos en los que tenía protegida mi cuenta en Twitter (no hace mucho, de hecho). Decidí quitar el candado cuando un compañero de trabajo (@napo_coco) me hizo notar que entrar a redes sociales con esa obsesión por sentirse seguro era tan absurdo como intentar besar a una mujer con una escafandra puesta. Más o menos el mismo sentido tienen las palabras de Gabriela Warkentin (@warkentin) cuando publicó también en Twitter que esa red social no está hecha para gente que no está dispuesta a arriesgarse: si no te gusta el fuego, no te acerques al fogón, publicó la profesora de la UIA. 

La obsesión de algunos por la privacidad en redes sociales me parece incongruente. Nadie que haya tenido o tenga Facebook y/o Twitter puede negar el hecho de que estas redes sociales funcionan mejor (y acaso sólo funcionan del todo) cuando se está dispuesto a compartir. Si así ocurre en el resto de nuestras relaciones interpersonales no debería ser diferente con nuestras relaciones on-line: la experiencia es muy limitada (y no pocas veces frustrante) cuando llegamos a alguna reunión sólo a ver y haciendo todo lo posible por evitar que otros nos vean. Otra compañera de trabajo (@marumag) comentó al respecto en FB: "Es un poco absurdo pedir privacidad cuando posteas lo que comes, lo que haces, lo que ves, dónde estás, con quién, qué harás, etc... No tiene mucho sentido".

La regla pareciera ser de elemental sentido común: si no quieres que los demás se enteren, no lo publiques. De nada sirven candados y filtros de seguridad si al final alguien puede reconocerte en esas fotos y hacerlas circular sin que necesariamente te enteres de ello. La única forma de no correr riesgos es no entrando al juego. Y desde luego ésa es una opción tan viable como respetable. Insisto: así hacemos con el resto de nuestras interacciones fuera de internet, ¿por qué habría de ser distinto on-line? Si tanto dentro como fuera de Facebook y Twitter nosostros seguimos siendo nosotros y los demás siguen siendo los demás... ¿Qué cambia? Nada. Antes y después de Facebook, lo verdaderamente íntimo, privado, personal, se queda en uno mismo o en personas muy allegadas a nosotros... Para todo lo demás resulta absurdo atestar nuestros perfiles con candados, listas de amigos, mejores amigos, no-tan-buenos-amigos, compañeros de trabajo, personas bloqueadas, enemigos potenciales, envidiosos actuales, admiradores secretos y ese baturrillo de etiquetas con las que de pronto nos da por sentirnos seguros mientras estamos en línea.   

Lo resumió hace unos días Gerardo Esquivel, economista del COLMEX, en su cuenta de Twitter, me imagino que respondiendo a este súbito furor por la privacidad en Facebook:
 
Contrario a lo que algunos corifeos pregonan insensatamente, abrir cuenta en Facebook, Twitter, o cualquier otra red social no es una obligación ni social, ni profesional, ni mucho menos moral o ética. Uno no "tiene que" estar en Facebook para comunicarse mejor con alguien o para enterarse más eficazmente de algo. Según dice John Carlin, entramos a redes sociales para satisfacer necesidades exhibicionistas y/o narcisistas que, por otro lado, son de lo más normales, de lo más humanas (y con las que nuestra especie lleva lidiando mucho más tiempo del que tienen y tendrán Facebook o Twitter en nuestras vidas). Y ya metidos en ello, si nos incomoda lo que vemos de otros o lo que otros ven de nosotros, tenemos la libertad de cancelar esas cuentas en el momento que deseemos. Entonces, ¿cuál es el problema?... Exacto: no hay problema.