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domingo, julio 03, 2016

#EnMangasDeCamisa 08

Esta semana recomendación gastronómica en mangas de camisa: visité el restaurante Órale Arepa; les cuento qué me pareció.

También una reflexión sobre el éxito y el fracaso a propósito del retiro de Lionel Messi de la albiceleste y la carta que una profesora le escribió pidiéndole reconsiderar su decisión. También a propósito de ello hago mención de una entrevista que Borja Hermoso le hizo recientemente al gran  George Steiner

Las ideas musicales son de Los amigos invisibles ("Dun Dun"), Pearl Jam ("Whishlist") y Sigur Rós ("Hoppípolla"). 

Como siempre, bienvenidos sus comentarios y sugerencias... y muchas gracias por compartir. ¡Disfruten mucho... y siempre en mangas de camisa! :-D

miércoles, abril 01, 2015

La innovación es una enfermedad que se cura con los años.


Recupero una de las inquietudes que Andrés Oppenheimer presenta en su libro ¡Crear o morir! (Debate, 2014), y que tiene que ver con la cultura de la innovación. Él señala que hay un consenso generalizado en el sentido de que los países latinoamericanos "deben mejorar la calidad de la educación, estimular la graduación de ingenieros y científicos, aumentar la inversión en investigación y desarrollo, ofrecer estímulos fiscales a compañías que inventen nuevos productos, derogar las regulaciones burocráticas que dificultan la creación de nuevas empresas, ofrecer más créditos a los emprendedores y proteger la propiedad intelectual". Todo esto, sin embargo, puede resultar inútil "a menos que exista una cultura que estimule y glorifique la innovación".
    
¿Qué es una cultura de la innovación?
Oppenheimer responde: "Es un clima que produzca un entusiasmo colectivo por la creatividad y glorifique a los innovadores productivos de la misma manera en que se glorifica a los artistas o a los deportistas, y que desafíe a la gente a asumir riesgos sin temor a ser estigmatizados por el fracaso. Sin una cultura de la innovación, de poco sirven los estímulos gubernamentales, ni la formación masiva de ingenieros, ni mucho menos los parques tecnológicos que promueven varios presidentes".

Es, en suma, una cultura en la que el riesgo y su primo hermano el fracaso no se penalizan, sino que —al contrario— se valoran en el entendido de que ninguna idea genial surgió sin decenas de intentos previos (que terminaron, sí, fracasando). 

Me llama la atención esta idea porque me parece poderosa y, sobre todo, porque no considero que haya permeado en nuestro sistema educativo, ni en nuestra cultura. No sólo entre mi generación sino, más preocupantemente, entre integrantes de la nueva (nacidos a partir de 1995) sigo percibiendo un temor atávico al fracaso. De algunos de mis exalumnos, hoy jóvenes en sus primeros 20's, escucho la necesidad de encontrar un trabajo estable, que pague sus cuentas. ¿Arriesgarse a inventar algo, iniciar su propia empresa o dedicarse en serio a alguna actividad artística? "Pepe, seamos serios por favor".

Incluso de los más jóvenes, que todavía no entran a la universidad, he percibido la necesidad de contar con un plan de carrera bien definido (en los términos que, por supuesto, propone el entorno que conforman sus padres y escuela), una especie de hoja de ruta que les garantice que, si la siguen con diligencia, en unos años tendrán un empleo estable y, quizá, serán felices. Es raro al que le noto la convicción (tan cacareada por los teóricos de las nuevas generaciones) de que su destino no consiste en buscar trabajo sino inventarse uno.  

Por todos lados bombardeamos a nuestros jóvenes con videos y frases de Steve Jobs, Bill Gates, Richard Branson y un largo etcétera de emprendedores que se han arriesgado muchas veces (y fracasado otras tantas) para lograr el éxito que hoy les admiramos.  Sin embargo algo en nuestra cultura, algo viejo pero muy fuerte, no permite que esas ideas aniden entre nuestros más jóvenes. Por alguna espantosa razón siguen considerando que lo mejor es seguir el guión que alguien les pone enfrente en vez de crear el suyo aún a riesgo del fracaso. Esta última palabra paraliza a casi cualquier persona que conozco (y me interesan, sobre todo, mis alumnos y exalumnos). Ante la simple idea del fracaso su semblante se endurece y sus ideas también. Esgrimen el argumento (de sus padres, de sus abuelos) de que la vida es de tal manera (como lo fue hace treinta o cuarenta años) y que, bueno, la juventud es una enfermedad que se cura con la edad. 

Leo en el libro de Oppenheimer que una de las preguntas recurrentes en las entrevistas de trabajo en Silicon Valley se refiere a cuántas empresas has iniciado (no llevado a la cumbre del Dow Jones, sino simplemente iniciado) y pienso en mis alumnos y exalumnos respondiendo, desconcertados: "Ninguna, pero me gradúe con mención honorífica (o algún otro mérito equivalente)". Algo estamos haciendo muy mal si el principal mérito de nuestros jóvenes es un documento que "avale" (así, entre comillas) ciertas competencias que, en el mundo real (y el que sigue en las próximas décadas), deberían poderse mostrar en acción y no sólo mediante un certificado. Documento que, por cierto, les habrá costado el equivalente en tiempo y dinero a lo suficiente para haber iniciado varias empresas, una de las cuales podría estar pagando sus cuentas y perfilándolos como competidores globales en vez de esperar a los 22 o 23 años que su carrera profesional inicie cobrando como empleados en alguna empresa o compitiendo contra colegas de su edad que tienen a cuestas la experiencia de dos o tres start-ups.

Ni duda cabe: hay mucho camino por andar.

domingo, febrero 24, 2013

Alegato contra el "todoesposiblismo"


Inicio este post con una cita de la Conferencia sobre Ética que Ludwig Wittgenstein dictó en Cambridge hacia 1929. Hablando de la ética, el filósofo alemán decía que ésta es “un testimonio de una tendencia del espíritu humano que yo personalmente no puedo sino respetar profundamente y por nada del mundo ridiculizaría”. En la misma línea querría que se leyeran las siguientes palabras respecto a lo que pienso del coaching y la autoayuda.

(Ejemplo de título todoesposiblista)

Hace algunos meses la empresa en la que trabajo contrató los servicios de otra, esta última proveedora de cursos para desarrollar el capital humano. En el esquema en que los estamos tomando, estos cursos son obligatorios, de tal suerte que ningún directivo del campus está libre de ellos. Hasta el momento mi impresión de ellos es positiva, pero no por las razones adecuadas: me agrada la posibilidad de conversar con gente con la que usualmente no tengo contacto, pero esto ocurre en los recesos. De los cursos he sacado muy poco en claro. De hecho hay un par de ideas fundamentales sobre las que no estoy de acuerdo. Por ejemplo: una de las premisas básicas de estos cursos es que todo lo que ocurre a tu alrededor es propiciado por ti. “De ti –y de ninguna otra persona o circunstancia– depende que te vaya bien o mal. Que logres tus metas o no. Que te sientas pleno o frustrado. Tú decides”. Entramos a discusiones bizantinas cuando preguntamos si una persona pobre decide ser pobre. La respuesta de los facilitadores es, más o menos: “No decide nacer pobre, pero sí decide qué hacer para salir de la pobreza”. En el fondo de esta manera de ver las cosas subyace la meritocracia, tan recurrente en la sociedad contemporánea: tienes lo que mereces. Y si no tienes lo que quieres es porque no te has esforzado lo suficiente (y por lo tanto, claro, no lo mereces).

En la conferencia que presento al final de este texto, Alain de Botton aborda el problema diferenciando entre un desafortunado y un perdedor. Explica que en la Inglaterra de la Edad Media cuando conocías a una persona pobre decías que era desafortunada, literalmente alguien que no había sido bendecido por la fortuna. En nuestros tiempos no tenemos empacho al decir que un pobre es también y sobre todo un perdedor. Por supuesto que existe una diferencia notable entre alguien no bendecido por la fortuna (que nace en una chabola, padece una enfermedad grave o se enfrenta a disfunciones familiares patológicas, por ejemplo) y un auténtico perdedor. Lo peor son las implicaciones que tiene no darse cuenta de esta diferencia: si en verdad pienso que los que no son ganadores no lo son porque no se esfuerzan lo suficiente, entonces puedo afirmar que las desgracias que padezcan se las merecen. Y entonces, como dice De Botton, el fracaso se vuelve mucho más aplastante. Porque si depende de mí que me vaya bien o mal (sin importar las circunstancias específicas que han determinado y determinan mis decisiones) y no logro salir adelante, es mi culpa no ser exitoso, no ser un ganador.  

Este argumento suele ser refutado citando ejemplos de personas que superaron adversidades mayúsculas y se convirtieron en gente de éxito. En el colmo de lo absurdo se llega a decir cosas como: “Beethoven fue sordo y compuso la Novena” o “Pistorius no tiene piernas y corrió en los Juegos Olímpicos”. Además, siempre hay alguien que conoce a otro que sufrió mucho y salió adelante: el argumento se vuelve ad hominem y es imposible refutarlo: “Mi abuelo nació pobre y murió millonario”… Pero siempre se trata de ejemplos extraordinarios, es decir, de gente que es todo menos “normal”. Y casi nunca son ejemplos precisos. Beethoven no compuso la Novena porque fue sordo (su genio lo construyó desde niño, cuando su oído era “normal”) y Pistorius tuvo la fortuna de nacer en una familia de clase media alta que le permitió desde recién nacido acceso a buenos médicos y más adelante a entrenadores de alto rendimiento.  Llegados a este punto los coaches de capital humano hablan de Programación Neurolingüística (PNL) y afirman (a veces con insultante condescendencia) que uno se bloquea o se libera dependiendo del discurso que decida programar en su cabeza. “Tú decides si puedes o no; depende de ti”. Y entramos al todoesposiblismo: “Todo es posible si quieres. Deséalo y ocurrirá. Decídelo y sucederá. No te permitas atarte a tus circunstancias y date cuenta de que ser ganador está a un paso de ti: decídete a dar ese paso”. Etcétera. En la superficie el discurso suena alentador, bienintencionado y, aunque no muy lógico, deseable. Pero en el fondo es engañoso. La inmensa mayoría de nosotros no compondrá una Novena por mucho que lo desee (ni por mucho que lo intente). Y eso no tiene nada de malo. Si empiezo mañana a jugar fútbol (por mucho que me dedique a ello) jamás seré Messi ni Maradona. Y eso no me hace un perdedor.

Es perverso decir que todo es posible. Y muy peligroso creerlo. Por una sencilla razón: no es cierto. Nadie nunca es bueno en todo. Y es lo más normal del mundo (y lo más sano) que así sea. Ni siquiera a nuestros ídolos les pedimos tanto. Otro ejemplo deportivo: Álex Rodríguez, el jugador mejor pagado del béisbol profesional (cobra casi 30 millones de dólares por temporada) tiene un porcentaje de bateo de .301. Eso quiere decir que en promedio pega de hit tres de cada diez veces que tiene oportunidad de batear. ¡Tres de cada diez veces! Y es considerado uno de los mejores bateadores de la historia. Otra leyenda de ese deporte, Babe Ruth, bateó para .342… Y estamos hablando de jugadores superlativos, con lugar de honor en el Salón de la Fama, personas a quienes los niños imitan durante sus entrenamientos, no de atletas “normales” cuyo único mérito ha sido lograr practicar su deporte favorito en la liga más competitiva del mundo. Pero, en fin, si ni siquiera a esos seres casi sobrehumanos les pedimos que sean buenos todo el tiempo ¿por qué a nosotros sí nos exigimos eso?

En su conferencia Alain De Botton concluye invitando a reflexionar en torno a lo que consideramos éxito y fracaso. Haciendo un repaso rápido (pero honesto) podemos concluir que esos estándares no son nuestros. Provienen de nuestros padres, parejas, amigos, jefes, compañeros de trabajo… La mayor parte del tiempo nos desvivimos para que ellos no piensen (ni siquiera sospechen) que hemos fracasado y más bien se convenzan de que somos exitosos. Vale. Pero, ¿fracasar o tener éxito según quién? Muy pocas veces nos detenemos a reflexionar si lo que hacemos por ellos lo haríamos independientemente de si ellos estuvieran o no ahí. Y eso es relevante porque, al final, es lo único que importa. Es más sano, creo, asumir que no lo puedo todo. Y que, de hecho, no me interesa poderlo todo. ¿Qué me interesa entonces? Llegar a ser el que quiero ser. No se me ocurre mejor definición de éxito que ésa.