Es desde hace varias semanas (¿meses? ¿años?) un lugar común
hablar de los maestros y sus desmanes. Me refiero, desde luego, a los
profesores que sobre todo en Guerrero pero también en Michoacán y Oaxaca han
salido a las calles a protestar contra la reforma educativa recientemente
aprobada en el Congreso.
No es la intención de este texto ahondar sobre los vericuetos
de la reforma o las razones de la CETEG, pues no soy experto en leyes ni
conozco a fondo la problemática de los profesores guerrerenses. Lo que me sorprende es la facilidad con la
que caemos en el garlito de condenar a los profesores con expresiones como “¿Y esos son los que enseñan a nuestros
hijos?”, “Mejor que se pongan a trabajar”, “Por eso estamos como estamos”,
etcétera. Valdría la pena considerar, y sólo a modo de ejemplo, que un profesor
normalista que empieza su carrera en una escuela primaria aspira a un sueldo de
alrededor de 7 mil pesos mensuales. Después de cinco años de trabajo, si todo
sale bien, puede aspirar a algo así como 10 mil pesos al mes. Sabemos que si se
tiene el privilegio de estar bien parado
en el sindicato las cosas pueden ser muy diferentes, pero aquí estamos hablando
de profesores “normales”, por decirlo de algún modo, aquellos a los que no les
mueve la grilla sino el interés de
estar frente a grupo. Profesores de primaria, los que se encuentran más abajo
en el escalafón de la carrera magisterial, pero también los que mayor
responsabilidad tienen en el proceso educativo: son ellos quienes moldean las
bases cognitivas e intelectuales de los alumnos: las bases que en buena medida
definirán el desempeño de esos niños como adolescentes en la secundaria y
preparatoria y como adultos jóvenes en la universidad. A ellos les pagamos 10
mil pesos al mes, más o menos. Hay algo perverso en un sistema en el que
profesores de posgrado, que enseñan a alumnos ya formados y reunidos en grupos
poco numerosos, pueden ganar en una semana lo que a otro le exige un mes de
trabajo frente a decenas de alumnos en pleno proceso de formación. Ante este
panorama, ¿quién en su sano juicio elegiría ser profesor en México?
Y sin embargo prestemos atención a las charlas de café, a las
sobremesas dominicales y escuchemos lo que se dice en torno de los problemas
del país y sus soluciones. No hay que dejar pasar mucho tiempo para que algún
tertuliano llegue a la feliz conclusión de que la pobreza, la inseguridad, la
corrupción, la falta de conciencia ecológica y un montón de cuestiones más
estarían resueltas (¡pero claro!) si aquella entelequia llamada Sistema Educativo funcionara
adecuadamente en nuestro país. Alguien suelta una cifra que leyó sobre que
México es el último lugar en la prueba PISA que aplica la OCDE. Y cómo queremos
avanzar si en México no leemos ni tres libros al año. Y así. Habría que ver
cuántos de quienes pregonan esos datos obtendrían un puntaje satisfactorio en
la prueba PISA, y cuántos leyeron más de tres libros el año pasado, pero mi
punto es que si a varias de esas personas se les propusiera convertirse en
maestros lo tomarían como algo completamente fuera de lugar o incluso como un
insulto. Y por supuesto que, si contemplaran la posibilidad, lo harían en una
universidad privada y de perdida en
licenciatura, donde la crisis educativa es menos severa, y el salario más o
menos digno. Dar clases en una primaria pública por 10 mil pesos al mes
nunca es opción para alguien que estudió una licenciatura pensando en “ser
alguien”. Y sin embargo alguien, algunos deben presentarse todos los días
frente a millones de niños que estudian la primaria en escuelas
públicas. ¿Quiénes son esos algunos?
Muchos son profesores que exigen hoy en las calles que en cuanto empiecen a
trabajar se les otorgue una plaza que les garantice de por vida el magro
salario destinado para ellos. Eso no los hace automáticamente buenos
profesores. Pero al menos a mí me obliga a pensar dos veces antes de despotricar
contra ellos. ¿Qué respondería cualquiera de nosotros en un tête-à-tête con alguno de esos maestros si nos
preguntara si estaríamos dispuestos a hacer su trabajo en sus condiciones y por
su salario?
La
auténtica enseñanza es una vocación. Es una llamada. La riqueza, las exacciones
de significado que se relacionen con términos como “ministerio”, “clerecía” o
“sacerdocio” se ajustan tanto moral como históricamente a la enseñanza secular.
El hebreo rabbi quiere decir,
simplemente, “maestro”. Pero nos hace pensar en una dignidad inmemorial. En los
niveles más elementales –que en realidad nunca son “elementales"– de la
enseñanza, por ejemplo, de niños pequeños, de sordomudos, de minusválidos
psíquicos, o en el pináculo del privilegio –en los altos puestos de las artes,
de la ciencia, del pensamiento–, la auténtica enseñanza es consecuencia de una
citación. (Steiner 25)
Qué lejos estamos
de esa idea de maestro cuando asumimos
que el profesor debe ser una eminencia en su materia, versado en técnicas
didácticas y capacitado para lidiar con estándares
internacionales cuando les pagamos un salario que en otras partes del mundo
resultaría insultante (otro dato: según datos de la OCDE en Dinamarca un
profesor gana en promedio 95 mil dólares al año. En México los mejores
profesores del sistema ganan una quinta parte de eso). Y no todo es cuestión de
dinero: el prestigio social del profesor en México es nulo: dar clases aquí es
un oficio de grillos y politicastros (si uno desea hacer “carrera” en el
sindicato) o de profesionistas chambistas que mandan sus CVs a escuelas y
universidades para completar la quincena o sobrevivir mientras encuentran algo
mejor. Muy lejos de la vocación a la que se refiere Steiner y más aún de estas
palabras también suyas: “Los buenos profesores, los que prenden fuego en las
almas nacientes de sus alumnos, son tal vez más escasos que los artistas
virtuosos o los sabios”. (Steiner 26) Hasta que como sociedad no estemos
convencidos de ello, el sistema educativo
no cambiará. Y nuestro desempeño como país en un entorno global tampoco.
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Steiner, G. (2004). Lecciones de los maestros. México: Fondo de Cultura Económica.