lunes, diciembre 02, 2013

Teletón


Es de larga data mi oposición al Teletón. En este blog hay registro de ello desde hace nueve años. Desde hace algunas semanas cuento entre mis lecturas Memoria para el olvido, un libro de ensayos de Robert Louis Stevenson editado por Alberto Manguel (Siruela, 2005). Entre sus páginas me topé con las siguientes líneas que condensan mis motivos para seguir considerando al Teletón una farsa de la que, contra la opinión de la mayoría que defiende la generosidad del pueblo mexicano, no me siento orgulloso. Ni mucho menos. Sea.
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Deberíamos borrar dos palabras de nuestro vocabulario: propina y limosna. En la vida real, la ayuda se da amistosamente, o no tiene valor; o se recibe de mano de la amistad, o se toma con resentimiento. Todos somos demasiado orgullosos para aceptar un regalo sin más: debe parecer que lo pagamos, si no de otro modo, al menos con el placer de nuestra compañía. Ahí se encuentra, pues, el lamentable problema del rico: ése es el ojo de la aguja en el que ya se atascaba en los tiempos de Cristo, y en el que aún se atasca hoy, más estrechamente, si cabe, que nunca: tiene dinero, pero le falta el amor que haría aceptable su dinero. Hy en día, igual que en la Palestina de antaño, el rico invita al rico a cenar, es con el rico con quien se divierte y, cuando le llega el momento de ser caritativo, busca en vano un receptor. Sus amigos no son pobres, nada les falta; los pobres no son sus amigos, no aceptan. ¿A quién puede dar? ¿Dónde encontrar --fijaos en la expresión-- al pobre digno de ayuda? La beneficencia se centraliza (ése es el término que emplean), se alquilan oficinas, se fundan sociedades con secretarias remuneradas o no: la caza del pobre digno de ayuda se extiende alegremente. Me parece que hace falta algo más que una humana secretaria para encontrar a ese personaje. ¡Cómo! ¡Una clase que sufra privaciones sin que sea su culpa pero que se muestre codiciosamente dispuesta a recibir por parte de desconocidos; que sea respetable, y que al mismo tiempo carezca completamente de respeto por sí misma; que desempeñe la parte más delicada de la amistad, pero que sea invisible; que tenga la forma humana, pero que haga caso omiso a todas las leyes de la naturaleza humana; y todo ello, para conseguir que un dios panzudo pase por el ojo de una aguja! ¡Oh, que se atasque, desde luego, y que su sistema político caiga hecho pedazos, y que su epitafio y toda su literatura (de la cual mis propias obras empiezan a formar una parte bastante considerable) sean totalmente abolidos de la historia de la humanidad! Porque para un necio de torpeza monstruosa no puede haber salvación, ¡y el necio que buscaba el elixir de la vida era un paladín de la razón comparado con el necio que busca al pobre digno de ayuda!

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