Inicio este post con una cita de la Conferencia sobre Ética que Ludwig Wittgenstein
dictó en Cambridge hacia 1929. Hablando de la ética, el filósofo alemán decía
que ésta es “un testimonio de una tendencia del espíritu humano que yo
personalmente no puedo sino respetar profundamente y por nada del mundo
ridiculizaría”. En la misma línea querría que se leyeran las siguientes
palabras respecto a lo que pienso del coaching
y la autoayuda.
Hace algunos meses la
empresa en la que trabajo contrató los servicios de otra, esta última
proveedora de cursos para desarrollar el capital humano. En el esquema en que
los estamos tomando, estos cursos son obligatorios, de tal suerte que ningún
directivo del campus está libre de ellos. Hasta el momento mi impresión de
ellos es positiva, pero no por las razones adecuadas: me agrada la posibilidad
de conversar con gente con la que usualmente no tengo contacto, pero esto
ocurre en los recesos. De los cursos he sacado muy poco en claro. De hecho hay
un par de ideas fundamentales sobre las que no estoy de acuerdo. Por ejemplo:
una de las premisas básicas de estos cursos es que todo lo que ocurre a tu
alrededor es propiciado por ti. “De ti –y de ninguna otra persona o
circunstancia– depende que te vaya bien o mal. Que logres tus metas o no. Que
te sientas pleno o frustrado. Tú decides”. Entramos a discusiones bizantinas
cuando preguntamos si una persona pobre decide ser pobre. La respuesta de los
facilitadores es, más o menos: “No decide nacer pobre, pero sí decide qué hacer
para salir de la pobreza”. En el fondo de esta manera de ver las cosas subyace
la meritocracia, tan recurrente en la sociedad contemporánea: tienes lo que
mereces. Y si no tienes lo que quieres es porque no te has esforzado lo
suficiente (y por lo tanto, claro, no lo mereces).
En la conferencia que
presento al final de este texto, Alain de Botton aborda el problema
diferenciando entre un desafortunado y un perdedor. Explica que en la Inglaterra
de la Edad Media cuando conocías a una persona pobre decías que era desafortunada,
literalmente alguien que no había sido bendecido por la fortuna. En nuestros
tiempos no tenemos empacho al decir que un pobre es también y sobre todo un perdedor.
Por supuesto que existe una diferencia notable entre alguien no bendecido por
la fortuna (que nace en una chabola, padece una enfermedad grave o se enfrenta
a disfunciones familiares patológicas, por ejemplo) y un auténtico perdedor. Lo
peor son las implicaciones que tiene no darse cuenta de esta diferencia: si en
verdad pienso que los que no son ganadores no lo son porque no se esfuerzan lo
suficiente, entonces puedo afirmar que las desgracias que padezcan se las
merecen. Y entonces, como dice De Botton, el fracaso se vuelve mucho más
aplastante. Porque si depende de mí que me vaya bien o mal (sin importar las
circunstancias específicas que han determinado y determinan mis decisiones) y
no logro salir adelante, es mi culpa no ser exitoso, no ser un ganador.
Este argumento suele ser
refutado citando ejemplos de personas que superaron adversidades mayúsculas y
se convirtieron en gente de éxito. En el colmo de lo absurdo se llega a decir
cosas como: “Beethoven fue sordo y compuso la Novena” o “Pistorius no tiene
piernas y corrió en los Juegos Olímpicos”. Además, siempre hay alguien que
conoce a otro que sufrió mucho y salió adelante: el argumento se vuelve ad
hominem y es imposible refutarlo: “Mi abuelo nació pobre y murió
millonario”… Pero siempre se trata de ejemplos extraordinarios, es decir, de
gente que es todo menos “normal”. Y casi nunca son ejemplos precisos. Beethoven
no compuso la Novena porque fue sordo (su genio lo construyó desde niño,
cuando su oído era “normal”) y Pistorius tuvo la fortuna de nacer en una
familia de clase media alta que le permitió desde recién nacido acceso a buenos
médicos y más adelante a entrenadores de alto rendimiento. Llegados a este punto los coaches
de capital humano hablan de Programación Neurolingüística (PNL) y afirman (a
veces con insultante condescendencia) que uno se bloquea o se libera
dependiendo del discurso que decida programar en su cabeza. “Tú decides
si puedes o no; depende de ti”. Y entramos al todoesposiblismo: “Todo es
posible si quieres. Deséalo y ocurrirá. Decídelo y sucederá. No te permitas
atarte a tus circunstancias y date cuenta de que ser ganador está a un paso
de ti: decídete a dar ese paso”. Etcétera. En la superficie el discurso suena
alentador, bienintencionado y, aunque no muy lógico, deseable. Pero en el fondo
es engañoso. La inmensa mayoría de nosotros no compondrá una Novena
por mucho que lo desee (ni por mucho que lo intente). Y eso no tiene nada
de malo. Si empiezo mañana a jugar fútbol (por mucho que me dedique a ello)
jamás seré Messi ni Maradona. Y eso no me hace un perdedor.
Es perverso decir que todo
es posible. Y muy peligroso creerlo. Por una sencilla razón: no es cierto.
Nadie nunca es bueno en todo. Y es lo más normal del mundo (y lo más sano) que
así sea. Ni siquiera a nuestros ídolos les pedimos tanto. Otro ejemplo
deportivo: Álex Rodríguez, el jugador mejor pagado del béisbol profesional
(cobra casi 30 millones de dólares por temporada) tiene un porcentaje de bateo
de .301. Eso quiere decir que en promedio pega de hit tres de cada diez veces
que tiene oportunidad de batear. ¡Tres de cada diez veces! Y es considerado uno
de los mejores bateadores de la historia. Otra leyenda de ese deporte, Babe
Ruth, bateó para .342… Y estamos hablando de jugadores superlativos, con
lugar de honor en el Salón de la Fama, personas a quienes los niños imitan
durante sus entrenamientos, no de atletas “normales” cuyo único mérito ha
sido lograr practicar su deporte favorito en la liga más competitiva del mundo.
Pero, en fin, si ni siquiera a esos seres casi sobrehumanos les pedimos que
sean buenos todo el tiempo ¿por qué a nosotros sí nos exigimos eso?
En su
conferencia Alain De Botton concluye invitando a reflexionar en torno a lo que
consideramos éxito y fracaso. Haciendo un repaso rápido (pero
honesto) podemos concluir que esos estándares no son nuestros. Provienen de
nuestros padres, parejas, amigos, jefes, compañeros de trabajo… La mayor parte
del tiempo nos desvivimos para que ellos no piensen (ni siquiera sospechen) que
hemos fracasado y más bien se convenzan de que somos exitosos. Vale. Pero,
¿fracasar o tener éxito según quién? Muy pocas veces nos
detenemos a reflexionar si lo que hacemos por ellos lo haríamos
independientemente de si ellos estuvieran o no ahí. Y eso es relevante porque,
al final, es lo único que importa. Es más sano, creo, asumir que no lo puedo
todo. Y que, de hecho, no me interesa poderlo todo. ¿Qué me interesa entonces?
Llegar a ser el que quiero ser. No se me ocurre mejor definición de éxito que
ésa.