miércoles, abril 01, 2015

La innovación es una enfermedad que se cura con los años.


Recupero una de las inquietudes que Andrés Oppenheimer presenta en su libro ¡Crear o morir! (Debate, 2014), y que tiene que ver con la cultura de la innovación. Él señala que hay un consenso generalizado en el sentido de que los países latinoamericanos "deben mejorar la calidad de la educación, estimular la graduación de ingenieros y científicos, aumentar la inversión en investigación y desarrollo, ofrecer estímulos fiscales a compañías que inventen nuevos productos, derogar las regulaciones burocráticas que dificultan la creación de nuevas empresas, ofrecer más créditos a los emprendedores y proteger la propiedad intelectual". Todo esto, sin embargo, puede resultar inútil "a menos que exista una cultura que estimule y glorifique la innovación".
    
¿Qué es una cultura de la innovación?
Oppenheimer responde: "Es un clima que produzca un entusiasmo colectivo por la creatividad y glorifique a los innovadores productivos de la misma manera en que se glorifica a los artistas o a los deportistas, y que desafíe a la gente a asumir riesgos sin temor a ser estigmatizados por el fracaso. Sin una cultura de la innovación, de poco sirven los estímulos gubernamentales, ni la formación masiva de ingenieros, ni mucho menos los parques tecnológicos que promueven varios presidentes".

Es, en suma, una cultura en la que el riesgo y su primo hermano el fracaso no se penalizan, sino que —al contrario— se valoran en el entendido de que ninguna idea genial surgió sin decenas de intentos previos (que terminaron, sí, fracasando). 

Me llama la atención esta idea porque me parece poderosa y, sobre todo, porque no considero que haya permeado en nuestro sistema educativo, ni en nuestra cultura. No sólo entre mi generación sino, más preocupantemente, entre integrantes de la nueva (nacidos a partir de 1995) sigo percibiendo un temor atávico al fracaso. De algunos de mis exalumnos, hoy jóvenes en sus primeros 20's, escucho la necesidad de encontrar un trabajo estable, que pague sus cuentas. ¿Arriesgarse a inventar algo, iniciar su propia empresa o dedicarse en serio a alguna actividad artística? "Pepe, seamos serios por favor".

Incluso de los más jóvenes, que todavía no entran a la universidad, he percibido la necesidad de contar con un plan de carrera bien definido (en los términos que, por supuesto, propone el entorno que conforman sus padres y escuela), una especie de hoja de ruta que les garantice que, si la siguen con diligencia, en unos años tendrán un empleo estable y, quizá, serán felices. Es raro al que le noto la convicción (tan cacareada por los teóricos de las nuevas generaciones) de que su destino no consiste en buscar trabajo sino inventarse uno.  

Por todos lados bombardeamos a nuestros jóvenes con videos y frases de Steve Jobs, Bill Gates, Richard Branson y un largo etcétera de emprendedores que se han arriesgado muchas veces (y fracasado otras tantas) para lograr el éxito que hoy les admiramos.  Sin embargo algo en nuestra cultura, algo viejo pero muy fuerte, no permite que esas ideas aniden entre nuestros más jóvenes. Por alguna espantosa razón siguen considerando que lo mejor es seguir el guión que alguien les pone enfrente en vez de crear el suyo aún a riesgo del fracaso. Esta última palabra paraliza a casi cualquier persona que conozco (y me interesan, sobre todo, mis alumnos y exalumnos). Ante la simple idea del fracaso su semblante se endurece y sus ideas también. Esgrimen el argumento (de sus padres, de sus abuelos) de que la vida es de tal manera (como lo fue hace treinta o cuarenta años) y que, bueno, la juventud es una enfermedad que se cura con la edad. 

Leo en el libro de Oppenheimer que una de las preguntas recurrentes en las entrevistas de trabajo en Silicon Valley se refiere a cuántas empresas has iniciado (no llevado a la cumbre del Dow Jones, sino simplemente iniciado) y pienso en mis alumnos y exalumnos respondiendo, desconcertados: "Ninguna, pero me gradúe con mención honorífica (o algún otro mérito equivalente)". Algo estamos haciendo muy mal si el principal mérito de nuestros jóvenes es un documento que "avale" (así, entre comillas) ciertas competencias que, en el mundo real (y el que sigue en las próximas décadas), deberían poderse mostrar en acción y no sólo mediante un certificado. Documento que, por cierto, les habrá costado el equivalente en tiempo y dinero a lo suficiente para haber iniciado varias empresas, una de las cuales podría estar pagando sus cuentas y perfilándolos como competidores globales en vez de esperar a los 22 o 23 años que su carrera profesional inicie cobrando como empleados en alguna empresa o compitiendo contra colegas de su edad que tienen a cuestas la experiencia de dos o tres start-ups.

Ni duda cabe: hay mucho camino por andar.

2 comentarios:

Gisela Loya dijo...

Pepe, me tengo que comprar el libro. El "fracaso" - y bien es cierto a nadie nos gusta - se debe de ver como una oportunidad de aprendizaje; donde los profesores (tutores / expertos) debemos estar al pendiente para ayudar a nuestros alumnos a reflexionar sobre lo que paso, y así intentarlo de nuevo. Mis padres son dos emprendedores, éxitosos y amantes de su "trabajo"; pueden dejar de dormir, no tener dinero en el banco y no saber que pasará mañana con sus negocios, pero lo que sí te puedo decir es que cada día se despiertan con la motivación y determinación de que van a dar lo mejor de sí mismos para que sus clientes se vayan satisfechos... y eso en muchos jóvenes no lo veo aún teniendo un trabajo seguro... les falta emoción, arriesgar, proponer para trascender en esta vida. Me encanto tu post.

Pepe González Martínez dijo...

Recomendadísima lectura, Gisela. No sólo para nosotros, sino también y sobre todo para nuestros alumnos. ¿Cuántos de ellos verían en tus papás emprendedores un ejemplo a seguir? Pocos, pienso. Y eso me preocupa. ¡Saludos!