Hace un rato encontré en
Spotify el soundtrack de The Power of One
(Avildsen, 1992). Tenía años de no escucharlo. Ésa es una película que me
cambió la vida. Ignoro si es buena o mala, sé que su impacto fue devastador en
mi existencia preadolescente.
La vi con mi padre en un cine que ya no existe (el Agustín Lara, donde ahora hay un Office Depot) y tengo el recuerdo de haber llorado al terminar de verla. No la he vuelto a ver desde entonces.
Más allá de la anécdota
personal, y del debate acerca de si la película es buena o no, me gustaría compartir
con ustedes por qué fue importante para mí: me abrió los ojos a la crueldad y
el dolor humano. La trama gira en torno a la vida de un niño blanco que crece
en la Sudáfrica del apartheid años
antes de la II Guerra Mundial. Ahí toma como maestro de boxeo (y, hasta cierto
punto, de vida) a un hombre negro. Pueden imaginar algunos de
los giros dramáticos que depara esa pareja de protagonistas. Creo que nunca
había sido consciente de una verdad que no me ha abandonado desde entonces: el
Mal (así, con mayúscula) es el común denominador de las acciones humanas. Retomo
una recientísima lectura que acabo de terminar: el libro Lecturas sobre la lectura, de Alberto Manguel (2011):
Como nos enseña nuestra lectura, la historia es el
relato de una larga noche de injusticia: la Alemania de Hitler, la Rusia de
Stalin, la Sudáfrica del apartheid,
la Rumania de Ceausescu, la China de la Plaza Tiananmen, los Estados Unidos del
senador McCarthy, la Cuba de Castro, el Chile de Pinochet, el Paraguay de Stroessner,
y una lista interminable de otros más que conforman el mapa de nuestro tiempo.
Parece como que vivimos en sociedades déspotas o justo al margen. Nunca estamos
a salvo, ni siquiera en nuestras pequeñas democracias. Al pensar en lo poco que
tomó para que ciudadanos franceses de bien abuchearan los convoyes de niños
judíos metidos como ganado en camiones, o para que canadienses educados
apedrearan a mujeres y ancianos en la reservación de Oka cuando los indígenas
protestaron por la construcción de un campo de golf, no tenemos derecho a
sentirnos a salvo. (Manguel, 379)
Manguel vuelve sobre la misma
idea un poco más adelante en ese volumen de ensayos que, huelga decir, les
recomiendo ampliamente:
Sólo nosotros vivimos conscientes de que vivimos y, por
medio de un código de palabras medio compartido, somos capaces de reflexionar
sobre nuestras acciones, sean éstas contradictorias o inexplicables. Sanamos y
ayudamos, nos sacrificamos y expresamos preocupación y compasión, creamos
artificios maravillosos y artefactos milagrosos para entender mejor el mundo y
a nosotros mismos. Y al mismo tiempo, construimos nuestras vidas sobre
supersticiones, acumulamos sin otro propósito que la avaricia, causamos dolor
deliberado a otras criaturas, envenenamos el agua y el aire que necesitamos
para vivir, y finalmente llevamos nuestro planeta al borde de la destrucción.
Todo esto lo hacemos con plena consciencia de nuestras acciones, como si
estuviéramos sumergidos en un sueño en el que hacemos lo que sabemos que no
debíamos y nos abstenemos de hacer lo que deberíamos. (Manguel, 405-406)
No soy tan ingenuo como para
asumir que conozco el momento o los motivos que determinan si estamos de un
lado o del otro, si somos buenos o malos. Constantemente cruzamos esa frontera
sin un patrón establecido. Todos somos capaces de la abyección más perversa y
de la más sublime bondad. Y por ello, porque cruzamos alegre y
pesarosamente a la vez esa línea esgrimiendo nuestro libre albedrío como
suficiente razón para ello, pienso que Manguel tiene razón: no tenemos derecho
a sentirnos a salvo. Así las cosas, lo menos que podemos hacer es mantenernos atentos,
conscientes. Despiertos.