Mi papá recuerda que siendo yo niño, cuando me hizo la
pregunta de qué quería ser de grande, le respondí “escritor”. No recuerdo
ese momento, pero sí sé que desde que estaba en preparatoria tuve la
intención de estudiar una carrera relacionada con Humanidades.
En ese momento mi elección fue Filosofía y, tras una amarga experiencia en la
Universidad Panamericana, me decidí por estudiar Literatura y Ciencias del
Lenguaje.
Desde entonces y hasta la fecha (y ya han pasado casi
tres lustros de aquello), me he enfrentado a comentarios escépticos
(por decir lo menos) respecto a las posibilidades que ofrece esa área
profesional en la obtención del éxito. Podría disertar largamente sobre lo que
unos y otros entendemos por éxito, pero ahora deseo concentrarme en las cejas arqueadas que ofrecieron como respuesta algunas de las personas a quienes compartí mi decisión de dedicarme a las Humanidades y que, intuyo, sigue siendo la respuesta que dan a las nuevas generaciones que cometen el mismo "error".
En el mejor de los casos la actitud es de tolerancia. Se
presenta en forma de comentarios del tipo: “¿Ya lo pensaste bien?”, “Si te
gustan esas cosas puedes tomarlas
como pasatiempo” o finalmente el desilusionado: “Si ya lo decidiste, pues
ni hablar”. Hay en estos casos una velada resignación que no se da en otros, en los que se debe lidiar con la prohibición expresa
de la familia de estudiar alguna carrera ligada a las artes o las Humanidades. (No fue mi caso, afortunadamente, pero conozco a una persona a quien prohibieron en su casa estudiar Teatro porque ésa, le dijeron, era una carrera "para drogadictos y maricones").
Es en este contexto en el que traigo a cuenta mi reciente lectura del libro Sin
fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las Humanidades, de la
filósofa estadounidense Martha C. Nussbaum. Durante muchos años viví con la
idea de que dedicarme a las humanidades era poco menos que un capricho. Si bien
es cierto que disfruto inmensamente mi trabajo, hasta ahora siempre lo había hecho con un dejo de culpa por la "irresponsabilidad" que significar dedicar la mayor parte de mi tiempo a actividades que otros consideran un hobby glamoroso pero no algo "productivo" o "de provecho". En años
recientes, tras mi incursión en la docencia, he escuchado a gente preguntarme cuándo conseguiré otro trabajo (asumiendo que ser profesor es necesariamente un empleo temporal, "mientras sale algo mejor"). Otros han sido más directos y me han dicho que estoy desperdiciando mi talento dando clases en preparatoria.
En fin, hace poco llegó a mis manos este libro de Nussbaum y
me pareció reveladora la tesis del mismo. La autora parte del supuesto de que
las Humanidades no son un lujo, sino una necesidad. Que no se trata de ningún
favor de los empresarios estadounidenses el hecho de que varios de ellos
mantengan con sus donaciones algunos de los departamentos de humanidades más
connotados de universidades públicas y privadas en todo el país. Que no es una
graciosa concesión del Estado el hecho de que mantenga con recursos de los
contribuyentes compañías de teatro y danza, museos o sellos editoriales cuyo
objetivo no sea ganar dinero sino producir materiales culturalmente valiosos y
asequibles al gran público.
Nussbaum es catedrática en la Universidad de Chicago,
pero lo ha sido también en Oxford y Harvard, por lo que conoce bien el sistema educativo estadounidense. Pero también conoce con soltura el sistema educativo indio, producto de
largas estancias como estudiante y profesora en ese país, y ello enriquece su
punto de vista al considerar que los valores democráticos son puntos de
referencia ineludibles de sociedades tan disímiles como la estadounidense y la
india. Entre esos valores, fundamentales lo mismo en democracias occidentales que orientales, encontramos la tolerancia, el respeto a los derechos humanos, la igualdad de
oportunidades y, en general, el anhelo de una sociedad justa (o por lo menos no tan
injusta).
En ambos casos, dice nuestra autora, medir el índice de
desarrollo a partir de indicadores como el Producto Interno Bruto ofrece una perspectiva al menos incompleta:
Éste
siempre fue el primero y el principal de los conflictos con el paradigma del
desarrollo basado en el PBI per cápita: se trata de un paradigma que deja de
lado la distribución y puede llegar a calificar positivamente a las naciones o
a los estados donde se registran niveles alarmantes de desigualdad. En el caso
de la educación, ese fenómeno es muy real: dada la naturaleza de la economía de
la información, los países pueden aumentar su PBI sin preocuparse demasiado por
la distribución en materia educativa, siempre y cuando generen una élite competente
para la tecnología y los negocios. (Nussbaum,
41-42)
El desarrollo social, nos dice, no puede reducirse a la
rentabilidad económica de una persona, una ciudad o un país. Pero no sólo
porque “esté mal” desde una perspectiva moral o ética sino porque ni siquiera
desde el punto de vista del sistema económico y político resulta
conveniente. Dicho de otra manera, al sistema no le conviene formar ciudadanos
que no reconozcan en el otro el mismo derecho a existir que el que uno tiene.
Contra lo que pudiera pensarse desde una perspectiva simplista, al
capitalismo no conviene formar ciudadanos deshumanizados, ajenos a las nociones
de libertad y justicia que las sociedades democráticas mantienen en primera línea de batalla:
A mi
juicio, cultivar la capacidad de reflexión y pensamiento crítico es fundamental
para mantener a la democracia con vida y en estado de alerta. La facultad de
pensar idóneamente sobre una gran variedad de culturas, grupos y naciones en el
contexto de la economía global y de las numerosas interacciones entre grupos y
países resulta esencial para que la democracia pueda afrontar de manera
responsable los problemas que sufrimos hoy como integrantes de un mundo
caracterizado por la interdependencia. (Nussbaum, 29)
Desde esta perspectiva, la formación humanista es
fundamental en una sociedad que proclama valores democráticos como la base de
su sana convivencia. Y esto no se reduce exclusivamente a una idea
políticamente correcta pues, como dice Nussbaum, atañe a las más pragmáticas de nuestras decisiones: "La mayoría de nosotros no
elegiría vivir en una nación próspera que hubiera dejado de ser democrática”.
Esto ocurre incluso y sobre todo en el corazón de las sociedades capitalistas
occidentales, es decir, en los Estados Unidos, donde debería resultar impensable
que el único o el más importante rasero social sea el desarrollo económico.
Hechos como el de hace unos días en una escuela primaria en Newtown,
Connecticut, donde un joven de 20 años asesinó a 27 personas, incluidos 20
niños, ponen énfasis en esta realidad: no basta con sociedades prósperas en las
que el ingreso económico per cápita esté garantizado (Newtown es todo excepto
una comunidad pobre o perdida en el mapa: su población es de clase media alta y
se encuentra a sólo una hora de camino de Manhattan): es necesario también que
estas comunidades sean auténticamente humanas y esto no se
logra sólo garantizando la posibilidad de adquirir un automóvil o
pagar una casa con jardín.
Es cierto, trabajamos y vivimos en buena medida para procurarnos esos satisfactores,
pero los artículos de
primera necesidad son intangibles y no se producen en serie: es indispensable
que los “produzcan” seres humanos a través de sus actitudes y acciones
cotidianas.
Nadie en su sano juicio podría considerar que estas
actitudes y acciones son prescindibles, irrelevantes o reductibles al punto de pasatiempos a los que se pueden entregar quienes tengan su vida
económicamente resuelta. Tampoco se puede admitir que estas actividades, trascendentales para la estabilidad social de una comunidad, queden en manos de personas que consideren su trabajo algo temporal ("mientras sale algo mejor") en instituciones a las que se regateen recursos materiales, humanos y económicos para desarrollar sus tareas más básicas. Es indispensable dignificar tanto a las Humanidades como a aquellos que las cultivan.
Ser humano
es al menos tan importante como ser exitoso.
Y la tarea no se puede postergar hasta el momento en que el exitoso pueda pagar un automóvil de
modelo reciente o firme la hipoteca de su casa. Igual o más urgente es que
tenga entre sus herramientas vitales nociones claras de libertad, justicia y
solidaridad, entre varias otras sin las cuales la convivencia humana es poco
menos que imposible.
Lo dijo Erich Fromm en El corazón del hombre:
Si el
hombre se hace indiferente a la vida (…) entonces su corazón se habrá
endurecido tanto que su “vida” habrá terminado. Si ocurriera esto a toda la
especie humana, la vida de la humanidad se habría extinguido en el momento
mismo en que más prometía. (Fromm, 179)
Después de acontecimientos como los de Newtown, suceden una tras otras las imágenes de dolor y repudio a la violencia, las velas encendidas, las fotos de cada una de las víctimas, las notas escritas a mano en el lugar de la tragedia, las banderas a media asta y el Presidente del país más poderoso del mundo enjugándose una lágrima en la Casa Blanca. ¿Cómo evitar que la sociedad contemporánea se defina por
la codicia obtusa y la docilidad intelectual? ¿Cómo garantizar la formación de
ciudadanos críticos que procuren comunidades libres y dignas? ¿Cómo formar seres humanos íntegros cuyos parámetros de convivencia social sean la igualdad y el respeto por los demás? ¿Cómo evitar tragedias como las de Newtown, Darfur, Acteal... y tantas otras con las que debemos lidiar día a día? Parafraseo a Gandhi: no hay un
camino para las Humanidades, las Humanidades son el camino.
Bibliografía
Fromm, E. (1983). El
corazón del hombre. México: Fondo de Cultura Económica.
Nussbaum, M. (2010). Sin
fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las Humanidades. Buenos
Aires: Katz.
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