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El vagón siguió adelante, se desvió hacia la derecha y después de avanzar varias decenas de metros, hizo alto en un lugar totalmente oscuro. El motor se detuvo, y lo mismo la ventilación. El silencio más absoluto cayó sobre nosotros. Fue entonces cuando las luces se apagaron. Ahí empecé a sentir algo de miedo. Había un poco de claridad, proveniente de la parte posterior del túnel. Por fortuna traía mi linterna de bolsillo, y además ésta tenía pilas. Me paré y me dirigí a mi aún dormido compañero de tribulación. Me acerqué a él y lo sacudí por el hombro. Me preguntó qué pasaba y rápidamente le expliqué nuestra situación. Respondió con una imprecación y puso su rostro contra la ventana para tratar de ver dónde nos hallábamos. Me di cuenta que este vagón se quedaría ahí toda la noche, por lo que me dispuse a tratar de forzar una de las puertas. Era inútil. Me convencí que sólo saltando a través de una de las ventanas podríamos salir del carro. Fue entonces cuando oí un ruido en el techo. Algo cayó encima del vagón y lo recorría. De pronto, se escuchó otro ruido en el extremo opuesto del carro. Dirigí el haz de mi linterna y pude ver una sombra que caía al suelo después de haber entrado por la ventana.
-¡Vaya, al fin!... ¡Oiga, necesitamos que nos ayude a salir!”-.
No hubo respuesta.
El borracho fue más directo. Avanzó hacia el intruso y lo tomó por las ropas.
-¡Sáquenos de aquí! ¡Esto es un atropello, malditos burócratas!-.
El extraño no respondió, sólo levantó una mano. A la luz de mi linterna pude ver que era blanca como la harina, delgada y fibrosa, y con unas larguísimas uñas que semejaban garras. Como un rayo, esa mano rasgó la garganta del pobre vagabundo. Fue entonces cuando vi el rostro del ser que tenía enfrente. Pálido, calvo, con enormes ojos amarillos, orejas largas, una nariz grotescamente respingada con dos protuberancias carnosas en la punta. Vi como abrió la boca llena de dispares y puntiagudos dientes, que pronto recibió el borbotón de sangre que salía del desafortunado pasajero. Fue en esos momentos cuando recibieron mis narices la patada del nauseabundo olor que despedía esa criatura. El espectáculo y el olor me hicieron de inmediato vomitar. En medio de las arcas de la basca, escuché otro ruido metálico detrás de mí. ¡Alguien más entraba al vagón por otra ventana! No esperé un segundo más. Me lancé hacia el primer intruso, que aún se cebaba en su víctima, y derribándolos a ambos llegué a la ventana por donde había penetrado el primer monstruo. Escuché un forcejeo detrás de mí, con el que sin duda el invisible perseguidor se habría paso también entre la pareja víctima-victimario que se interponía entre nosotros. Salté fuera del vagón y logré caer en el suelo sin dislocarme siquiera un tobillo. Emprendí la huída, como un poseso, hacia el extremo iluminado del túnel. Detrás de mí se dejaba oír un jadeo que acompañaba rítmicamente a un penetrante chillido.
La luz aumentaba poco a poco. Sentía que mi perseguidor rápidamente iba descontando ventaja. Decidí voltear la cabeza... y quizá eso sea lo que más me ha desgraciado la vida de toda esa experiencia. Vi a un ser similar al que había despedazado al pobre ebrio en el vagón, nada más que éste mostraba una regocijada sonrisa idiota. En la penumbra del túnel veía su tez, amarillo limón, y su larga frente con que se relamía con anticipación. Por fortuna, de frente llegaba otro tres de vagones del Metro. Salté a su paso y alcancé la parte central del túnel. Mi perseguidor no quiso hacer lo propio. Recorrí los últimos metros que me separaban ya de la iluminada estación. Al llegar a ella, subí al andén. Justo a tiempo. Unos metros atrás la criatura, que se había desplazado por el techo del túnel, asida de sus largas garras, tanto de manos como de pies, cayó detrás de mí y alcanzó a lanzarme un zarpazo a la pantorrilla”.
Arturo nos mostró una cicatriz, que aún dejaba ver las huellas de una prolongada infección que apenas había sido dominada.
“Y en el andén, emprendí la carrera hacia la calle. No me detuve hasta llegar a mi departamento, donde atranqué la puerta y me refugié en un garrafón de mezcal.
Me expliqué por qué en los talleres del Metro se trapea y se friega con tanto esmero el piso de los vagones todas las mañanas. ¡No se duerman en el Metro! Si lo hacen, corren el peligro de, por lo menos, no volver a dormir nunca más con tranquilidad”.
-¡Vaya, al fin!... ¡Oiga, necesitamos que nos ayude a salir!”-.
No hubo respuesta.
El borracho fue más directo. Avanzó hacia el intruso y lo tomó por las ropas.
-¡Sáquenos de aquí! ¡Esto es un atropello, malditos burócratas!-.
El extraño no respondió, sólo levantó una mano. A la luz de mi linterna pude ver que era blanca como la harina, delgada y fibrosa, y con unas larguísimas uñas que semejaban garras. Como un rayo, esa mano rasgó la garganta del pobre vagabundo. Fue entonces cuando vi el rostro del ser que tenía enfrente. Pálido, calvo, con enormes ojos amarillos, orejas largas, una nariz grotescamente respingada con dos protuberancias carnosas en la punta. Vi como abrió la boca llena de dispares y puntiagudos dientes, que pronto recibió el borbotón de sangre que salía del desafortunado pasajero. Fue en esos momentos cuando recibieron mis narices la patada del nauseabundo olor que despedía esa criatura. El espectáculo y el olor me hicieron de inmediato vomitar. En medio de las arcas de la basca, escuché otro ruido metálico detrás de mí. ¡Alguien más entraba al vagón por otra ventana! No esperé un segundo más. Me lancé hacia el primer intruso, que aún se cebaba en su víctima, y derribándolos a ambos llegué a la ventana por donde había penetrado el primer monstruo. Escuché un forcejeo detrás de mí, con el que sin duda el invisible perseguidor se habría paso también entre la pareja víctima-victimario que se interponía entre nosotros. Salté fuera del vagón y logré caer en el suelo sin dislocarme siquiera un tobillo. Emprendí la huída, como un poseso, hacia el extremo iluminado del túnel. Detrás de mí se dejaba oír un jadeo que acompañaba rítmicamente a un penetrante chillido.
La luz aumentaba poco a poco. Sentía que mi perseguidor rápidamente iba descontando ventaja. Decidí voltear la cabeza... y quizá eso sea lo que más me ha desgraciado la vida de toda esa experiencia. Vi a un ser similar al que había despedazado al pobre ebrio en el vagón, nada más que éste mostraba una regocijada sonrisa idiota. En la penumbra del túnel veía su tez, amarillo limón, y su larga frente con que se relamía con anticipación. Por fortuna, de frente llegaba otro tres de vagones del Metro. Salté a su paso y alcancé la parte central del túnel. Mi perseguidor no quiso hacer lo propio. Recorrí los últimos metros que me separaban ya de la iluminada estación. Al llegar a ella, subí al andén. Justo a tiempo. Unos metros atrás la criatura, que se había desplazado por el techo del túnel, asida de sus largas garras, tanto de manos como de pies, cayó detrás de mí y alcanzó a lanzarme un zarpazo a la pantorrilla”.
Arturo nos mostró una cicatriz, que aún dejaba ver las huellas de una prolongada infección que apenas había sido dominada.
“Y en el andén, emprendí la carrera hacia la calle. No me detuve hasta llegar a mi departamento, donde atranqué la puerta y me refugié en un garrafón de mezcal.
Me expliqué por qué en los talleres del Metro se trapea y se friega con tanto esmero el piso de los vagones todas las mañanas. ¡No se duerman en el Metro! Si lo hacen, corren el peligro de, por lo menos, no volver a dormir nunca más con tranquilidad”.
2 comentarios:
Wooow....
Aun cuando vuelva a leerlo y disfrutarlo tantas veces, sigue teniendo ese efecto tan hipnotizante...
No sé si es el resultado de cómo la búsqueda de ese documento, se convirtió en un curioso juego de circunstancias (bien me lo dijo un sabio amigo, la sincronicidad existe y de qué manera)...
En fin, espero lo hayas disfrutado tanto como yo...
Saludos
Ya no se si despues de esto dormire igual que antes...
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