El pedazo de frontera que entra al mar en Playas Tijuana es más simbólico que real: los maderos y pedazos de metal que forman "el muro" son fácilmente traspasables si uno es delgado. Vi varios niños corriendo del otro lado sin que nadie les dijera nada, sin que la migra los detuviera o sonaran alarmas y asomaran fusiles de mira telescópica. Claro que la verdadera frontera está unos cuantos centenares de metros más allá: es una valla metálica que casi no se ve, pero cómo se nota. Un par de decenas de kilómetros sobre la costa, hacia el norte, se vislumbra San Diego, con altos edificios que se presumen limpios y lujosos. Uno voltea a donde está parado y observa casitas en ruinas, algunas obviamente abandonadas, y pocos restaurantes de mariscos en los que el sentido común no puede confiar que el producto sea fresco aunque el mar se encuentre a diez metros de distancia.
Claro que una rosa es una rosa y el mar es el mar y éste siempre es encantador. No importa que la gente entre al mar con ropa interior; o que el grupo de teenagers gringos que llegó hace poco se meta con bermudas y camiseta. No importa, decía, porque la puesta del sol en la playa siempre será digna de recordarse.
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