Fue en mi primer semestre de Filosofía (carrera que dejé trunca) cuando
escuché hablar por primera vez de la condición trágica de los
humanistas. No recuerdo muy bien el contexto, pero sí el mensaje que subyacía
en la conversación: los filósofos somos (bueno, son) seres incomprendidos que realizan su labor a pesar de y
contra el estigma social que les es intrínseco.
Un par de años después, cuando estudiaba Literatura, un compañero informó
al grupo su decisión de abandonar la carrera. Otro lo justificó diciendo: “Es
que él sí es hombre de acción”... ¿O sea que los otros, los que nos quedábamos no
éramos hombres de acción?
Recientemente vi Réquiem por un imperio (Taking Sides, 2001) película que desgrana una
parte de la vida del excéntrico y genial director de orquesta Wilhelm Furtwängler,
específicamente el periodo posterior a la guerra, en el que fue acusado de
apoyar al régimen nazi. (Furtwängler fue director de la Berliner Philarmoniker entre 1922 y 1945 y luego entre 1952 y 1954.)
En la cinta se suceden tres largas entrevistas con un Mayor Arnold,
estadounidense de ignorancia galopante pero también muy inteligente cuya
explícita misión es hacer caer a Furtwängler en contradicciones suficientes
como para probar su apoyo al nacionalsocialismo.
Contra lo que podría pensarse, no se trata de una película a favor
de la música y, en general, de la actividad artística. Sorprendentemente es un
trabajo en el que Furtwängler no sólo es asediado por el militar astuto sino
que resulta literalmente vapuleado por ese personaje que inquiere una y otra
vez por qué no abandonó Alemania cuando tuvo oportunidad, por qué condujo la
Filarmónica de Berlín en un cumpleaños de Hitler, por qué aceptó las prebendas
del régimen, etc. Furtwängler suda, llora y balbucea algunas respuestas muy honestas
pero completamente desdibujadas entre sollozos y estertores…
Su más noble argumento es decir: “Como músico soy más que un ciudadano. Sé
que la interpretación de una pieza maestra es una negación más fuerte y vital
del espíritu de Buchenwald y Auschwitz que las palabras”. Suficiente para
levantarse y aplaudir (suena el adagio de la séptima de Bruckner,
además)… pero el Mayor le responde con una retahíla demoledora: “¿Ha olido la
carne quemándose? Yo puedo olerla a seis kilómetros de distancia… ¡seis
kilómetros! ¿Me habla de arte y cultura? ¿Pone cultura, arte y música contra
los millones que sus amigos mataron? ¡Tenían orquestas en los campos de
concentración! ¡Tocaban a Beethoven y a Wagner! ¡Lo acuso por su cobardía!…
¡Mire a la gente con verdadero valor, que tomó riesgos y ofreció su vida!”.
Furtwängler sale derrotado de la escena (la última de la película), diciendo
que no quiere quedarse en el país, que quiere irse. Y se va, en efecto, con la
cabeza gacha y el paso lerdo.
Le pregunté al amigo que me recomendó la película porqué le había gustado
la película si el finar resultaba tan humillante para Furtwängler. Me dijo que
le parecía que Furtwängler había ganado el combate contra el Mayor. Que había
sido superior al militar porque no había necesitado ponerse a su nivel.
Recordé el argumento de la condición trágica de los humanistas, que tan
cercano me parece al de la otra mejilla: me maltrata, sí, pero yo sé que soy
mejor que él… (¿y por eso no me defiendo?)
La superioridad moral de los artistas es discutible. Pero suponiéndola sin
concederla, ¿no sería deseable que aparte de saberse moralmente superiores a
veces defendieran esos valores que predican? Defenderlos, digo, más allá de las
galerías impolutas donde trabajan. Más allá de salas de conciertos
subvencionadas por el gobierno o cafetines en colonias de moda.
Hace unos días se dio a conocer un informe en el que la Orquesta
Filarmónica de Viena, dirigida por Furtwängler entre 1927 y 1930, reconoce una asociación voluntaria con el gobierno alemán nacionalsocialista de la tercera
década del siglo XX. La cuestión se mantiene vigente: ¿Hasta qué punto es pertinente exigir a los artistas un compromiso ético además del estético? ¿Es justo pedir a los intelectuales que como parte de su trabajo contemplen el impacto social del mismo?
Personalmente me gustaría que los artistas fueran más parecidos a las agallas de Tyler Durden en Fight
Club y menos a la pusalinimdad del Furtwängler en Requiem por un imperio. Probablemente el arte
perdería caché, pero ganaría respeto.
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