lunes, enero 21, 2013

¿Todos somos Armstrong?

¿Qué se necesita para ganar siete Tours de France? Según Lance Armstrong: sangre, sudor, lágrimas... e inyecciones de EPO y testosterona.

Nunca he entendido la fascinación que despierta el deporte. O, mejor dicho, pienso que el deporte me gusta por las razones "equivocadas". Me explico: el deporte me atrae por su dimensión lúdica y social. Lo disfruto porque me divierte y, sobre todo, porque me permite divertirme con personas que me caen bien. Salvo ocasiones excepcionales, no veo deportes por TV... a menos que el acontecimiento ofrezca la oportunidad de pasar un rato con familiares o amigos, bebiendo, comiendo, y viendo el partido de fútbol en cuestión. Tampoco practico algún deporte con asiduidad, salvo cuando se presenta la ocasión de jugar con compañeros o amigos... Y entonces el deporte en cuestión se convierte más bien en un pretexto para socializar, para convivir. Parafraseando a Terry Pratchett: lo que me importa del deporte, lo que  verdaderamente me importa del deporte, es que no sólo se trata de deporte. 

Entiendo que esto no ocurre con todos los "amantes" de algún deporte. Recuerdo que alguno de mis amigos de la infancia gustaba portar una playera en la que se leía la frase: "Second place is the first loser" (El segundo lugar es el primer perdedor). Y desde luego no fui inmune a los profesores, entrenadores y personas adultas que me lavaron durante años el cerebro insistiendo en que el deporte "forja el carácter". Pasé muchas horas de mi infancia y adolescencia practicando deportes a nivel organizado y masticando aquel credo que reza que lo natural en el ser humano es ganar (o al menos querer hacerlo), que lo normal es la ambición de ser el mejor y que el espíritu de competencia se explica científicamente si revisamos la teoría de la evolución de Darwin (sobre todo esas líneas que se refieren a la supervivencia del más apto). Durante ese lapso de mi vida fui razonablemente competitivo en los deportes que practiqué, pero bastante infeliz porque nunca asimilé bien las derrotas. Y menos asimilaba la explicación de los adultos "maduros" que me decían que si perdía era porque no me esforzaba lo suficiente para ganar. 

He pensado todo esto a raíz de las recientes declaraciones de Lance Armstrong a Oprah Winfrey. Ya saben: su confesión de haberse dopado para lograr el impresionante récord de siete Tours de Francia ganados al hilo después de haber vencido un cáncer testicular. Lo que más me impresiona es la cara dura de este señor. Viene a confesar no de motu proprio, sino después de casi tres lustros de un negocio muy lucrativo en el que se convirtió él mismo y todo lo que tocaba (¿cómo olvidar esas pulseritas amarillas que tan populares hizo a mediados de la década pasada... a precio de dólar por pieza?). Confesó muchas decenas de millones de dólares después de sus trampas, hasta que la USADA (agencia estadounidense antidopaje) le evidenciara a fines del año pasado; después de que algunos de sus principales patrocinadores le retiraran apoyo y después de que el escándalo adquiriera las dimensiones suficientes como para terminar con él en la cárcel. Después de todo eso se toma varios meses para calcular su confesión y cuando aparece a cuadro en cadena nacional se asume como víctima: "Antes del cáncer yo era de otra manera, pero luché tanto que lo trasladé al ciclismo y fue un error". ¿Cómo? ¿No fui yo, fue el cáncer? ¿Luché tanto contra el cáncer que me acostumbré a luchar y ganar a como diera lugar? ¿Y en qué parte del proceso un luchador contra el cáncer se convierte en un tramposo?

Igual o más desconcertante fue su respuesta cuando Oprah le preguntó si consideraba que había hecho trampa. "En ese momento no. Era como jugar en igualdad de condiciones". Si todos lo hacían, yo también. Y si todos hacen trampa, deja de ser trampa, ¿no? Y entonces lo iba a hacer en grande. Sobre su sistema de dopaje, que incluía la complicidad de varios médicos y compañeros de equipo, dijo: "Fue definitivamente profesional y fue definitivamente inteligente, si lo puedes llamar así". 

Todo porque, en sus palabras: "Se trataba de ganar a cualquier precio". Y hasta aquí llegan mis entendederas, porque --precisamente-- no entiendo esa filosofía de ganar a cualquier precio. Desde mi punto de vista, si es verdad que el deporte forja el carácter, es porque nos permite entender que el objetivo de la competencia no es ganar. Es convivir; es aprender; es divertirse. Es también emplearse a fondo para encontrar lo mejor de uno mismo, muchas veces a través de y con los demás. Llegados a este punto, ganar es intrascendente. Asumir la práctica deportiva con un único objetivo (ganar, ganar, ganar) es demasiado limitado y me atrevería a decir que poco digno de la condición humana. Un estudio reciente, publicado el año pasado por la revista Science, pondera el valor de la cooperación en la evolución humana y señala que si hemos llegado a ser lo que somos no ha sido únicamente por nuestra vocación de "ganar a costa de lo que sea" sino también y sobre todo por el aprendizaje de que juntos hacemos más y somos mejores. 

¿Son los atletas profesionales los modelos a seguir que muchos quisiéramos que fueran? Si pensamos en Lance Armstrong la respuesta es posiblemente "no". ¿Pero qué tal Iván Fernández? A fines del año pasado, durante una competencia en Navarra, este joven corredor le indicó el camino de la meta a su principal rival, un keniano que terminó ganando la carrera. Su entrenador declaró al final: "Fue un gesto de los que ya no se hacen. Mejor dicho, un gesto de los que nunca se han hecho. Un gesto que yo mismo no habría tenido. Yo sí que me habría aprovechado para ganar". 

Armstrong y Fernández son dos caras de la misma moneda: un atleta que inicia su competencia pensando en dar lo mejor de sí. Uno, aparte de su preparación física híper exigente, también se ha preocupado por desarrollar su sentido ético; el otro lo considera irrelevante, quizá incluso un estorbo. Y eso hace toda la diferencia. 

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