De un amigo panameño (¡gracias, Luis!) me llega una lista que publica la revista TIME respecto a diez cosas que la nueva generación de niños y adolescentes no vivirán.
Como todas las listas, ésta es muy discutible y hay algunos objetos cuya existencia es injustificable más allá de razones meramente nostálgicas: el walkman, por ejemplo, fue entrañable en su momento... pero desfallece ante cualquier reproductor MP3 de estos tiempos.
Hay un elemento de la lista que me parece notable: estar perdido. Me resulta absolutamente desdeñable el hecho renunciar al extravío. Y, bueno, pienso que eso (como otros elementos de la lista) dependen más de la persona que de la época. Los teléfonos inteligentes pueden tener aplicaciones con mapas detallados sobre las calles que caminamos, pero es nuestra decisión usarlas o no.
A mí me molesta preguntar a la gente indicaciones sobre cómo llegar a cierto lugar, y sólo lo hago en casos de extrema necesidad. De no ser así, prefiero siempre encontrar el camino por mí mismo. Esta decisión se extiende a otros ámbitos de la vida. Por ejemplo, en librerías o tiendas de discos muy rara vez pregunto dónde está algo. Llego y lo busco. Si no lo encuentro no suelo pedirlo... y evidentemente no me lo llevo. Tengo esta idea casi metafísica de que si un libro (o un disco, o una película) ha de ser mío, llegará a mis manos por causas azarosas o como consecuencia de mi propia búsqueda (que no pocas veces también es azarosa).
También pienso que uno nunca ha realmente estado en una ciudad en la que no se ha perdido. En los viajes que hago, en no pocas ocasiones dejo el mapa en el bolsillo (no se diga el teléfono con GPS) y prefiero encontrar mi propio camino. He pasado así algunas de las horas más felices de mi vida, solo y acompañado, andando calles y topándome con lugares y situaciones que de haber seguido instrucciones satelitales muy probablemente no habría encontrado.
No creo que esto cambie con el tiempo, ni a causa del modelo de teléfono que me acompañe. Cuando la sensación de extravío me llama, casi nunca puedo resistirme a sus encantos.
Como todas las listas, ésta es muy discutible y hay algunos objetos cuya existencia es injustificable más allá de razones meramente nostálgicas: el walkman, por ejemplo, fue entrañable en su momento... pero desfallece ante cualquier reproductor MP3 de estos tiempos.
Hay un elemento de la lista que me parece notable: estar perdido. Me resulta absolutamente desdeñable el hecho renunciar al extravío. Y, bueno, pienso que eso (como otros elementos de la lista) dependen más de la persona que de la época. Los teléfonos inteligentes pueden tener aplicaciones con mapas detallados sobre las calles que caminamos, pero es nuestra decisión usarlas o no.
A mí me molesta preguntar a la gente indicaciones sobre cómo llegar a cierto lugar, y sólo lo hago en casos de extrema necesidad. De no ser así, prefiero siempre encontrar el camino por mí mismo. Esta decisión se extiende a otros ámbitos de la vida. Por ejemplo, en librerías o tiendas de discos muy rara vez pregunto dónde está algo. Llego y lo busco. Si no lo encuentro no suelo pedirlo... y evidentemente no me lo llevo. Tengo esta idea casi metafísica de que si un libro (o un disco, o una película) ha de ser mío, llegará a mis manos por causas azarosas o como consecuencia de mi propia búsqueda (que no pocas veces también es azarosa).
También pienso que uno nunca ha realmente estado en una ciudad en la que no se ha perdido. En los viajes que hago, en no pocas ocasiones dejo el mapa en el bolsillo (no se diga el teléfono con GPS) y prefiero encontrar mi propio camino. He pasado así algunas de las horas más felices de mi vida, solo y acompañado, andando calles y topándome con lugares y situaciones que de haber seguido instrucciones satelitales muy probablemente no habría encontrado.
No creo que esto cambie con el tiempo, ni a causa del modelo de teléfono que me acompañe. Cuando la sensación de extravío me llama, casi nunca puedo resistirme a sus encantos.
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