Algunas afortunadas coincidencias me han hecho toparme en días recientes con textos que ponderan el valor de la música como experiencia estética y, quizá más importante aún, como experiencia vital. Ya mencioné en un post anterior la epifanía que resultó el libro El jazz en el agridulce blues de la vida, de Wynton Marsalis y Carls Vigeland.
Anoche me topé con este texto de Daniel Felsenfeld en el New York Times acerca del acto abiertamente sedicioso que representa escuchar música clásica en nuestros tiempos. Esta mañana me encontré este otro de Alex Ross en el que se cuestiona abiertamente esa regla no escrita que prohibe aplaudir entre movimientos en conciertos de música clásica, lo cual conlleva la triste paradoja de que en muchas ocasiones "la música más explosiva y emocionante se recibe muchas veces con un silencio absoluto".
Aunado a esto, leo El perseguidor, de Cortázar. "Pero entonces, dueño de una música que no facilita los orgasmos ni las nostalgias, de una música que me gustaría poder llamar metafísica, Johnny parece contar con ella para explorarse, para morder en la realidad que se le escapa todos los días".
Inician bien las vacaciones.
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