Esta mañana amanecí con antojo de una de las cazuelas que venden en La esquina de los milagros, en Coyoacán. Llegué pasadas las 10; desayuné leyendo un cuento de Carlos Fuentes y luego fui al Sótano. No compré nada. Luego decidí caminar al Sótano de Miguel Ángel de Quevedo. Media hora, más o menos. Me arrepentí de no haber dejado la chamarra en el coche. Compré dos libros (La chica que soñaba con un cerillo y un galón de gasolina y 10 ideas clave: el aprendizaje creativo). De regreso decidí caminar por Francisco Sosa y no por Quevedo, así que me quité la chamarra, la hice bola y la guardé bajo el brazo junto con mis libros.
Una o dos cuadras antes de llegar a la plaza de Santa Catarina una camioneta se paró enfrente de mí, impidiéndome el cruce de la calle. Malhumorado, le di vuelta al vehículo y seguí caminando. Me encontré de frente con un tipo con chamarra de cuero y un audífono en el oído izquierdo. Me miró fijamente a los ojos y luego observó el bulto que llevaba bajo el brazo. Dirigió su mirada al otro lado de la calle, donde iba caminando Agustín Carstens vestido con una sabánica camisa azul cielo y unos muy amplios pantalones grises. De la mano llevaba una correa a la que estaba atado un minúsculo perro con lengua de fuera.
Imaginé a Carstens haciendo jogging (!?), entrando a Topolino ("un banana split para mí... y agua para Penny, si me hace usté el favor") o hasta escuchando misa en Santa Catarina (con su perrito durmiendo en su regazo: "La paz sea contigo, Penny"). Me pareció osado de su parte salir así. Pero, bueno, todo es relativo. Llevaba cuatro guaruras (el que vi de frente era el más rezagado; había uno que caminaba a medio metro suyo) y finalmente no estaba caminando por una de las zonas más concurridas de Coyoacán: pocas cuadras más allá estaba un rebozante jardín Hidalgo, con todos esos progres de ocasión, pintas perredistas y hasta invitaciones a lanzar zapatos al nuevo titular de la PGR.
Pero todo eso estaba a espaldas de Carstens. Igual me parece arriesgado. En la empedrada Francisco Sosa un tobillo torcido en un hombre de le envergadura de Carstens puede significar un problema de seguridad nacional. Me da gusto que el Secretario de Hacienda pueda olvidarse del mundo un rato y sacar a pasear a su perro en un soleado domingo de septiembre. Algo bueno debe haber en eso.
Una o dos cuadras antes de llegar a la plaza de Santa Catarina una camioneta se paró enfrente de mí, impidiéndome el cruce de la calle. Malhumorado, le di vuelta al vehículo y seguí caminando. Me encontré de frente con un tipo con chamarra de cuero y un audífono en el oído izquierdo. Me miró fijamente a los ojos y luego observó el bulto que llevaba bajo el brazo. Dirigió su mirada al otro lado de la calle, donde iba caminando Agustín Carstens vestido con una sabánica camisa azul cielo y unos muy amplios pantalones grises. De la mano llevaba una correa a la que estaba atado un minúsculo perro con lengua de fuera.
Imaginé a Carstens haciendo jogging (!?), entrando a Topolino ("un banana split para mí... y agua para Penny, si me hace usté el favor") o hasta escuchando misa en Santa Catarina (con su perrito durmiendo en su regazo: "La paz sea contigo, Penny"). Me pareció osado de su parte salir así. Pero, bueno, todo es relativo. Llevaba cuatro guaruras (el que vi de frente era el más rezagado; había uno que caminaba a medio metro suyo) y finalmente no estaba caminando por una de las zonas más concurridas de Coyoacán: pocas cuadras más allá estaba un rebozante jardín Hidalgo, con todos esos progres de ocasión, pintas perredistas y hasta invitaciones a lanzar zapatos al nuevo titular de la PGR.
Pero todo eso estaba a espaldas de Carstens. Igual me parece arriesgado. En la empedrada Francisco Sosa un tobillo torcido en un hombre de le envergadura de Carstens puede significar un problema de seguridad nacional. Me da gusto que el Secretario de Hacienda pueda olvidarse del mundo un rato y sacar a pasear a su perro en un soleado domingo de septiembre. Algo bueno debe haber en eso.
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