Pasó tras lo ocurrido en Columbine hace ocho años. Y está volviendo a ocurrir ahora, después de Virginia.
La gente se lanza a sacar conclusiones fáciles y aparentemente satisfactorias.
En el curso de las últimas horas he escuchado a varios analistas con discursos que por apresurados (así quiero pensarlo) me parecen imprecisos y ramplones, por decir lo menos.
Ayer entrevisté a Jaime Aljure, director del semanario Vértigo. Se preguntaba qué había pasado con la seguridad en Virginia Tech, suponiendo que lo de ayer era evitable. Le recordé que el la universidad tiene un equipo de seguridad propio (el Corps of Cadets), integrado por alumnos con entrenamiento militar, amén de un cuerpo de policía en forma que patrulla (armado) la universidad. Además todas las puertas de la universidad están electrónicamente controladas. Esto sin mencionar el circuito cerrado de TV.
Mi punto: el Virginia Tech estaba bien vigilado. Lo que pasó ayer no podía evitarse. A menos, claro, que se montara un estado de sitio. Lo cual es literalmente imposible hacer de manera permanente en las centenas de universidades y preparatorias del país.
Por la tarde Rafael Cardona, en el noticiario de Pepe Cárdenas, despotricó contra la cultura de guerra predominante en los EU e, irónico, se preguntaba cómo los estadounidenses se lamentaban de 30 muertos en una universidad cuando “ellos hacen lo mismo todos los días en Irak”. ¿Hay que pensar entonces, siguiendo el argumento de Cardona, que en estos casos hay quienes merecen la muerte y quienes no? ¿Los alumnos de Virginia, sus padres, amigos y familiares, tienen menos derecho a lamentarse porque sus líderes políticos hacen la guerra?
Del otro lado también hay locos sueltos. Lorenzo Meyer refería esta mañana en el noticiario de Carmen Aristegui que un lector de noticias de CNN dijo, en medio del shock ayer, que lo ocurrido en Virginia Tech dejaba clara la necesidad de facilitar el acceso de los estadounidenses a las armas de fuego… porque si los alumnos o profesores afectados hubieran estado armados muchas vidas se habrían salvado.
La estupidez humana, está claro, no conoce límites.
La gente se lanza a sacar conclusiones fáciles y aparentemente satisfactorias.
En el curso de las últimas horas he escuchado a varios analistas con discursos que por apresurados (así quiero pensarlo) me parecen imprecisos y ramplones, por decir lo menos.
Ayer entrevisté a Jaime Aljure, director del semanario Vértigo. Se preguntaba qué había pasado con la seguridad en Virginia Tech, suponiendo que lo de ayer era evitable. Le recordé que el la universidad tiene un equipo de seguridad propio (el Corps of Cadets), integrado por alumnos con entrenamiento militar, amén de un cuerpo de policía en forma que patrulla (armado) la universidad. Además todas las puertas de la universidad están electrónicamente controladas. Esto sin mencionar el circuito cerrado de TV.
Mi punto: el Virginia Tech estaba bien vigilado. Lo que pasó ayer no podía evitarse. A menos, claro, que se montara un estado de sitio. Lo cual es literalmente imposible hacer de manera permanente en las centenas de universidades y preparatorias del país.
Por la tarde Rafael Cardona, en el noticiario de Pepe Cárdenas, despotricó contra la cultura de guerra predominante en los EU e, irónico, se preguntaba cómo los estadounidenses se lamentaban de 30 muertos en una universidad cuando “ellos hacen lo mismo todos los días en Irak”. ¿Hay que pensar entonces, siguiendo el argumento de Cardona, que en estos casos hay quienes merecen la muerte y quienes no? ¿Los alumnos de Virginia, sus padres, amigos y familiares, tienen menos derecho a lamentarse porque sus líderes políticos hacen la guerra?
Del otro lado también hay locos sueltos. Lorenzo Meyer refería esta mañana en el noticiario de Carmen Aristegui que un lector de noticias de CNN dijo, en medio del shock ayer, que lo ocurrido en Virginia Tech dejaba clara la necesidad de facilitar el acceso de los estadounidenses a las armas de fuego… porque si los alumnos o profesores afectados hubieran estado armados muchas vidas se habrían salvado.
La estupidez humana, está claro, no conoce límites.
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