El texto es de Jordi Costa. Publicado hoy en El País.---En los planos finales de Bright future (2002), película de Kiyoshi Kurosawa sobre la juventud como medusa de cuerpo frágil y corazón envenenado, aparece uno de los mejores usos cinematográficos del icono Che Guevara: un grupo de colegiales, con camisetas que reproducen su efigie, pasea su indolencia por las calles de Tokio. La banda sonora empieza a bañar la imagen de inquietud: ésa es la única revolución posible, un imperativo de cambio que avanza inexorable, sin ideología, de la nada hacia el vacío, con el eco de los viejos líderes convertido en estampado.
Las camisetas de los chicos de Bright future reiteran esa imagen del Che Guevara que ha acabado convirtiéndose en marca de sí misma tras un singular recorrido: el fotógrafo Alberto Korda tomó la imagen original el 5 de marzo de 1960, en el funeral por las víctimas de la explosión del barco La Coubre. La foto no fue publicada en su momento, pero, en 1968, el artista irlandés Jim Fitzpatrick la utilizó como punto de partida para elaborar un retrato del Che en bitono que pasaría a la posteridad como el icono cheguevara reiterado hasta la saciedad en pósteres, camisetas, tazas y demás soportes de la inmortalidad pop. La versión de Fitzpatrick introducía una significativa variación en la mirada del revolucionario, que pasaba de mirar al frente a proyectarse hacia el lejano horizonte, hacia un futuro, en suma, que podría ser revolucionario.
Korda nunca quiso cobrar royalties por el uso de la imagen, siempre y cuando la reproducción sirviese a la difusión de los ideales del Che. No pudo evitar que la voracidad del mercado acabase vaciando al mito de significado. Hoy, cuando el rostro del Che puede ser salvapantallas o tapiz para teléfono móvil, la imagen de 1960 se puede seguir usando como mero índice de rebeldía (de cualquier rebeldía). O, simplemente, se puede usar porque sí.
En 2013: Rescate en L. A. (1996), de John Carpenter, George Corraface encarna a una mutación posapocalíptica del Che Guevara: un guerrillero peruano llamado Cuervo Jones que, al grito de "Give me the bolas!", requería unas boleadoras de gaucho para combatir a sus enemigos. Muchos años antes, Andrew Lloyd Webber y Tim Rice habían convertido al Che en el airado Pepito Grillo de Evita Perón. La famosa ópera rock no contempló los daños colaterales para el imaginario colectivo de confiar el papel a Mandy Patinkin, David Essex, Patxi Andión o Antonio Banderas. En 1969, la película que Richard Fleischer dedicó al personaje -con Omar Shariff como brutal error de casting- fue recibida con cócteles molotov en Chile y Argentina. Quizá el flamante biopic dirigido por Josh Evans que protagoniza Eduardo Noriega sea recibido ahora con arqueos de ceja.
"Soy como el Che Guevara con collares de oro / soy complejo", rapea Jay Z. Es posible que estos tiempos sean algo complejos: en 1987, la compañía de videojuegos japonesa SNK transformó su juego Guevara en Guerrilla war, eliminando todas las referencias a la figura histórica para su comercialización en Occidente. Las copias originales de Guevara se convirtieron en codiciadas piezas de coleccionista. A lo mejor (o a lo peor) el Che en versión Fitzpatrick miraba hacia un futuro así.
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