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El éxito no es un lugar
El éxito no es un lugar. Y digo esto porque la mayoría de la gente actúa como si pensase que el éxito posee, en efecto, una biografía. Que responde a medidas de latitud y de longitud, que es un espacio que se ocupa, una meseta a la que se asciende. “Cuando usted llegó al éxito”, te dicen a veces algunos periodistas. Y una no puede evitar el impulso de mirar sobre el hombro (¿pero es a mí?) o de observarse los pies con aire absorto (¿a dónde dice usted que he llegado?).
Hay quienes ni siquiera se conforman con hablar de llegar, sino que utilizan otras palabras, verbos esforzados y marciales (“Fulano logró triunfar, Mengano conquistó el éxito”), verbos violentos que te esclavizan en sus ambiciones, verbos ansiosos que dejan tras de sí tierra quemada. Como si el éxito fuese una ciudadela defendida por enemigos fieros, un castillo al que hay que sitiar durante décadas, una penosa guerra. Y en cierto modo lo es: si piensas que el éxito es un lugar, el camino hacia él termina siendo una batalla idiota. Un absurdo pelear contra uno mismo.
En realidad, el éxito y el fracaso no son sino unidades de medida de la mirada de los otros. Sustancia intangible, volátil, relativa, eminentemente fugitiva. Miramos a los demás y proyectamos sobre ellos ese paisaje imaginario: la península del triunfo, la hondonada de la derrota. Miramos a los demás y vemos en ellos cualidades y defectos que a nosotros se nos escapan. Sobre todo, cualidades, porque el deseo es siempre huidizo. Siempre creemos que el sol calienta más del otro lado de la acera y que la vecina es más feliz con su marido de lo que tú eres con el tuyo. De la misma manera miramos a Mengano y nos decimos: “Ha llegado al éxito”, como si hubiera llegado al cuarto del tesoro. ¿Pero de qué tesoro, el tesoro de quién? El éxito es un espejismo que corre delante de nosotros, como el horizonte. Y tal vez el fracaso sea un espejismo que corre detrás de nosotros, como nuestra sombra.
Hay personas tan obsesionadas con ese lugar imposible que es el triunfo y tan aterradas por la amenaza de derrota, que se plantean toda su vida como una estrategia de ataque, como un despliegue militar a la conquista de un territorio hostil. Y así, cuando estudian la carrera X, y no la carrera Z, que es la que de verdad les gusta, porque consideran que la primera, aunque aburridísima, tiene muchas más salidas profesionales. O aceptan un trabajo horrible en una ciudad horrible, por ejemplo, abandonando otro empleo más o menos feliz, una casa cómoda, una ciudad agradable, una novia y un gato, porque en la empresa horrible, si se sacrifican durante años, pueden ascender más rápidamente.
Sacrificio, ésa es la palabra que suelen emplear: “Si aguanto un tiempo ahora, si ahora me sacrifico, llegaré primero a jefe de grupo; luego, a directivo; más tarde, a asociado; después me independizaré, me haré alguien famoso, terminaré ministro”. Y así se les va pasando la vida. Son como la lechera de la fábula, sólo que, en vez de verter al final el cuenco de leche, van vertiendo, tirando, su propia existencia. Porque siempre parecen vivir en un tiempo equivocado. Es en el futuro, siempre en el futuro, donde estará la vida. Y el presente (que es lo único que tenemos, lo que nos hace y nos deshace, el entramado de los días) se va quemando inútilmente, ignorado, desdeñado, sacrificado a ese dios intratable del triunfo. Una auténtica pena, un desperdicio.
Porque el éxito no es un lugar, nunca se llega. Y no es sólo que somos hijos del azar y que nos puede suceder cualquier calamidad en el camino: que la empresa horrible quiebre, por ejemplo, o que cuando te van a nombrar directivo te atropelle un camión, y entonces para qué tantos años perdidos y sufridos. No, no es sólo la desgracia: es que incluso si el ambicioso cumple todas sus ambiciones no se calma la herida. Lo sé, es así, conozco a muchos. Cuando aquel que siempre quiso ser ministro logra el cargo, se siente vacío. Y con razón: ha pagado un precio exorbitante (la vida entera) por un lugar que no es un lugar. Por un tesoro que ahora brilla muy poco. Es como comprarle la torre Eiffel a un estafador. Desgraciado aquel que logra sus sueños.
Por eso estoy segura de que la única manera sensata de vivir es ir viviendo. Hacer aquello que creemos que debemos hacer en este momento […] porque no hay otra vida que la que estás viviendo.
Rosa Montero (1994)
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