sábado, mayo 17, 2008

La vida como un videojuego

La realidad, si no fuera tan cruel, parecería un videojuego: a cada paso que das encuentras cuerpos destrozados, trampas, payasos que cortan la respiración. Pero uno no es distinto de lo que ve, somos lo que vemos: recorriendo la realidad nos recorremos a nosotros. Ese parque al que todavía vas de vez en cuando, es tu reserva vegetal; esa calle a la que vuelves obsesivamente sólo conduce a ti; ese escaparate frente al que te detienes evoca el orden moral de tu niñez. Esa anciana que ha asfixiado a sus dos nietos, en Granada, porque no querían comer, eso dice, eres tú, soy yo; sus nietos somos todos. En Bélgica acaba de pedir asilo político un sueco condenado a un año de cárcel en su país por tirar de las orejas a sus hijos. Ya no sabemos si es más atroz el crimen de este sueco o el de la anciana granadina; el videojuego de la realidad va tan deprisa que no puedes detenerte a pensar.
Al fin y al cabo, todas esas zonas de ti mismo son amables en comparación con tus suburbios A tus suburbios te puedes asomar a través del agujero del televisor: ahí está lo peor de ti, tus deseos más inconfesados, tus territorios más mezquinos, tus zonas más oscuras las ilumina el televisor: aprieta al azar un botón, levanta una piedra y saldrán mil alimañas de debajo; ese conde italiano de suaves maneras que llama puta a su mujer y cerdito a su hijo, eres tú, recuerda que eres lo que ves, y esa mujer herida de ojos afilados que pone a tender sus vísceras a la vista de todos, también soy yo, o sea, tú. No eres mejor que ella, lo que pasa es que ahora estás a este lado del videojuego y tu papel en este lado consiste en escandalizarte.
Todo eso que crees que está fuera de ti lo llevas dentro, te constituye. Sobre esos escombros te incorporas cada día y dejas reposar tu cuerpo por la noche. Y tienes suerte, te ha tocado vivir en el interior de un videojuego privilegiado: hay otros en los que la gente mata, se mata, por un trozo de pan, por un trozo de patria. Por un pedazo de cualquier cosa. Enhorabuena.
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Juan José Millás (con agradecimiento a Yanna Hadatty por el envío)

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