miércoles, enero 24, 2007

Me imagino a Ryszard Kapuscinski como uno de esos abuelos sabios que, de tan sabios, resultan un tanto chocantes.
Hace algún tiempo leí Los cínicos no sirven para este oficio, un libro en el que Kapuscinski reflexiona sobre el periodismo y los periodistas en un tono entre patriarcal y predicador, aleccionando a los jóvenes periodistas sobre la importancia de ser buenas personas (porque sólo las buenas personas se interesan por conocer a los demás) y tener una actitud no sólo ética sino también moral ante el ejercicio cotidiano de informar a la gente.
Sobra decir que Kapuscinski era un periodista formado en la antigua escuela. No concebía informar a la gente sin estar en el lugar de los hechos; desconfiaba de Internet tanto que no la usaba; y estaba convencido de que los periodistas debían ser cultos muy por encima de la media, porque deben conocer a fondo aquellos temas sobre los que escriben (y no sólo recurrir al googlazo para enterarse dónde queda un país o quién es tal persona).
Y, como los abuelos sabios, Kapuscinski tenía razón en todo, desde luego.
Pero sus lecciones se contraponen en muchos sentidos con el periodismo del siglo XXI, donde la inmediatez manda y la precisión escasea. Ya no digamos la cultura de y entre los periodistas o la ética y la moral que, en los mejores casos, se quedan guardados en el cajón donde acumula polvo el Manual de Estilo.
Se nos fue un grande, sin duda. Será difícil que las nuevas generaciones lo aprecien. Mucho más que lo imiten. Pero cabe la esperanza. Claro que cabe. ¡Si no, no habríamos aprendido nada del maestro Ryszard Kapuscinski!


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