Ayer, como para recordarme que las cosas no son siempre lo que parecen, Chicago amaneció fría. Muy. Fue el día más frío de mi invierno, y lo viví en plena primavera. Nueve grados centígrados a las dos de la tarde. Con los dientes castañeantes, me dirigí al muelle. Me di cuenta de que es, en realidad, un parque de diversiones, ahora cubierto por niebla y sólo avivado por los pasos de los pocos niños que acudían al Children's Museum ahí asentado.
Ohio Beach, muy cerca del muelle, fue una playa triste el martes 20 de abril. Muy grande en su soledad, pero pequeña si se sabe que en verano las temperaturas superan con facilidad los 30 centígrados.
Desayuné en Bennigan's, un restaurante pretendidamente irlandés frente al Art Institute de Chicago. Deliciosa sopa de papa y una decente hamburguesa con queso y champiñones. Aprecié el aire acondicionado, y la comodidad que me permitió leer en calma el periódico de la mañana.
Luego caminé al Millenium Park. El teatro al aire libre diseñado por Frank Gehry, que bien vale estar a la intemperie durante unos minutos, caminando alrededor.
Con poco tiempo para recoger mis cosas en el hotel, caminé por Michigan Av. hasta la tienda Virgin. Calculo mal y pasé ahí, en vez de la media hora prevista, casi el triple. No pude evitarlo. Tantos discos, películas y libros... Ahí hice algunas compras de pánico ("me voy en tres horas: ¡debo comprar YA lo que no encuentro allá!") y cargué varios libros en mi mochila. Entre ellos la versión en inglés de la Trilogía de Nueva York de Paul Auster y la nueva novela de Douglas Coupland (Hey, Nostradamus).
De camino al hotel, una chica me preguntó cómo llegar a la calle Ontario. Dudé un segundo. Sabía que estaba cerca, pero no bien dónde. Le dije que no era de ahí, que me disculpara. Ella sonrió y dijo "Don't worry". Por un segundo fui chicagoan.
Llegué con más de media hora de retraso al hotel. Me confundí en el Metro y perdí como 15 minutos más. Al aeropuerto llegué para enterarme con alivio (?) que el vuelo estaba retrasado. Quienes me conocen saben que tengo una extraña fascinación por los aeropuertos. Las salas de espera con viajeros que van a quién sabe donde y quién sabe por qué (me gusta imaginar destinos y razones), las tiendas donde se puede encontrar casi cualquier cosa... y la inminencia de un viaje que en la mayoría de las ocasiones representa sólo escapar de la realidad inmediata (para los que se van) o regresar a la misma (para los que regresan).
La pasé bien en el aeropuerto, entonces. Compré la nueva novela de Kazuo Ishiguro (Never Let Me Go) y esperé a que empezáramos el abordaje. Durante el vuelo, mientras pasaban Los Diarios de una Princesa 2 (increíble que una película como ésa mereciera una secuela), terminé de leer Ella sigue de viaje, de Luis Felipe G. Lomelí (regular, tirando a malo) y continué El lugar, de Mario Levrero (llegué a la mitad, y sigue prometiendo).
Terminé el viaje pensano que era el mejor que hasta ahora había hecho. Siempre pienso lo mismo cuando regreso de viaje. Y eso me gusta.
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