"Pero en fin --me pregunta un participante--. con ocasión de un debate, ¿usted que está tan próximo a la tradición cristiana, tan manifiestamente marcado por los Evangelios, ¿por qué no cree en Dios?". Mis razones son innumerables. Pero, esa noche, tres me parecieron suficientes.
La primera, la más banal, la más poderosa, es la inmensidad del mal. Demasiados horrores, demasiados sufrimientos, demasiadas atrocidades. ¿Por culpa de los hombres? A menudo, sí, pero no siempre. La naturaleza no tiene piedad. El mundo no tiene piedad. ¿Cómo podemos imaginar que un Dios haya creado los terremotos, las enfermedades, el sufrimiento de los niños, la decrepitud de los ancianos? O Dios no es bueno o no es todopoderoso. Pero si carece de poder o de bondad, es pues imperfecto: entonces ¿todavía es un Dios?
Mi segunda razón sería que los hombres por sí mismos, tal como están constituidos, son más ridículos que malvados. Me conozco demasiado y me estimo demasiado poco para imaginarme que un Dios haya podido crearme. ¿Hace falta una causa tan grande para un efecto tan pequeño? ¿Tanta grandeza, para tanta mediocridad? Diríase que de esta mediocridad, soyo yo el responsable, y que es a mí a quien hay que atacar, no a Dios. Puede ser. Pero ¿quién me ha hecho lo que soy? Y ¿valen mucho más los demás? No soy tan humilde como para creerlo, ni veo, siendo lo que soy, cómo habría podido hacerlo mucho mejor de lo que lo he hecho. Intento ser un hombre decente y seguramente no soy el peor. Pero un hombre decente, ¡qué poca cosa es, qué vano, qué ruin! ¿Cómo podemos imaginar que un Dios haya querido esto?
La tercera razón, cuando la enuncio, sorprende a veces todavía más. Lo que me impide creer en Dios es que yo prerferiría que existiera. ¿Y quién no? ¿A quién no le gustaría que un Dios todopoderoso regulara el curso de las cosas, recompensara a los buenos, amparara a los pobres, castigara quizás a los malvados? ¿A quién no le gustaría ser amado? ¿Quién no desearía, como dice el Cantar de los Cantares, que el amor fuera tan poderoso como la muerte, más poderoso que ella incluso? ¿Quién no desearía el triunfo último de la paz, de la justicia, de la vida, del amor? ¿Y cómo lograrlo, sin un Dios? La religión se corresponde exactamente con nuestros más fuertes deseos, que son el de no morir, o no definitivamente, y el de ser amados. Es una razón para desconfiar de ella. Una creencia que se corresponde tan bien con nuestros deseos, es del todo lógico pensar que ha sido inventada para esto, para tranquilizarnos, para consolarnos, para satisfacernos al menos por adelantado. Es la definición de la ilusión, "una creencia derivada de los deseos humanos, decía Freud, lo que me parece, igual que a él, que se corresponde maravillosamente con la religión. Vivir en la ilusión es tomar los propios deseos por la realidad. Sin embargo, nada, por definición, es más deseable que Dios. Nada, pues, es más sospechoso de ser una ilusión que la fe en su existencia. Que yo desee a Dios, como todo el mundo, es, en consecuencia, una razón suplementaria para no creer en él. Dios es demasiado hermoso para ser verdadero.
En resumen, tengo tres razones para no creer en Dios, y son tres virtudes: la compasión, la humildad y la lucidez. A pesar de que, ciertamente, no las demuestro siempre en la vida cotidiana, ni de que toda fe es engañosa. Pero, para un ateo, ya es bastante poder serlo por unas buenas razones.
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André Comte-Sponville, El placer de vivir. (Paidós, 2011)